Mostrando las entradas con la etiqueta Crónica cinematográfica. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Crónica cinematográfica. Mostrar todas las entradas

viernes, 2 de julio de 2021

RECUERDOS DEL CINE: la sala Alfredo Pareja Diezcanseco

Llegué a la Cinemateca Nacional en el 2003 para solicitar una audiencia con el Director Ulises Estrella. Buscaba una entrevista televisiva que, por falta de talento persuasivo, nunca se concretó.

Antes de marcharme me obsequió un libro, Digo, mundo..., dos Cuadernos de la Cinemateca (que aún conservo como tesoros) y acaso el mejor de todos, una invitación.

¡Laura, dale al joven una tarjeta para el evento del miércoles!

Una mujer que tenía un característico mechón blanco y penetrantes ojos verdes, me la entregó.

No comprendía exactamente de qué se trataba; pero la información me llenó de expectativa:

LA CINEMATECA NACIONAL DE LA CASA DE LA CULTURA  Y LA EMBAJADA DE CUBA 
Invitan a la proyección de la película La bella del Alhambra, con la presencia del director Enrique Pineda Barnet.

Había leído, cuando pasaba por la Avenida Patria, la cartelera de la sala de cine sin animarme nunca a asistir. Era la primera vez que ingresaba por esa puerta del edificio de los espejos, hasta un lobby, rodeado de dos o tres fotografías de Alfredo Pareja, Benjamín Carrión y algún otro prócer de la cultura.

Había más gente esperando, sentados en mesas colocadas en la antesala, frente a una pequeña cafetería. Distinguí a Ulises Estrella, pero no me atreví a saludarlo porque conversaba animadamente con un hombre alto y canoso de acento caribeño. 

La película era melodramática y bella. El protagonista, un famoso galán de las telenovelas que veía mi madre y que por primera vez admiré. Me pareció increíble tener la oportunidad de escuchar a la persona que estaba detrás de ese acto de magia. Por eso, cuando se terminó la función, me quedé al conversatorio y, cuando concluyó este ultimo y había poca gente, me acerqué a saludar al cineasta. Uno se siente un poquito más importante al hablar con esas personas. Me dio su correo y cruzamos un par de correspondencias; las mías, empapadas de afectación y acaso de un sentimiento de inferioridad del que todavía no he podido librarme. Me compartió un libro muy bello Arca, nariz y alambre, pero nunca más respondió mis correos.

Yo continúe yendo a la Casa de la Cultura, casi todos los días. Mi madre pensaba que salía a buscar empleo; pero me paseaba por la exposición de pintura de turno, luego iba a la biblioteca y trataba de armar conversación a las universitarias que estaban solas y, más tarde, conversaba con la anciana que vendía cigarrillos en un quiosco a la puerta de la sala de cine. Me sentaba a fumar hasta que era hora de la película.

Mis tardes favoritas eran cuando había la invitación de alguna embajada y brindaban bocaditos y vino. Se establecía una alegre camaradería con otros asiduos y salía embriagado trastabillando hasta mi casa.

La sala Alfredo Pareja se convirtió durante un tiempo de mi vida en mi segundo hogar. Después la reemplacé por la universidad, por un cuerpo húmedo y ahora por los salones de clases, donde a veces trato de emular el recuerdo de esa magia; pero la mayoría de veces solo consigo que mis espectadores se duerman.

jueves, 29 de abril de 2021

RECUERDOS DEL CINE: El encuentro con Batman


Batman nunca fue tan genial como en esos tiempos; no importa que no haya tenido la tecnología actual.

Mi hermana y yo lo admirábamos. Sus figuras salían en cromos, tatuajes que nos pegábamos en los brazos y muñequitos coleccionables que los niños buscaban en medio de las chucherías.

Tenía ocho años cuando lo conocí. Le habíamos rogado por mucho tiempo a papá para que nos llevara a verlo.

