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jueves, 26 de septiembre de 2019

JUSTICIA PARA TODOMEO


   Díganme si no es justa la sentencia impuesta a ese niño, como para que una jorga de miserables me atormente día y noche.


   Pero hoy sí vendrá a la policía. Solo queda esperar. Justicia es justicia. Sobre todo, si el afectado es mi Todomeo. Pobrecito, tan inocente.

   Así mismo, agradezco que le pusieran boleta de captura al padre del niño. El que nada debe, nada teme, ¿sí o no? Aunque todos sabemos que no es un santo; si el propio don Andrés lo acusó de rondar el barrio con actitud sospechosa. 

   A esta gente no deberían permitirle tener hijos; les heredan la maldad. Deberían castrarlos a todos.

   Miren que desde anteayer no se han movido de ahí. Siguen afuera, con pancartas, chillando. Y mi pobre Todomeo, se exalta con tanta bulla. Ni las gotas que le mandó el doctor para el corazón lo tranquilizan. Ustedes saben que hay traumas que no se superan fácilmente.

    Pero esos infelices no tienen una pizca de humanidad. Se ve que son capaces de cualquier cosa. Esta noche realmente temo por nuestra seguridad.

   Se trepan en el muro, se cuelgan en el guabo de mi abuela; hasta se han cagado en la pila. De vez en cuando, algunas caras monstruosas se asoman por ventana.

   A pesar de la situación crítica, Todomeo me sorprende. Lo admiro. Ya decía mi papito Roberto que no es valentía la falta de miedo, sino el vencerlo. Me mira, y con sus ojos parece decirme: mamita, todo estará bien, no sufra. Tiene algo de ángel, de ángel de la guarda, de ángel del perdón.

   Yo en cambio, no perdono. ¡Cómo voy a perdonar lo que le hicieron! Si desde ese día se la pasa tiritando. Y ni porque le cubro con una capucha de vicuña, es capaz de soportar este invierno tan fuerte.

   ¡Miren!, por fin cumplió la policía. Ahora mismo corretean a todos esos miserables. Algunos se tiran por la quebrada, que es donde deberían quedarse. 

   Desde el estudio vemos cómo se llevan al más viejo y a tres mocosos.

   Mi Todomeo está inquieto, llora. Lo arrullo en mis brazos y, de entre las mantas, solo le veo la boquita. Meto mi mano para consolarlo. No llores, el pelito crece, le repito. Y tengo cuidado de no destaparle la colita, que se mueve inquieta como una lombriz.

sábado, 8 de diciembre de 2018

BLANCO

   
I

   Es el hombre. El de la guitarra. Moreno, grueso, bajo de estatura. Aquel de la gorrita violeta. Pero para estar más seguro, me fijo en su brazo. No hay duda, el Cristo tatuado. Quién soy yo para cuestionarlo. 


II

   Es el hombre. El de las manzanas azucaradas. Moreno, grueso, bajo de estatura. Aquel de la gorrita verde. Pero para estar más seguro, me fijo en su brazo. No hay duda, el Cristo tatuado. Quién sabe qué habrá hecho. 



III


   Es el hombre. El del martillo. Moreno, grueso, bajo de estatura. Aquel de la gorrita amarilla. Pero para estar más seguro, me fijo en su brazo. No hay duda, el Cristo tatuado. Quién sabe con quién se metió. 


IV


   Es el hombre. El de anteojos. Moreno, grueso, bajo de estatura. Aquel de la gorrita blanca. Pero para estar más seguro, me fijo en su brazo. No hay duda, el Cristo tatuado. Quién sabe si lo esperarán esta noche en casa.

sábado, 24 de noviembre de 2018

EL SOBREVIVIENTE

   Tito sobrevive otro día a la aburrida jornada de clases.
   El timbre de la última hora sonará pronto. Sin embargo, si se es creativo, todavía es posible hacer algo provechoso estos pocos minutos.
   Basta un guiño a Lu y Ma para que todo esté planteado. No hacen falta preámbulos.
   Los tres agarran de la chaqueta al maestro de Lengua y, cuando su cuerpo escuálido yace en el piso, animados por el júbilo colectivo, lo estiran. Lu y Ma por los brazos; Tito, quien es el más fuerte, por los dos pies. El infeliz aúlla.

