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jueves, 8 de octubre de 2015

LOS MOZOS DE TU TAITA

Ya relato mis historias como un anciano. Algún tiempo atrás, lo hacíamos de otra manera, en la poesía y el cuento, podíamos falsear nuestras anécdotas. De pronto, las tardes monótonas de bibliotecas y las noches de vino eran odiseas. Hablo en plural porque recuerdo a los "Mozos de tu taita". Bajo ese nombre pintoresco se escondía un maestro de matemáticas, un psico-abogado, un chico alto y misterioso, un pintor que escribía poemas desgarradores, no me olvido de la muchacha de labios carnosos que luchaba por su vida, su padre, un hombre entusiasta que siempre nos hablaba de futuros proyectos y el jubilado que escribía cartas de la puta madre. Todos nos reuníamos al rededor de la mesa, como en un banquete, todos hambrientos deborábamos el cuerpo y el alma del escritor Huilo Ruales. 
En realidad lo escuchábamos y aprendíamos. El maestro nos leía a Gombrowicz, a Roberto Bolaño, a Raymond Carver. Jugábamos con palabras y contruíamos textos donde debía existir la distancia, la precisión. Nos aniquilábamos la moral de escritores con la crítica. Resentidos, tomabamos algunos consejos que pasaron de generación literaria a generación y pretendíamos iniciarnos en esa legión. 
Se formó la imagen del poeta místico, que camina solitario entre las cantinas con el Juntacadáveres bajo el brazo, solo, solísimo. Así era el oficio, el del paria innato, el de la otra orilla. Nos esfozábamos por mimetizarlo y cada quien imprimía el estilo a su modo de vestir, de sujetar la botella. Sin reconocer que hubo otros, auténticos maestros del desparpajo: ya Jorge Dávila Andrade se cortó la yugular y nos dejó su Boletín, ya recorrieron los verdaderos detectives salvajes la calles de México.
Detrás de todo lo que conocemos, siempre hay un ser humano. En el fondo, Nicanor Parra es solo un viejo que mea. Creo que esto lo escuché en alguna de esas tertulias. Por esa razón, después de creernos los extraordinarios, la mayoría era derrotado por la vida, ocupaba su puesto en el engranaje social. 
El chico alto, el pintor y yo, nos considerábamos la excepción, hallamos entre los discos de Salvatore Adamo y la recién descubierta Rayuela, nuevas formas de expresión, que materializábamos en recitales atroces y chuchaquis apocalípticos. Participábamos en concursos literarios que eran peleas de gnomos, donde empuñábamos las bandera de rualistas y nos enfrentábamos con otros discípulos de Huilo, porque en realidad todos los jóvenes escritores ecuatorianos, de alguna manera los son. Y ellos, eran mucho más diestros para los mordiscos y arañazos que nosotros. De manera que siempre perdíamos.
El arte era nuestra moda, nos unían los proyectos y la crítica, por eso continuamos viéndonos mucho después de concluido el taller. Pensábamos, como han pensado muchos, en revistas, en antologías y en performances donde las palabras chorrearían en la boca del peatón.
Nuestro fortín era el centro histórico. Siempre deambulábamos del pasaje Arzobispal al pasaje Amador, hasta desembocar finalmente, en las horas muertas de una sala de proyección de películas pornográficas. Allí nació "Chulla Delirium", una suerte de cadáver exquisito que, de hecho, tiene mucho de la alucinación de Un perro andaluz.
Nunca nos quedaron las palabras, siempre tenían otra talla. Por eso decidimos probar con el lenguaje audiovisual. Nos entusiasmamos, juntamos nuestras experiencias y pesadillas. Bosquejamos en alguna libreta la secuencia. Simbolistas tardíos, pusimos en la misma cuchara un viejo, un payaso, una puta, un cuarto, una iglesia y unas flores, unas fotos, la muerte y la ciudad.
Una madrugada, mientras muy cerca de ahí alguien moría y en los moteles se consumían las noches, nosotros nos convertimos en niños, arrastramos las pelucas, instalamos la cámara y las luces. Frente al Carmen Alto, en la cruz de piedra donde en otra época se postró una santa, colgamos a Luis Humberto. Yacía en paños menores y algún vagabundo que nos vio, se persignó y nos mandó a la mierda.
El pintor se decoloró el cabello y se ajustó la minifalda, el chico misterioso se colocó unas plumas, una colegiala que pasaba entró a escena, la gente se amontonaba a mirarnos en la Plaza Grande, así como jamás nuestros poemas serían atendidos. Diana pintaba rostros y canas, Galo sentía por única vez en sus pies las frías piedras, José asustaba a los pequeños.
El resultado se editó en un estudio familiar. Erick, el maestro de los equipos, logró mezclar las escenas con la voz de David Calle. En medio del humo y las alucinaciones, nació el hijo prodigo, al que acompañamos en un par de festivales. Al que utilizamos para conquistar mujeres, que finalmente articularon nuestro papel en el engranaje social.


