Ya relato mis historias como un anciano. Algún tiempo atrás, lo hacíamos de otra manera, en la poesía y el cuento, podíamos falsear nuestras anécdotas. De pronto, las tardes monótonas de bibliotecas y las noches de vino eran odiseas. Hablo en plural porque recuerdo a los "Mozos de tu taita". Bajo ese nombre pintoresco se escondía un maestro de matemáticas, un psico-abogado, un chico alto y misterioso, un pintor que escribía poemas desgarradores, no me olvido de la muchacha de labios carnosos que luchaba por su vida, su padre, un hombre entusiasta que siempre nos hablaba de futuros proyectos y el jubilado que escribía cartas de la puta madre. Todos nos reuníamos al rededor de la mesa, como en un banquete, todos hambrientos deborábamos el cuerpo y el alma del escritor Huilo Ruales.
En realidad lo escuchábamos y aprendíamos. El maestro nos leía a Gombrowicz, a Roberto Bolaño, a Raymond Carver. Jugábamos con palabras y contruíamos textos donde debía existir la distancia, la precisión. Nos aniquilábamos la moral de escritores con la crítica. Resentidos, tomabamos algunos consejos que pasaron de generación literaria a generación y pretendíamos iniciarnos en esa legión.
Se formó la imagen del poeta místico, que camina solitario entre las cantinas con el Juntacadáveres bajo el brazo, solo, solísimo. Así era el oficio, el del paria innato, el de la otra orilla. Nos esfozábamos por mimetizarlo y cada quien imprimía el estilo a su modo de vestir, de sujetar la botella. Sin reconocer que hubo otros, auténticos maestros del desparpajo: ya Jorge Dávila Andrade se cortó la yugular y nos dejó su Boletín, ya recorrieron los verdaderos detectives salvajes la calles de México.
Detrás de todo lo que conocemos, siempre hay un ser humano. En el fondo, Nicanor Parra es solo un viejo que mea. Creo que esto lo escuché en alguna de esas tertulias. Por esa razón, después de creernos los extraordinarios, la mayoría era derrotado por la vida, ocupaba su puesto en el engranaje social.
El chico alto, el pintor y yo, nos considerábamos la excepción, hallamos entre los discos de Salvatore Adamo y la recién descubierta Rayuela, nuevas formas de expresión, que materializábamos en recitales atroces y chuchaquis apocalípticos. Participábamos en concursos literarios que eran peleas de gnomos, donde empuñábamos las bandera de rualistas y nos enfrentábamos con otros discípulos de Huilo, porque en realidad todos los jóvenes escritores ecuatorianos, de alguna manera los son. Y ellos, eran mucho más diestros para los mordiscos y arañazos que nosotros. De manera que siempre perdíamos.
El arte era nuestra moda, nos unían los proyectos y la crítica, por eso continuamos viéndonos mucho después de concluido el taller. Pensábamos, como han pensado muchos, en revistas, en antologías y en performances donde las palabras chorrearían en la boca del peatón.
Nuestro fortín era el centro histórico. Siempre deambulábamos del pasaje Arzobispal al pasaje Amador, hasta desembocar finalmente, en las horas muertas de una sala de proyección de películas pornográficas. Allí nació "Chulla Delirium", una suerte de cadáver exquisito que, de hecho, tiene mucho de la alucinación de Un perro andaluz.
Nunca nos quedaron las palabras, siempre tenían otra talla. Por eso decidimos probar con el lenguaje audiovisual. Nos entusiasmamos, juntamos nuestras experiencias y pesadillas. Bosquejamos en alguna libreta la secuencia. Simbolistas tardíos, pusimos en la misma cuchara un viejo, un payaso, una puta, un cuarto, una iglesia y unas flores, unas fotos, la muerte y la ciudad.
Una madrugada, mientras muy cerca de ahí alguien moría y en los moteles se consumían las noches, nosotros nos convertimos en niños, arrastramos las pelucas, instalamos la cámara y las luces. Frente al Carmen Alto, en la cruz de piedra donde en otra época se postró una santa, colgamos a Luis Humberto. Yacía en paños menores y algún vagabundo que nos vio, se persignó y nos mandó a la mierda.
El pintor se decoloró el cabello y se ajustó la minifalda, el chico misterioso se colocó unas plumas, una colegiala que pasaba entró a escena, la gente se amontonaba a mirarnos en la Plaza Grande, así como jamás nuestros poemas serían atendidos. Diana pintaba rostros y canas, Galo sentía por única vez en sus pies las frías piedras, José asustaba a los pequeños.
El resultado se editó en un estudio familiar. Erick, el maestro de los equipos, logró mezclar las escenas con la voz de David Calle. En medio del humo y las alucinaciones, nació el hijo prodigo, al que acompañamos en un par de festivales. Al que utilizamos para conquistar mujeres, que finalmente articularon nuestro papel en el engranaje social.