   —¡Cállate, cabrón! Que todo lo que digas puede ser usado en tu contra ante la Defensoría del Menor.

   El pobre diablo lanza sendas amenazas, a pesar de las advertencias; lo que naturalmente enardece a los jóvenes cuerpos que sacuden al monigote por los aires.
   Por fin suena el timbre. Tito da una señal; Lu y Ma dejan esa basura humana sobre el piso, junto al escritorio de pino y bajo el falso techo.
   Los estudiantes recogen sus pertenencias y salen precipitados a la libertad.


   Más tarde, la mujer del maestro de Lengua arde en cólera. Ha llegado no solo desaliñado, sino con una evidente rajadura en la chaqueta.
   Como es natural, esa noche tampoco obtendrá ningún tipo de favor. Pero no todo es malo, pues compartirá una vista deslumbrante de la luna con Teodoro Manrique, el pequeño schnauzer blanco.

jueves, 22 de noviembre de 2018

EL CASO DE LA SAL YODADA

   Un millonario de Nueva York, nacido y radicado en Portoviejo, sufrió un grave revés cuando, al sostener un frasco de sal para condimentar sus huevos matutinos, descubrió la palabra YODO.
   Una vez recuperado el dominio de sí mismo, pero no la tranquilidad, mandó llamar al comisario de su localidad quien, con mirada idiota y conteniendo una sonrisa a punto de explotar en los labios, únicamente intentó tranquilizarlo.
   Después de este lamentable episodio y de acudir a todas las instancias posibles, perdida la fe en la justicia y en el poder de las influencias, hizo algo que  nunca estuvo dentro de sus opciones.
   Depositó toda la fe en un par de detectives, famosos en los bajos fondos de la mitología urbana por desentrañar casos fabulosos como el ataque del Vergajo de San Blas, el misterio del Pitufo de la Alborada y tantos muchos otros.
   —Fui personalmente al supermercado para comprobarlo y desde ese día no he podido cerrar un ojo.
   Los agentes Calixto y Raúl apenas se movieron durante el relato. El más flaco anotaba en su libreta, mientras el gordo se secaba el sudor de la frente con el puño.
   —Sé perfectamente a lo que se refiere, Macsimbaña, todo esto es una conspiración mundial en contra de su buena fortuna —sentenció Calixto.
   Conversaron durante casi una hora; del complot BBQ que endulza las salsas saladas, del arroz plástico del célebre salón Hong, de las naranjas que antes eran más azuladas.
   Finalmente, después de dos largos días de averiguaciones y pesquisas, los detectives dieron claras muestras de su genialidad al exponer la incuestionable solución:
   —Primero, pase la sal por un colador de bronce, para ver si no hay otras substancias ajenas a la atmósfera. Luego, neutralice el yodo con su aliento. Sí, de esta forma, soplando de izquierda a derecha.
   Por este menester, el magnate compensó a los agentes con un par de metros cuadrados de manglar en la Boca. Ellos hubieran preferido dinero contante y sonante, pero tuvieron que aceptar lo que se les ofrecía. Después de todo, pronto terminaría la veda del cangrejo.

viernes, 16 de noviembre de 2018

LA BOINA

   Carlos usa una vieja boina que, de forma misteriosa, lo vuelve poeta frente a la opinión pública. Es natural, otros tienen cámaras, martillos, estetoscopios o escobas.

   Un día nuestro amigo pierde su preciado objeto. Impotente ante la posibilidad de hallarlo, balbucea, se arrastra por el piso, hace pataletas.
   Ahora es una cosa arrojada a la alfombra; algo así como una basura o como una idea jamás expuesta.

   ―¿Algo le pasa a Carlos?
   ―Creo que está enfermo.
   ―¿Quién?
   ―Carlos
   ―¿Qué Carlos?

   Prueba con un periódico; lo dobla hasta construir una gorrita de papel. Prueba con una gorra de visera amarilla. Prueba con una bolsa para compras y, más tarde, con una olla.