sábado, 7 de marzo de 2015

DIGO, INFINITO...

   No fue mi maestro, pero algo me enseñó. Tampoco fuimos amigos, ni vecinos y menos aún colegas. Yo lo conocía, pero él no a mí.


   Fue en el lejano 2003, yo tenía 17 años y soñaba con ser famoso. Por ello trabajaba sin sueldo en una productora de televisión. Mi responsabilidad consistía, entre otras cosas, en seleccionar temas, investigar, conseguir testimonios, pautar con los invitados, memorizar, ajustar la cámara, parlotear.

   Recuerdo que entrevisté a un destacado cineasta y me esforcé por plasmar el enfoque vendedor que requerían las preguntas: se debía explotar la escena sexual de la película más conocida, esa donde Roxana y el autor se revuelcan en pelotas por el desierto: ¿eran naturales las pelotas, o no?

   Así que cuando me refirieron la Cinemateca Nacional, el que preguntó por su director y esperó en un sillón de piel, era un reportero pusilánime que escondía en el bolsillo un huevo podrido.

   En ese entonces, apenas tenía apuntado su nombre en la palma de mi mano. Desconocía que aquel hombre entrado en años era un poeta. Qué puede saber de poesía un personaje de televisión.

   Permítanme rememorar el ambiente místico de la oficina ubicada en el edificio antiguo de la avenida 6 de diciembre, con sus afiches en la pared y paneles divisorios de madera, olor a papel y a celuloide, con su monje reductor de cabezas.

   Le pedí una entrevista, disparé contra él artículos y adjetivos, intenté clavar en su abultado vientre un sustantivo, me colgué de preposiciones, me adverbié. Ulises Estrella, si bien no sonreía, blandía la simpatía propia del veterano, experto en aniquilar la verborrea con un solo verbo, simple, indicativo, afilado.

   Me quitó el huevo podrido de las manos y puso en ellas un libro. <<Regresa cuando lo hayas leído>>. Estoy casi seguro que dijo eso, porque ese libro me conjuró: nunca regresé.

   Frecuenté la Casa de la Cultura, eso sí, colaboré en la radio, exhumé la biblioteca. Siempre miraba de reojo la casona vieja, la merodeaba, como el que no se atreve a golpear la puerta.

   Con el paso del tiempo, aquella productora se disolvió. Me quedé sin ocupación alguna, se derritieron poco a poco mis anhelos farandulezcos, la confianza en mi talento actoral miró atrás y se convirtió en sal. En definitiva, fueron días felices. Leí a Borges y Cortázar, leí los cuentos de Chéjov; de vez en cuando tomé aquel libro amarillo: Digo, mundo… y avanzaba una frase, unas palabras colgadas, alejadas en tiempo y aspiraciones.

   Pero sobretodo, por esos días me convertí en un asiduo de las proyecciones de la Cinemateca en la sala Alfredo Pareja.