Vivíamos muy lejos del centro de la ciudad (de hecho, eso que nosotros llamábamos “centro” era apenas la parte norte de la zona urbana). Era un recorrido que mi padre hacía todos los días; pero que para nosotros representaba una experiencia llena de sorpresas: las ciudadelas, los rótulos comerciales, a lo lejos la larga pista del aeropuerto (que solo conocí cuando décadas más tarde se convirtió en un parque público), el juego de contar pichirilos y, finamente, el peso de la impaciencia.

Una y otra vez: ¿Ya llegamos? Hasta escuchar el anuncio esperado. Los fierros sacudiéndose. Bajar con mucho cuidado. Mi padre en el centro, llevando un niño colgado de cada mano. El parque de la Carolina, con sus vendedores y deportistas, el sol enceguecedor y varias familias refugiándose al pie de los árboles. Un lugar inmenso donde había escuchado que un niño se puede perder; pero esta vez nada nos preocupaba, íbamos con papá a ver a Batman. Orgullosos, saltando de un adoquín a otro.

Mi hermana con un vestido ancho de color celeste, zapatos de charol y una diadema que le decoraba el cabello. Yo, con un overol, buzo y botines. Mi padre, con un pantalón de mezclilla azul, una camiseta con cuello, zapatos negros y lentes. El bolso de mano donde mamá nos había guardado unos plátanos y un termo con colada. Papá, un gigante en el centro, sujetándonos al cruzar la calle hasta llegar al teatro Benalcázar.

El umbral, la boletería. Una señora vendía papel higiénico para el baño y golosinas: canguil, chifles, arroz crocante, chocolates, refrescos, caramelos que no nos atrevimos a pedir, porque ya nos había prevenido que teníamos justo para las entradas; y además estábamos asombrados por los afiches. Un Batman de cartón a tamaño real. El póster negro de donde emergía la señal; el anuncio del peligro que debía enfrentar. Dos villanos a falta de uno.

La sala era un sitio asombroso: techos altísimos, un pasillo central rodeado de asientos y un altar; muy parecido al de la iglesia de mi barrio.

Todos gritamos cuando se hizo la perfecta oscuridad. Seguramente nos aferramos al brazo de papá. Hasta que, de pronto, se encendió el telón y apareció el famoso símbolo de la Warner Bros, que se fundió a un palacio gótico, donde un hombre elegante fumaba. Era el padre de un recién nacido; tan deforme y salvaje que decidieron arrojarlo a la alcantarilla. El Pingüino.

Seguro que durante todo ese tiempo apenas pestañeé. Escenas de acción, edificios enormes, diálogos que hoy herirían las susceptibilidades.

Ese día no solo conocí a Batman; también descubrí el rito de la contemplación cinematográfica que, al contrario de tantas otras cosas de mi vida, nunca perdió la magia.

jueves, 21 de febrero de 2019

DESCUBRIENDO EL CINE I. Mi tía Nora


   Es la primera vez que visito las nuevas instalaciones de la consulta pública de la Cinemateca Nacional Ulises Estrella. Es un lugar sobrio, espacioso y con olor a cables y circuitos eléctricos. Se ha convertido, no podría ser de otra manera, en un lugar de concurrencia para parejas jóvenes que miran encarameladas Pescador, Mejor no hablar de ciertas cosas, entre otras. En ese momento, soy el solitario que se registra en el monitor, programa la película y tarda otro tanto en desenredar los cables de los cuatro audífonos, probármelos uno por uno hasta hallar el más cómodo para ajustar el volumen. No demoré en tomar una decisión sobre qué ver. De hecho, fui exclusivamente por Mi tía Nora.

   Había visto el afiche en la antesala del cine Alfredo Pareja, leí hace años sus datos en el catálogo que elaboró la investigadora Wilma Granda. Se me aparecía como una película enigmática, un poco difícil de abordar, por lo que se debía reservar una condición especialmente melancólica del ánimo para disfrutarla. Un trabajo de arqueología.