   Finalmente, Carlitos pierde la esperanza. Se arrima a la pared y la mancha con su difusa existencia.

martes, 13 de noviembre de 2018

EL TÍO


   Cada vacación iba a visitar al tío. Vivía al otro lado del mundo, por lo que debía viajar un día entero. 
   Aquella ciudad era muy distinta a mi pueblo. En Hua todas las casas eran pequeñas, mientras que allá había torres. En Hua apenas había carros, mientras que allá atravesaban las calles coches multicolores. En Hua la mayoría de gente eran pescadores, negros y negras bellos y fieros; mientras que donde vivía el tío había chinos, blancos, barbados y sin barba, muchachas y muchachos para todos los gustos; pero, casi siempre, perdidos en sus pensamientos. 


   El tío alquilaba un cuarto pequeño, pero ventilado, donde merendábamos, dormíamos y armábamos la mercadería. Durante el día, íbamos a su trabajo. Yo lo ayudaba a sacar la parrilla, que era como un cochecito más, y la llevábamos hasta su sitio en el parque.
   Todo el día el tío estaba envuelto en una nube salada; todo el día sonreía, ventilaba los carbones y volteaba los chuzos: esos manjares donde la carne asada se mezclaba con el plátano verde y maduro; y éste, a su vez, pactaba con las salchichas, la cebolla y el pimiento.
   La sonrisa del tío era una extensión más del parque, llena de algarabía y luces al atardecer. 



   Mis vacaciones eran muy felices junto a ese viejo que, alguna vez, besó el rostro de la abuela que nunca conocí. Y cuando me despedía para regresar a Hua, no podía evitar el llanto.
   Hasta pronto, decíamos.


   Cuando recibimos la inusual llamada, en el único teléfono del pueblo, mi madre se desató en un inconsolable canto.
   Yo era todavía chico para entender lo ocurrido. Por eso me imaginaba a la parrilla del tío entremezclada con los otros coches; y a él bailando la música de los colores que se funden como un arcoíris en el centro de la gran ciudad.

martes, 23 de octubre de 2018

SEGUIR PASOS

    Nos conocimos durante aquella crisis económica que hizo migrar a más de dos millones de compatriotas. Yo vendía viejos mamotretos de la biblioteca paterna en una franela tendida en la plaza de Santo Domingo. Él se dedicaba a seguir pasos. 


          A veces, solía quedarse largo rato leyendo mi mercadería. 

    ―Ese es un ejemplar de los Diálogos Socráticos impreso en España antes de la Guerra Civil y con tapa de cuero. 

            Jamás compró nada, pero aprendió algunos datos de filosofía que solía repetir como un autómata; rumió la obra de Séneca, de Homero y tantos otros nombres que admiraba mi viejo. 

       A veces venía a la hora de la comida y compartíamos un plato de papas con cuero que comía con cierto refinamiento extraño en un vago de su tipo. 

            No solo era extrañamente refinado, Bolívar Cantos siempre vestía impecable. Ahora me sorprende recordar que llevaba los zapatos relucientes; sin embargo, había en él cierta dosis de abandono indefinible. 

            Un día me dijo: 

         ―He seguido a muchas gentes. Ayer mismo, seguí a una morena preciosa que cogió un bús hasta la estación de la Flota Imbabura y de allí se subió en un interprovincial rumbo a Guayaquil. Nunca más la he de volveré a ver ―había, en su forma de contar las cosas, algo similar a la tristeza. 

         Parecía ser un filósofo de acera; muy distinto a esos otros que pregonan el reino eterno o que hablan sobre el absurdo de la existencia. 

           Otro día me dijo: 

        ―Hoy seguí un perro; me gustaba mucho. Era sucio y pura mota. Olfateaba todo a su paso. Un hombre lo pateó en la Marín y el perro corrió hacia el Panecillo; no dejó de correr y, después de varios minutos, ya no lo vi ―se secaba la frente y ventilaba su chaqueta. 

      Lo detestable en Bolívar Cantos eran sus evidentes contradicciones. Leía a Marx y hablaba con cierto deje idiota, coloquial y pronunciando mal las palabras; era francamente apuesto y las mujeres lo rechazaban; pero su mayor conflicto se me develaría el último día. 