   Yo fui aquel muchacho que sentado en las escaleras a la entrada de la sala, leía El jardín de los senderos que se bifurcan y fumaba durante horas, miraba a las mujeres que vivían unos segundos en mi campo visual y cuando eran las siete entraba a ver una película francesa.

   Muchas de aquellas tardes vi pasar a Ulises Estrella. El fundador de la Cinemateca, el poeta tzántzico, el quitólogo, el profesor universitario. Solo o charlando con alguien. Yo me escondía detrás del libro. Una vez lo saludé y su voz serena se perdió puertas adentro.

   Ahora recuerdo un texto de su libro: una aguja que rompe el viento, una misiva apelativa que aunque fuera introspección, dialogo con uno mismo, canaliza al lector hasta el cortocircuito final. La voz poética se dirige a un querido acróbata demente (¿el poeta?) y lo insta a utilizar las luces recolectadas de la ciudad como semillas. Véase en una lectura personal: lo colectivo contra lo particular (contra los que así mismos se cultivan y enriquecen), para así aniquilar las dos partes a favor de un mestizaje.

   Ulises Estrella perteneció a esa legión de queridos acróbatas dementes, que reflejaban en sus barbas la influencia de la revolución cubana, que componían bombas molotov de palabras. Muchas de ellas permanecen activas, escondidas en mamotretos, esperan el comburente de un lector oxigenado. Pero todas son agujas que rompen el viento y que dejan un aroma nostálgico y perturbador.

   El promotor cultural que disparó su pucuna, que tejió una bufanda con el sol, que inauguró la cinefilia en el Ecuador, el maestro universitario de maestros, era un hombre cruzando la avenida Patria.

   Cuando renunció a la dirección de la Cinemateca, yo ya daba clases en un colegio. Por lo menos un año había pasado desde la última vez que pisé la sala de cine y otros tantos más de fumarme las tardes en el porche.

   La última vez que lo vi, nos cruzamos en la acera. Lo miré un instante y pensé: quizá pronto termine la lectura de su libro, quizá pronto se aclare el universo del punto final. Cuando acabe de leer, si es que es posible hacerlo, podré mirarlo a los ojos y decir algo. Luego quizá también me decida a luchar con aquellos libros infinitos que me esperan en la habitación.

