Siempre presenta al bicho como huérfano. Luego, como pude comprobarlo, te sentará en el salón y ofrecerá esa viruta que parece ser lo único de lo que se alimentan.
Todomeo arrugará el morro.
―Es solo un amigo, bebé. Ya te he dicho que debes aprender a compartir.
De seguro sabes que es la viuda de un sargento de la policía, recordado por su cara de perro y su disciplina. Todas las madrugadas, antes de salir el sol, trotaba por el barrio y, al pasar, dejaba una estela de vapor. Por ello lo conocíamos como el Sargento Locomotora.
Después de comer esa basura, mezcla de harina de pescado y sal, siempre se hace un silencio incómodo, que solo romperá un chillido de Todomeo.
Es apenas el principio de un largo protocolo que, de ser cauto, desembocará en el momento deseado.
―El bebé quiere jugar en los alcornoques ―te dirá refiriéndose al jardín. Lo cargará y llevará en dirección a la puerta trasera.
Y mientras él renguea de un lado a otro, escarba la tierra o trata de alcanzar los limones; ella te contará, en el mismo discurso invariable, su triste historia:
―Fue una verdadera tragedia: el Terry regresó de hacer deporte… hacía poco que el bebé había llegado a nuestras vidas… era Navidad y armamos un árbol precioso… el bebé siempre ha sido muy travieso… uno de los cables… el fuego…
Suspirará. Mirará amorosamente a Todomeo y soltará dos o tres quejidos.
―Dio su vida por él.
Entonces deberás ser cauto. Esperarás hasta que se seque las lágrimas y, solo en ese momento, tomarás con suavidad su mano izquierda.
―Fue muy duro para todos. El bebé todavía está en tratamiento psicológico. A veces, por las noches, se despierta exaltado. Debo mecerlo muy despacio hasta que los dos nos tranquilicemos.
Para cuando Todomeo, cansado, se eche a la sombra del capulí, será necesario que beses su mano. Ojo, solo un pequeño roce.
―¿Tienes sed, mi niño?
En ese momento te precipitarás a la cocina y llenarás dos cántaros. Pero deberás ofrecérselo lentamente, sosteniendo su mirada salvaje. Y si lo llegara a aceptar, puedes respirar tranquilo; incluso sonreír satisfecho y volver inmediatamente junto a ella.
―Se ha encariñado contigo, no a cualquiera le acepta algo, es desconfiadísimo.
Después Todomeo volverá a lo suyo: a saltar, escarbar y chillar como un diablo.
Ella, durante toda esta etapa, hablará de las cualidades del Sargento Locomotora, elevando de vez en cuando la voz:
―¡Por ahí no, bebé; detrás está la calle!
―¡Cuidado te caes, bebé; anda despacio!
Esos minutos parecen eternos pero, finalmente, Todomeo siempre cae exhausto.
Jamás debes intentar cargarlo, o ahí termina todo. Por el contrario, si la sigues a paso lento, verás cómo entra en su habitación y, después de más o menos treinta minutos, saldrá con el rostro reluciente.
A continuación, te invitará a la sala de los sillones de piel de vaca y estanterías repletas con las insignias y trofeos del difunto. Ahí, frente a su retrato de perro que asecha.
Sin embargo, no debes fijarte mucho en ello; llegado a este punto, no es momento de flaquear. Conviene mantener la calma; ella siempre se encarga del resto.
La noche se perderá entre sus gemidos, hasta desvanecerlos en el sueño del amanecer.
¿Existe una gloria mayor? Si el propio Sargento Locomotora, desde su nicho en la pared, contempla todo con una extraña misericordia.
Escúchame, ella nunca se levanta hasta antes de las ocho. Lo que te da tiempo a pasear por las habitaciones, ir a la cocina y preparar café. Si eres rápido, incluso podrías tomar un baño.
Debes confiar en que Todomeo no tendrá una de sus crisis. Es más, lo escucharás deambular por la casa hasta llegar a la puerta y sacudirse gustoso. Vendrá salamero.
Entonces, como dicta la tradición, sucede la venganza al Sargento. Un soberano y lúcido puntapié en las costillas de la alimaña.
Que no te espanten sus chillidos, que no te intimiden sus ladridos. En ese momento, todos estarán hundidos en algún tipo de éxtasis.
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