         Era de esos mediodías intensos donde solo da ganas de llorar para refrescar el rostro de tanta plaza desierta. Llegó como siempre, de soslayo, mirando todo menos el camino. Pisó una esquina de la franela y tomó el último volumen de Las mil y una noches

            Finalmente habló: 

        ―Seguí a un peladito; hermoso, de largas piernas y pelo desordenado. Entró en una tienda y cuando lo perdí de vista, se murió. Tú, en cambio, siempre estás vivo. 

       A los pocos días, avalanchas de gente se volcaron al centro de la ciudad. Cerraron la plaza y perdí casi toda mi mercadería. 

        Fui apresado y, cuando me soltaron, nunca más regresé. 



           Después de aquel suceso, he visto a Bolívar ocasionalmente; a veces lo entrevistan en la televisión, habla con vehemencia de criminalística, de huellas dactilares y desaparecidos; a veces también habla, aunque esta vez más bien con indiferencia, de política exterior y medidas económicas.

lunes, 22 de octubre de 2018

EL CERDO


    —Deberías agradecer que no te hundo —dijo el Cerdo mientras hacía tintinear todo el oro de su cuello. La Institución te brindó una oportunidad y vos no supiste aprovechar. Acá tengo las pruebas. Estoy seguro que te darán por lo menos cinco años —continuó mientras chocaba el enchapado de su zapato contra el mármol impoluto de la Administración. Se ha seguido el debido proceso. Eres todavía joven; hazle un favor a la Institución y háztelo vos mismo —aconsejó detrás de sus anteojos dorados, hurgándose la nariz con su dedo repleto de anillos. Yo tengo autoridad para joderte. Puedo hacerte mierda en un plisplás —explicó, frotando las posaderas contra su trono. Entonces vos decides, firmas o ahora mismo conjuro con mi pluma a la Justicia —sentenció el Cerdo. Yo no me ando con tonterías; averigua quién fue Sir Tomatón Bruchlonclown Mamón y sabrás cómo fui formado —aclaró con movimientos plácidos; masturbándose la lengua, el dedo, la espalda (y hasta el alma) con sus palabras. Cuento hasta cinco; si no agarras el bolígrafo, sabrás lo que es bueno. Muy bien. Por fin tomaste conciencia, por fin te llega el entendimiento —dijo satisfecho, tomando la hoja y colocándola sobre el legajo.

      Santo Cerdo, apenas sonriente, completamente mítico. Todavía te veo desde mi acolchado sepulcro: detrás del marco de la ventana, eclipsando el día.

viernes, 13 de julio de 2018

CINTAS

De imprevisto, el diluvio me agarró por el cuello y se dispersó hasta las uñas del pie. Había esperado a la Hippie por más de media hora. 


Caminé con la confianza empapada. Ningún portón podía resguardarme por mucho tiempo, así que ingresé al primer establecimiento que encontré. 

Era un local de techo alto, mármol en el piso y en las paredes, de mármol las repisas y acaso también el dependiente, un viejo que se descongeló al verme. 

―Bienvenido ―dijo con exageración; y solo le faltó la sentencia del guardián de la gruta dormido hace dos mil años. 

Dejé a mi paso un charco lodoso; avergonzado, me volví hacia la puerta. 

―¡No se preocupe! Deme su chaqueta. En un instante le daré una toalla. 

―¡Lo lamento! La verdad, no vine a comprar nada. 

Miré al rededor. Sobre los mostradores había tiras de cintas, carretes, serpientes zigzagueantes. 

El viejo no pareció escucharme y, sin dejar su sonrisa alienada, preguntó: 

―¿Quiere un café? 

Amontonó sobre el mostrador los curiosos objetos, colocó una tetera y dos tazas. Derramó sobre ellas un café muy negro y el ambiente se llenó del aroma que me obligó a beber mi primer trago. 

―Es arábigo, pero se cultiva en Tres Ríos. 

Una sensación de bienestar, una tranquilidad falsa pero necesaria se apoderó de mí. Sin embargo, por un instante pensé en el truco, la trampa, los ejes cilíndricos de la ratonera. 

―Hace muchos años esta tienda era muy concurrida, pero ya serán más de doce que no teníamos una visita. 

Esperaba que dijese que vendía sueños: <<ofrezco esperanzas a la medida. Y por tratarse de una fecha tan especial (nada más y nada menos que el diluvio que arrasará la civilización humana), se te concederá la gracia de un único deseo>>. Nada más alejado de la realidad. 