jueves, 5 de marzo de 2015

TRES VENDEDORES DE EVELIO ROSERO

“La literatura es una mercancía. Como el amor, es un complejo mecanismo de oferta y demanda.”Atribuido a San Juan el Apóstol
El día en que acompañé a Mayra a la Universidad Andina Simón Bolívar, escuché por primera vez el nombre de Evelio Rosero. No solo lo escuché, tomé un freebie, degusté un fragmento de Los ejércitos acompañado de un entusiasta análisis académico. La exposición me mantuvo en vilo, me conmovió el expositor, cuyo nombre de seguro jamás recordaré; su rostro se funde con las preguntas disparatadas y las discusiones bizantinas. Todo, incluso la mano de Mayra debajo de la mesa, está en algún lado de la complicada madeja de la memoria. Ella sobrevivió, yo sobreviví, Evelio Rosero, que hasta ese momento era el nombre de un genial escritor colombiano, también lo hizo.
Me obsesioné, sin haber leído una línea. Probablemente me dejé atraer por el panorama oscuro de la circulación editorial que planteó el expositor: un peso completo absolutamente desconocido en el ring ecuatoriano (¡tuvo que comprar sus novelas en España!). Yo y mi incontrolable atracción por lo marginal o una especie de snob libresco. Soñé los platillos humeantes de la obra de Rosero, casi saboreándolos.
Fue así como varios meses más tarde, caminando por la avenida Corrientes de Buenos Aires, buscaba tres cosas: una mirada cómplice, la certeza de estar vivo y una lista de libros, entre ellos las obras de Evelio Rosero. Creo que no encontré ninguna. Nadie sabía nada, jamás escucharon, ni vieron, ni sintieron. Sentado en un comedor, saboreando a medias un mondongo a la madrileña, pensaba que era mejor sufrir por amor que nunca haber amado.
Dos días antes de mi segundo encuentro con los mercaderes de Evelio Rosero, se anunció el encuentro definitivo: hallé en una famosa librería de Quito dos de sus novelas: Los ejércitos y La carroza de Bolívar.  Utilizando el presupuesto de la semana, logré comprar el segundo de ellos. Cumplí con la ineludible etapa de prelectura, acaricié con fruición sus paratextos, el detalle del supuesto Satanás de El jardín de las delicias que debía aludir al Simón Bolívar devuelto o develado por José Rafael Sañudo, historiador pastuso que vivió entre el siglo XIX y primera mitad del XX, inspiración del antihéroe de la novela, el ginecólogo Justo Pastor Proceso López.
El segundo encuentro se anunció en internet, la famosa librería exhibiría al propio Evelio Rosero en vivo y en directo. No solo eso, también ofrecía la consabida firma de libros. Era una noticia fabulosa que llegó a alumbrar mis gestos grotescos de cada día. Fueron los días previos a mi navidad, dejé a un lado la lectura de Toni Morrison y abrí con determinación La carroza, me tentaban sinopsis que no me atreví a leer. Temblaba y saboreaba el rostro de Simón Bolívar en el monitor. Imaginaba el encuentro con el autor, los pechos almidonados de esos eventos. ¿Y si se me presentaba la oportunidad de hablar con él? Apenas sabía nada, apenas tenía dudas. Fui atraído de forma necia a la almoneda literaria.
Tomamos taxi para llegar con dos minutos de atraso. Por el apuro, pagué de más al taxista. No me detuve a contemplar la imponente fachada de la librería, como otras veces. Mayra me miraba como a un poseso. Me miraba y sonreía. Cruzamos el porche. De seguro ya inició el conversatorio. Ojalá hallemos un buen sitio. Y empuñaba dentro de mi shigra el ejemplar de la editorial TusQuets, mientras pensaba en una pregunta ingeniosa. Saludé al dependiente, que como todos los dependientes de las librerías tenía pinta de hípster, solo para preguntar por el evento del escritor colombiano.
Mayra ojeaba un libro de Umberto Eco, yo contemplaba el desierto de libros con un oasis de sillas vacías y miraba el reloj. Voy a ganar dos asientos antes de que la gente llegue. Al frente estaba dispuesta la mesa oblonga con mantel blanco, las botellas de agua frente a las sillas ministeriales. También había un muestrario de sus libros: Los ejércitos, La carroza de Bolívar, Plegaria por un papa envenenado. Volví a empuñar mi ejemplar y me quedé ahí, mientras Mayra bailaba entre las estanterías. Al otro extremo de la hilera de sillas, un hombre parecido a Santa Claus se mecía nervioso mientras sostenía en sus manos su todavía emplasticado ejemplar.
Evelio Rosero charlaba con un hombre de traje. Descendieron las escaleras, el trajeado sonreía y de vez en cuando daba una palmada al escritor. Se quedaron en el rellano y el rollizo de terno parecía un guía turístico, señalaba una estantería y hablaba. De vez en cuando se movieron los labios de Evelio Rosero, especialmente cuando dio una mirada al público y saludó. Santa Claus desenfundó su libro y se acercó al escritor. A pesar de que hablaron bajo pude escucharlo todo. Es mí turno, dije y también me aproximé. A pesar de que hablamos bajo, incluso el hípster de la caja escuchó y bostezó.
