No fue mi maestro, pero algo me enseñó. Tampoco fuimos amigos, ni vecinos y menos aún colegas. Yo lo conocía, pero él no a mí.
Fue en el lejano 2003, yo tenía 17 años y soñaba con ser famoso. Por ello trabajaba sin sueldo en una productora de televisión. Mi responsabilidad consistía, entre otras cosas, en seleccionar temas, investigar, conseguir testimonios, pautar con los invitados, memorizar, ajustar la cámara, parlotear.
Recuerdo que entrevisté a un destacado cineasta y me esforcé por plasmar el enfoque vendedor que requerían las preguntas: se debía explotar la escena sexual de la película más conocida, esa donde Roxana y el autor se revuelcan en pelotas por el desierto: ¿eran naturales las pelotas, o no?
Así que cuando me refirieron la Cinemateca Nacional, el que preguntó por su director y esperó en un sillón de piel, era un reportero pusilánime que escondía en el bolsillo un huevo podrido.
En ese entonces, apenas tenía apuntado su nombre en la palma de mi mano. Desconocía que aquel hombre entrado en años era un poeta. Qué puede saber de poesía un personaje de televisión.
Permítanme rememorar el ambiente místico de la oficina ubicada en el edificio antiguo de la avenida 6 de diciembre, con sus afiches en la pared y paneles divisorios de madera, olor a papel y a celuloide, con su monje reductor de cabezas.
Le pedí una entrevista, disparé contra él artículos y adjetivos, intenté clavar en su abultado vientre un sustantivo, me colgué de preposiciones, me adverbié. Ulises Estrella, si bien no sonreía, blandía la simpatía propia del veterano, experto en aniquilar la verborrea con un solo verbo, simple, indicativo, afilado.
Me quitó el huevo podrido de las manos y puso en ellas un libro. <<Regresa cuando lo hayas leído>>. Estoy casi seguro que dijo eso, porque ese libro me conjuró: nunca regresé.
Frecuenté la Casa de la Cultura, eso sí, colaboré en la radio, exhumé la biblioteca. Siempre miraba de reojo la casona vieja, la merodeaba, como el que no se atreve a golpear la puerta.
Con el paso del tiempo, aquella productora se disolvió. Me quedé sin ocupación alguna, se derritieron poco a poco mis anhelos farandulezcos, la confianza en mi talento actoral miró atrás y se convirtió en sal. En definitiva, fueron días felices. Leí a Borges y Cortázar, leí los cuentos de Chéjov; de vez en cuando tomé aquel libro amarillo: Digo, mundo… y avanzaba una frase, unas palabras colgadas, alejadas en tiempo y aspiraciones.
Pero sobretodo, por esos días me convertí en un asiduo de las proyecciones de la Cinemateca en la sala Alfredo Pareja.
Yo fui aquel muchacho que sentado en las escaleras a la entrada de la sala, leía El jardín de los senderos que se bifurcan y fumaba durante horas, miraba a las mujeres que vivían unos segundos en mi campo visual y cuando eran las siete entraba a ver una película francesa.
Muchas de aquellas tardes vi pasar a Ulises Estrella. El fundador de la Cinemateca, el poeta tzántzico, el quitólogo, el profesor universitario. Solo o charlando con alguien. Yo me escondía detrás del libro. Una vez lo saludé y su voz serena se perdió puertas adentro.
Ahora recuerdo un texto de su libro: una aguja que rompe el viento, una misiva apelativa que aunque fuera introspección, dialogo con uno mismo, canaliza al lector hasta el cortocircuito final. La voz poética se dirige a un querido acróbata demente (¿el poeta?) y lo insta a utilizar las luces recolectadas de la ciudad como semillas. Véase en una lectura personal: lo colectivo contra lo particular (contra los que así mismos se cultivan y enriquecen), para así aniquilar las dos partes a favor de un mestizaje.
Ulises Estrella perteneció a esa legión de queridos acróbatas dementes, que reflejaban en sus barbas la influencia de la revolución cubana, que componían bombas molotov de palabras. Muchas de ellas permanecen activas, escondidas en mamotretos, esperan el comburente de un lector oxigenado. Pero todas son agujas que rompen el viento y que dejan un aroma nostálgico y perturbador.
El promotor cultural que disparó su pucuna, que tejió una bufanda con el sol, que inauguró la cinefilia en el Ecuador, el maestro universitario de maestros, era un hombre cruzando la avenida Patria.
Cuando renunció a la dirección de la Cinemateca, yo ya daba clases en un colegio. Por lo menos un año había pasado desde la última vez que pisé la sala de cine y otros tantos más de fumarme las tardes en el porche.
La última vez que lo vi, nos cruzamos en la acera. Lo miré un instante y pensé: quizá pronto termine la lectura de su libro, quizá pronto se aclare el universo del punto final. Cuando acabe de leer, si es que es posible hacerlo, podré mirarlo a los ojos y decir algo. Luego quizá también me decida a luchar con aquellos libros infinitos que me esperan en la habitación.