―Vendo cintas de máquinas de escribir. Las tengo de todas las marcas, las tengo originales y chinas, nuevas y reusadas. 

Levantó frente a mis ojos una cinta de dos colores; noté que estaba repleta de letras sobrepuestas. Mientras me secaba con una toallita que acababa de darme, pude descifrar algunas palabras como: regazo, melancolía, azul, perro, y otras tantas como se pueda imaginar. Combinándolas contaban el evangelio o era una carta a la prima Francisca en la ciudad de Alajuela. 

―Esta que ves aquí perteneció al escritor Manuel Cañijo Loor. ¿Has leído sus libros? Pues deberías hacerlo, no hay nada mejor para los tiempos libres, para la tristeza o para la lluvia. 

Me mostró muchas más, hasta que se acabó mi cuarta taza de café. La lluvia había cesado. 

Tomé mi abrigo y me disponía a marchar, no sin antes agradecer la extraña amabilidad; pero me encontré con los ojos vidriosos del viejo. 





―¡Esa! ―dije― La del poeta de la naturaleza. 

Me la envolvió contento y, desde el otro lado de su aparador de mármol, me dijo adiós con la mano. 

Había pagado con mi único billete; el presupuesto para comprar dos entradas de cine y una bolsa de palomitas de maíz para la Hippie. 

Caminé unas cuadras. En la esquina de avenida 10 y 31, un grave pitido me sacó del ensueño. Era ella desde la cabina de su auto. 

Bajé el rostro y seguí de largo.

ÉXTASIS

   Siempre presenta al bicho como huérfano. Luego, como pude comprobarlo, te sentará en el salón y ofrecerá esa viruta que parece ser lo único de lo que se alimentan. 


   Todomeo arrugará el morro.


   ―Es solo un amigo, bebé. Ya te he dicho que debes aprender a compartir. 

   De seguro sabes que es la viuda de un sargento de la policía, recordado por su cara de perro y su disciplina. Todas las madrugadas, antes de salir el sol, trotaba por el barrio y, al pasar, dejaba una estela de vapor. Por ello lo conocíamos como el Sargento Locomotora. 

   Después de comer esa basura, mezcla de harina de pescado y sal, siempre se hace un silencio incómodo, que solo romperá un chillido de Todomeo.

   Es apenas el principio de un largo protocolo que, de ser cauto, desembocará en el momento deseado. 

   ―El bebé quiere jugar en los alcornoques ―te dirá refiriéndose al jardín. Lo cargará y llevará en dirección a la puerta trasera. 

   Y mientras él renguea de un lado a otro, escarba la tierra o trata de alcanzar los limones; ella te contará, en el mismo discurso invariable, su triste historia: 

   ―Fue una verdadera tragedia: el Terry regresó de hacer deporte… hacía poco que el bebé había llegado a nuestras vidas… era Navidad y armamos un árbol precioso… el bebé siempre ha sido muy travieso… uno de los cables… el fuego… 

   Suspirará. Mirará amorosamente a Todomeo y soltará dos o tres quejidos. 

   ―Dio su vida por él. 

   Entonces deberás ser cauto. Esperarás hasta que se seque las lágrimas y, solo en ese momento, tomarás con suavidad su mano izquierda. 

   ―Fue muy duro para todos. El bebé todavía está en tratamiento psicológico. A veces, por las noches, se despierta exaltado. Debo mecerlo muy despacio hasta que los dos nos tranquilicemos. 

   Para cuando Todomeo, cansado, se eche a la sombra del capulí, será necesario que beses su mano. Ojo, solo un pequeño roce. 

   ―¿Tienes sed, mi niño? 

   En ese momento te precipitarás a la cocina y llenarás dos cántaros. Pero deberás ofrecérselo lentamente, sosteniendo su mirada salvaje. Y si lo llegara a aceptar, puedes respirar tranquilo; incluso sonreír satisfecho y volver inmediatamente junto a ella. 

   ―Se ha encariñado contigo, no a cualquiera le acepta algo, es desconfiadísimo. 

   Después Todomeo volverá a lo suyo: a saltar, escarbar y chillar como un diablo. 