El hombre del traje se miraba las uñas y sonreía, era un escritor de novelas históricas y de algún modo regentaba la famosa cadena de librerías. Dio por iniciado el conversatorio contando una anécdota de cuando visitó Bogotá. Para ese entonces, ya se había conformado el panel: Mayra a mi lado y tres personas más, incluido Santa Claus, un hombre alto que preguntó por el papel de Manuela Saenz en la novela, una editora que se largó a debatir con el moderador sobre las estrategias de marketing editorial y que quería saber si el escritor colombiano elegía las portada de sus libros. Santa Claus carraspeó, el moderador de traje habló sobre las dificultades que se le presentaban al momento de vender sus obras, el mercado editorial colombiano y ecuatoriano, sobre las traducciones. Evelio Rosero casi no habló, qué podía haber dicho yo.
Utilicé los escasos minutos que me dejaba el trabajo y le robé un tiempo extra al sueño para leer en pocos días el libro. En la hoja de respeto está escrito: Para Aníbal con un abrazo, su amigo de siempre. El resto es un universo fantástico, que produce una sensación de encantamiento, similar a la que sentí cuando leí Ferdidurke, A sangre fría, Los detectives salvajes, aunque no tienen nada que ver. Tiene que ver con Pasto y con el doctor Justo Pastor Proceso, un ginécologo que tejía en sus tiempos libres una biografía de Simón Bolívar. El conflicto radica en que utiliza la madeja prohibida. En esta biografía, inspirada por el estudio del histórico-historiador Sañudo, pretende develar la realidad tras el “mal llamado libertador”. La cotidianidad del doctor Proceso se ve abocada por este designio cuando tiene la oportunidad de preparar una carroza que presentará por las calles de Pasto con motivo de los carnavales, donde desenmascarará la verdad histórica del padre de la patria. Decide empeñar su fortuna y su respetabilidad con este fin. El doctor Proceso se apropia de su realidad, del contexto hostil, de la hipocresía conyugal, de la crueldad social encarnada en fanatismo, se convierte en diana de un grupo de universitarios cuya revolución consiste en idolatrar a Marx, a Lenin, a Mao Tse Tung y escarnear, humillar y si es preciso eliminar al traidor Trotski, a lo que destiña ápices de capitalismo, imperialismo y, por su puesto, a los profanadores como el Doctor Proceso.
Esta atmósfera que me resultó muy familiar, pero más literaria y por lo tanto más cohesiva y coherente, es el detonante que lleva al antihéroe a mancillar su encarcelamiento cotidiano con la libertad del amor de la infancia, la Negra Naranja, famosa prostituta de Pasto; la viuda Chila Chávez, huérfana del amor como él; la devota Alcira Sarasti; pues parece que en el carnaval de Pasto todo es posible, incluso la última oportunidad con su mujer, la despampanante Primavera Pinzón. El encumbramiento del antihéroe a un verdadero héroe y del mítico Bolívar a un pedófilo, cobarde y egocentrista.
En el centro mismo de la novela, que es la célula revolucionaria de estudiantes universitarios, aparece la figura del poeta Puelles, quien debe ocultar sus aficiones intelectuales a sus camaradas para no ser castigado por burgués. Renegando de la misión designada, trata de alertar al doctor Proceso de lo que se le viene encima, otro glorioso ajusticiamiento como aquel que disparó contra un policía de Bogotá o, en el mejor de los casos, la tunda que cayó sobre el catedrático Arcaín Chivo, amigo de Proceso, por pretender ensuciar el nombre del padre de la patria.
Novela llena de testimonios de la realidad más fieles que los reales, novela que se apropia de Pasto para transformarlo en el fortín de la embriaguez, novela que se burla del amor y lo sodomiza, todo ello quizá sin pretenderlo, con la sola misión de sacarse esa espina de pescado que supura, sobre todo durante las noches.
Así se completa la trilogía de comerciantes de Evelio Rosero, desde aquel instante en la Universidad Andina, cuando me colé a una charla de literatura latinoaméricana, a la tarde en que estreché la mano del escritor en la famosa librería donde ya jamás habrá estanterías con mi nombre. Luego leí su novela, para transformarme por obra y gracia de la escritura en el tercer mercader. Pero la carroza de Bolívar sigue imperturbable, escondida por los artesanos pastusos y el Cangrejito Arbeláez, y es como la literatura: después de que sus ruedas paseen por las callejuelas de la vida, nada volverá a ser igual.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...