—Hola
Se limitó a mirar por la ventana como esas típicas chicas que disfrutan haciéndose las difíciles. Eso me animó más.
—¿Cómo te llamas?
—¿Para qué quieres saberlo? —Lo dijo con la voz más aguda del mundo, como el chillido de una cigarra.
—Soy Jhon, viajo desde Tuba.
No respondió, se limitó a sonreír y a acomodarse los senos dentro del escote.
—Es un viaje largo —dije.
De pronto se paró exaltada y atravesó con torpeza el pasillo atiborrado de gente. Decía algo que no pude comprender.
Me quedé atónito cuando se hizo un barullo que creció hasta que parecía reventar las ventanas del autobús.
—¡Es un pervertido!
—¡Cómo se atreve!
Hice lo que algunos animalillos que al presentir peligro se enrollan sobre sí. Luego creí sentir una lluvia de manos agitándose sobre mi espalda, hasta que poco a poco se hizo la calma, como si todos los pasajeros se hubieran dormido.
La línea se detuvo en un viejo restaurante en la penúltima estación, la de Tímbalo. Recordaba intacto el sitio de mi niñez, desde cuando hice ese trayecto con mi padre.
La matrona que lo regentaba parecía de cera, se asemejaba a una escultura inmutable y era apenas perceptible el movimiento de sus labios para gritar los pedidos a una tropa de comadrejas que servía a los comensales bocadillos pastosos y olorosos a comino.
No estaba mal. Sabía a maíz molido y carne. Esa mescolanza de especias fortaleció mi voluntad de continuar con el trayecto, además me llevó a una zona de somnolencia donde por un instante temí hundirme. Imaginé que no acudía al llamado del viejo, quien se quedaba esperándome en su lecho de muerte.
Un zumbido como de un ejército de abejas atravesaba el salón, era el ruido que producía la gente al masticar, al murmurar un dialecto desconocido, eran los estómagos y las cucharas, los pasos de la morena que se paró junto a mi mesa y se sentó.
La humedad de la región había labrado una capa brillante sobre su piel, sus labios y pezones traslucían en un puchero obsceno. Me miró como se mira un pote de refrescante fruta.
No hace falta describir mi nivel de confusión cuando estiró su mano y atrapó la mía como a un pequeño ratón. No tenía palabras, solo después de varios siglos de zumbidos galácticos salió un sonido de mi boca que no se parecía a mi voz.
—¿Qué es lo que quiere?
—No quiero nada —dijo con su voz de cigarra mientras tomaba al ratón y lo llevaba hacia sus pechos. Era como tocar una nube, mis dedos se hundían en una materia helada y volátil. Sus pezones besaban la palma de mi mano como una cría que busca amamantarse.
—De acuerdo, no quiero problemas, solo quiero llegar a Bigú —pero esa voz, que no era la mía, no sonó convincente.
Seguramente por eso, o por una trampa de la vida que besa la muerte, ella se puso de pie y me arrojó una bofetada, tan fuerte que tardé en sentirla. Luego emitió un chillido que atravesó el zumbido general y lo hizo añicos.
Todas esas miradas cargaron sobre mí su odio.
—Señor Conde, ¿está buenito? —dijo uno de esos seres anónimos.
—¡Sinvergüenza! ¡Cómo se atreve!
Intenté defenderme, pero mis razonamientos eran absurdos.
—Es solo un anciano indefenso —dijo otro mientras llevaba a la morena hacia una de las sillas. Ella permanecía agitada, pero de vez en cuando me lanzaba un guiño lascivo.
—¡Qué no están viendo que es una puta! —Lamento haberlo dicho, pero no puedo tolerar las injusticias.
Uno de aquellos seres se acercó, me tomó de la camisa y me dio dos bofetadas, menos dolorosas que la anterior.
—¡Déjenlo! —Dijo la morena con su pitido. —No vale la pena.
—Como usted diga, señor Conde, solo usted tiene tanta misericordia.
Cuando el sol se escondía vi abordar a aquellas gentes y luego vi cómo la máquina se hundía en la selva. Pensé en las manos agitadas de mi padre.
Cada tarde para un autobús. No sé si vuelva a abordarlo, creo que aquí se está bien. Quizá con un poco de suerte hasta logre desatarme.