   Ella, durante toda esta etapa, hablará de las cualidades del Sargento Locomotora, elevando de vez en cuando la voz: 

   ―¡Por ahí no, bebé; detrás está la calle! 

   ―¡Cuidado te caes, bebé; anda despacio! 

   Esos minutos parecen eternos pero, finalmente, Todomeo siempre cae exhausto. 

  Jamás debes intentar cargarlo, o ahí termina todo. Por el contrario, si la sigues a paso lento, verás cómo entra en su habitación y, después de más o menos treinta minutos, saldrá con el rostro reluciente. 

   A continuación, te invitará a la sala de los sillones de piel de vaca y estanterías repletas con las insignias y trofeos del difunto. Ahí, frente a su retrato de perro que asecha. 

  Sin embargo, no debes fijarte mucho en ello; llegado a este punto, no es momento de flaquear. Conviene mantener la calma; ella siempre se encarga del resto. 

  La noche se perderá entre sus gemidos, hasta desvanecerlos en el sueño del amanecer. 

   ¿Existe una gloria mayor? Si el propio Sargento Locomotora, desde su nicho en la pared, contempla todo con una extraña misericordia. 

   Escúchame, ella nunca se levanta hasta antes de las ocho. Lo que te da tiempo a pasear por las habitaciones, ir a la cocina y preparar café. Si eres rápido, incluso podrías tomar un baño. 

   Debes confiar en que Todomeo no tendrá una de sus crisis. Es más, lo escucharás deambular por la casa hasta llegar a la puerta y sacudirse gustoso. Vendrá salamero. 

   Entonces, como dicta la tradición, sucede la venganza al Sargento. Un soberano y lúcido puntapié en las costillas de la alimaña. 

   Que no te espanten sus chillidos, que no te intimiden sus ladridos. En ese momento, todos estarán hundidos en algún tipo de éxtasis.

jueves, 23 de febrero de 2017

TÍMBALO


   Debí imaginar lo que se espera cuando un autobús destartalado sigue los 250 kilómetros de la línea herrumbrosa de un ferrocarril. Un caos de yuyos, plátanos y papas. Las mazorcas se pudrían en sus tallos como si los habitantes se alimentaran de aire. En la estación Mizo, un oasis de tres villas, abordó un número desproporcionado de personas quienes a pesar de los asientos libres, preferían viajar de pie, encaramados sobre la máquina o colgados en la ventana. De pronto, sin más, se arrojaban al vacío para perderse en la selva.



   Una mujer morena se sentó junto a mí. Era atractiva, de senos macizos y labios carnosos. Me clavó sus ojos como una súplica. Respondí con una sonrisa que ella eludió mientras se acariciaba el cabello crespo y cruzaba sus largas piernas. La verdad, no tenía muchas ganas de ligar, pero me pareció que una conversación para esas horas, estaría muy bien.

   —Hola

   Se limitó a mirar por la ventana como esas típicas chicas que disfrutan haciéndose las difíciles. Eso me animó más.

   —¿Cómo te llamas?

   —¿Para qué quieres saberlo? —Lo dijo con la voz más aguda del mundo, como el chillido de una cigarra.

   —Soy Jhon, viajo desde Tuba.

   No respondió, se limitó a sonreír y a acomodarse los senos dentro del escote.

   —Es un viaje largo —dije.

   De pronto se paró exaltada y atravesó con torpeza el pasillo atiborrado de gente. Decía algo que no pude comprender.

   Me quedé atónito cuando se hizo un barullo que creció hasta que parecía reventar las ventanas del autobús.

   —¡Es un pervertido!

   —¡Cómo se atreve!

   Hice lo que algunos animalillos que al presentir peligro se enrollan sobre sí. Luego creí sentir una lluvia de manos agitándose sobre mi espalda, hasta que poco a poco se hizo la calma, como si todos los pasajeros se hubieran dormido.

   La línea se detuvo en un viejo restaurante en la penúltima estación, la de Tímbalo. Recordaba intacto el sitio de mi niñez, desde cuando hice ese trayecto con mi padre.

   La matrona que lo regentaba parecía de cera, se asemejaba a una escultura inmutable y era apenas perceptible el movimiento de sus labios para gritar los pedidos a una tropa de comadrejas que servía a los comensales bocadillos pastosos y olorosos a comino.