   Sin embargo, fue una grata y enriquecedora experiencia. La película muestra una visión social del Quito anterior a los años ochenta. Una familia acomodada en decadencia, con una matriarca que me recordó a la anciana totalitaria de una novela de Agatha Christie; de hecho fue inevitable relacionar el trasfondo de Cita con la muerte con la cinta de Prelorán.

   En ese contexto, Mi tía Nora muestra a través de dos o tres niveles cronolécticos, la trasformación de una sociedad con rezagos aristocráticos a un sistema burgués. La familia Arismendi, con su anciana matrona que representa el poder del linaje; y sus hijos, quienes se enfrentan a una sociedad inhóspita, donde el petróleo y los cargos políticos están sobre las viejas tradiciones.

   Bajo la descomposición espiritual de la tía Nora, yace un sustento argumentativo de tinte sociológico. Los tres hijos, criados para sostener un apellido notable, se ven indefensos frente al nuevo orden: el uno fracasa en su empresa y es despedido, el otro emigra para buscar fortuna en Estados Unidos en la venta de automóviles y, por último, la trama central, que es la indefensa Nora, criada únicamente para rezar y mantener los valores; inutilizada desde niña por su propia madre.

   El personaje narrador, la hermosa Beatriz, representa la ruptura con la tradición. Sin embargo, es posible confirmar que, a pesar de su intento renovador, no logra enmendar el pasado y su fatal consecuencia sobre la tía Nora; por lo que a causa de su natural condición revolucionaria, como reafirmación de la diálectica social como el tema analizado del film, se aparta de su familia tomando como punto de escape el arte, en la personificación del pintor.

   La película tiene varios subtemas; y quizá es uno de sus defectos debilitar o soltar la trama principal que muchas veces se eclipsa  en beneficio de una trama secundaria. Sin embargo, Mi tía Nora logra coherencia textual. 

   Por otro lado, es difícil no conmoverse con los pequeños detalles poéticos que fulguran por doquier. El nivel de humanidad de Nora, su forma de ver el mundo que para ella era la casona, la negación de la realidad a través de la televisión y la religión, las fotografías que acomoda en su armario: su sobrina junto a ella en un momento hermoso e inolvidable, el retrato del hermano embustero que le robó su dinero y la foto del único pretendiente que tuvo y que fue truncado por su madre. La construcción del personaje es un acierto, puesto que tiene una carga psicológica de tipo dostoievskiana, un ser arrojado a una sociedad hostil y aniquiladora.

   Termino de ver Mi tía Nora y tengo nuevos amores. Me encantó la actuación de la actriz principal y me fascinó la belleza y desarrollo de la sobrina. Me pareció estupendo el personaje de la anciana, interpretado por la notable soprano Banca Hauser. Me alegró reconocer algunos rostros que vi en otras películas ecuatorianas como el de la actriz Ana María Miranda y de Alfonso Naranjo, quien también actuó en Dos para el camino. Lo que me deja una sensación de que el cine ecuatoriano sí tiene clásicos.

   Es fácil construir una crítica sobre los errores de una película clásica. Sin embargo, como todo clásico es necesario contextualizar. He leído el artículo La traductora, que es fácil encontrar en el portal de Página 12, donde Mabel Prelorán, cuenta, entre otras cosas, las circuntancias en las que se filmó Mi tía Nora. Concebida durante la convalecencia de los dos gestores en un cuarto de hotel, así como se concibe un hijo, con una infinita vocación por el cine se da a luz una película. Se aprovecharon de los recursos que habían sigo designados para el rodaje de un documental en Otavalo y obtuvieron el apoyo de varios entusiastas, entre ellos Jaime Cuesta.

   Mi tía Nora es una joya olvidada en el cofre de la Cinemateca, basta abrirlo un día de estos y sabremos que como simples amantes del cine o como una de aquellas parejitas que busca aprovechar un rato libre, esta película nos luce muy bien.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...