   No estaba mal. Sabía a maíz molido y carne. Esa mescolanza de especias fortaleció mi voluntad de continuar con el trayecto, además me llevó a una zona de somnolencia donde por un instante temí hundirme. Imaginé que no acudía al llamado del viejo, quien se quedaba esperándome en su lecho de muerte.

   Un zumbido como de un ejército de abejas atravesaba el salón, era el ruido que producía la gente al masticar, al murmurar un dialecto desconocido, eran los estómagos y las cucharas, los pasos de la morena que se paró junto a mi mesa y se sentó.

   La humedad de la región había labrado una capa brillante sobre su piel, sus labios y pezones traslucían en un puchero obsceno. Me miró como se mira un pote de refrescante fruta.

   No hace falta describir mi nivel de confusión cuando estiró su mano y atrapó la mía como a un pequeño ratón. No tenía palabras, solo después de varios siglos de zumbidos galácticos salió un sonido de mi boca que no se parecía a mi voz.

   —¿Qué es lo que quiere?

   —No quiero nada —dijo con su voz de cigarra mientras tomaba al ratón y lo llevaba hacia sus pechos. Era como tocar una nube, mis dedos se hundían en una materia helada y volátil. Sus pezones besaban la palma de mi mano como una cría que busca amamantarse.

   —De acuerdo, no quiero problemas, solo quiero llegar a Bigú —pero esa voz, que no era la mía, no sonó convincente.

   Seguramente por eso, o por una trampa de la vida que besa la muerte, ella se puso de pie y me arrojó una bofetada, tan fuerte que tardé en sentirla. Luego emitió un chillido que atravesó el zumbido general y lo hizo añicos.

   Todas esas miradas cargaron sobre mí su odio.

   —Señor Conde, ¿está buenito? —dijo uno de esos seres anónimos.

   —¡Sinvergüenza! ¡Cómo se atreve!

   Intenté defenderme, pero mis razonamientos eran absurdos. 

   —Es solo un anciano indefenso —dijo otro mientras llevaba a la morena hacia una de las sillas. Ella permanecía agitada, pero de vez en cuando me lanzaba un guiño lascivo.

   —¡Qué no están viendo que es una puta! —Lamento haberlo dicho, pero no puedo tolerar las injusticias.

   Uno de aquellos seres se acercó, me tomó de la camisa y me dio dos bofetadas, menos dolorosas que la anterior.

   —¡Déjenlo! —Dijo la morena con su pitido. —No vale la pena.

   —Como usted diga, señor Conde, solo usted tiene tanta misericordia.

   Cuando el sol se escondía vi abordar a aquellas gentes y luego vi cómo la máquina se hundía en la selva. Pensé en las manos agitadas de mi padre.

   Cada tarde para un autobús. No sé si vuelva a abordarlo, creo que aquí se está bien. Quizá con un poco de suerte hasta logre desatarme.

viernes, 7 de octubre de 2016

MI NIÑO ESTÁ GRAVE


Dijeron que mi niño estaba grave. Al inició no lo podíamos creer. Un chequeo de rutina que abrió un telón donde por tres años hemos visto bailar al diablo. Le hicimos todos los exámenes, descartamos con metodología científica cada uno de los posibles tratamientos. Una enfermedad atroz. De golpe, el niño enflaqueció, su carita antes rozagante, se convirtió en un mal presagio. Su padre perdió el sueño y con el tiempo empezó a beber. Tuve que vender y empeñar todo, para poder pagar los analgésicos que requería mi niño. No había nada que se pudiera hacer. Un día, con lágrimas en los ojos, decidimos que sería el fin. No quedaba una sola cápsula, intenté mezclar el resto de jarabe con unas gotas de agua que nunca salieron del grifo. Tomé a mi niño en brazos y lo mecí al ritmo de su llanto. Lo arrullé contra mi pecho, mientras su padre retozaba en el suelo inconsciente. Lo besé a través de sus espasmos. Fue como un milagro, en un momento determinado, mi niño dejó de llorar y se quedó dormido, tan profundo que ni mis quejas al cielo lo despertaron. Pasaron quizá cinco horas. Su padre se incorporó y con sus brazos, con su calor olvidado, nos cobijó. El diablo se fue a dormir y el telón se cerró. Así fue como una mañana, mi niño ya caminaba por la casa e intentaba pronunciar el nombre de su padre, quien consiguió un empleo en la biblioteca municipal. Yo cocinaba mellocos mientras lo veía reponerse. Poco a poco íbamos recuperando el pasado y conquistando un hogar feliz. Pero resulta que, cuando pudimos asistir con mi niño a una nueva consulta, el médico exaltado nos dijo: <<Son unos irresponsables. ¿Por qué le han quitado la medicina? ¿Qué no ven que está grave?>>

jueves, 8 de septiembre de 2016

LA COMPAÑÍA DE LUZ


Estoy en la clase de Martínez. Es una tarde ordinaria donde el sol nos saluda con fuerza desde el ventanal. El viejo hace lo de siempre, hablar y hablar, señala un mapa y vocifera <<la rrrrrrrrreepúblicaaa!!!!>> Antonio cabecea junto a mí y frente a mis ojos y al alcance de mi mano, están las nalgas de Lola. De pronto veo a Luz. Primero atraviesa por la nave central del salón, casi choca con los zapatos de Martínez. Se me sale el corazón, por un momento solamente escucho sus patas que rascan la madera, hasta que llega a mí y, como de costumbre, se acomoda a mis pies. Me mira, casi sin volver la cabeza. Las mismas preguntas se me atoran en la mente. <<¿Qué quieres de mí?>> Quemo los minutos barajando otra posible causa a su acoso mientras acaricio con mi taco su lomo. Ella es la única que parece disfrutar la ciencia de Martínez. Yo imagino que acaricio el culo de Lola, a veces solo con un dedo, otras veces abarcando con mis manos la magnitud de su carne. Imagino que la beso, así pasan las tres horas de Historia, con un estiramiento de cuello, con un guiño a Antonio. Inmediatamente Luz se pierde entre las pantorrillas del alumnado y desaparece hasta mañana.

A veces veo a Luz en casa. Cenamos y mamá mira la televisión, la historia de una doncella mancillada y el galán la rescata del desprestigio y la tristeza. Mi hermano arrastra su carrito por ahí mientras imita el sonido de un motor. Luz se queda siempre observando las manos de mi hermano, el camión, con un brillo de nostalgia en las pupilas o quizá como si soñara abordar el juguete, llevar la medicina del doctor Pemberton al otro lado de la cordillera, sortear los barrancos y desfiladeros, los cráteres y la nieve, el desierto y el páramo. Lo mira con esos ojos de canicas y ellos nos reflejan a todos. Más tarde, y según su conveniencia, se posa sobre mis pies y espera la caricia sobre el cabello de mi madre que no cierra la boca para masticar el pan que se ha introducido hace un momento. Queda estatua, sin tener tiempo de arreglarse el cabello. Yo la peino suavemente con mis dedos. Hasta que Luz se va hacia la cocina, donde está la puerta que da al patio, y desaparece entre las magnolias.

A veces Luz asiste a la iglesia, incluso bebe la sangre de Cristo y degusta su carne. Lo malo es que nadie se da cuenta. Porque cuando Luz está arreglada parece una señora de finales del siglo XIX. Se persigna y ofrece sus dientes afilados a Cristo, a su santo madero traído de Roma, a su estucado, a su encolado, a sus ojos de vidrio hermanos de los suyos. Participa de la doctrina y el rito, besa los pies de la efigie y se consume en un cirio. Mientras yo poso sobre su cuerpo mis anhelos, mis deseos de días mejores, mis lágrimas. Desaparece como el fuego y vuelve a nacer en otros carbones.

Siempre le pregunto <<¿Por qué me has elegido?>> Y barajo posibles respuestas, esperando alguna confirmación. He trazado meticulosamente todas las opciones de una vida como la mía. Desde mejores hábitos alimenticios, hasta un lejano remitente. Desde una misión cósmica, hasta las pobres hijas de la vecina. Solo me queda formular la última pregunta, la que he evitado a toda costa porque abarca todas las respuestas. Esa pregunta que formuló mi padre y de seguro saldrá un día de los labios de Martínez, de Antonio, del cura y de mi madre. Pero, mientras acaricio sus patas, no me atrevo.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...