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jueves, 5 de marzo de 2015

TRES VENDEDORES DE EVELIO ROSERO

“La literatura es una mercancía. Como el amor, es un complejo mecanismo de oferta y demanda.”Atribuido a San Juan el Apóstol
El día en que acompañé a Mayra a la Universidad Andina Simón Bolívar, escuché por primera vez el nombre de Evelio Rosero. No solo lo escuché, tomé un freebie, degusté un fragmento de Los ejércitos acompañado de un entusiasta análisis académico. La exposición me mantuvo en vilo, me conmovió el expositor, cuyo nombre de seguro jamás recordaré; su rostro se funde con las preguntas disparatadas y las discusiones bizantinas. Todo, incluso la mano de Mayra debajo de la mesa, está en algún lado de la complicada madeja de la memoria. Ella sobrevivió, yo sobreviví, Evelio Rosero, que hasta ese momento era el nombre de un genial escritor colombiano, también lo hizo.
Me obsesioné, sin haber leído una línea. Probablemente me dejé atraer por el panorama oscuro de la circulación editorial que planteó el expositor: un peso completo absolutamente desconocido en el ring ecuatoriano (¡tuvo que comprar sus novelas en España!). Yo y mi incontrolable atracción por lo marginal o una especie de snob libresco. Soñé los platillos humeantes de la obra de Rosero, casi saboreándolos.
Fue así como varios meses más tarde, caminando por la avenida Corrientes de Buenos Aires, buscaba tres cosas: una mirada cómplice, la certeza de estar vivo y una lista de libros, entre ellos las obras de Evelio Rosero. Creo que no encontré ninguna. Nadie sabía nada, jamás escucharon, ni vieron, ni sintieron. Sentado en un comedor, saboreando a medias un mondongo a la madrileña, pensaba que era mejor sufrir por amor que nunca haber amado.
Dos días antes de mi segundo encuentro con los mercaderes de Evelio Rosero, se anunció el encuentro definitivo: hallé en una famosa librería de Quito dos de sus novelas: Los ejércitos y La carroza de Bolívar.  Utilizando el presupuesto de la semana, logré comprar el segundo de ellos. Cumplí con la ineludible etapa de prelectura, acaricié con fruición sus paratextos, el detalle del supuesto Satanás de El jardín de las delicias que debía aludir al Simón Bolívar devuelto o develado por José Rafael Sañudo, historiador pastuso que vivió entre el siglo XIX y primera mitad del XX, inspiración del antihéroe de la novela, el ginecólogo Justo Pastor Proceso López.
El segundo encuentro se anunció en internet, la famosa librería exhibiría al propio Evelio Rosero en vivo y en directo. No solo eso, también ofrecía la consabida firma de libros. Era una noticia fabulosa que llegó a alumbrar mis gestos grotescos de cada día. Fueron los días previos a mi navidad, dejé a un lado la lectura de Toni Morrison y abrí con determinación La carroza, me tentaban sinopsis que no me atreví a leer. Temblaba y saboreaba el rostro de Simón Bolívar en el monitor. Imaginaba el encuentro con el autor, los pechos almidonados de esos eventos. ¿Y si se me presentaba la oportunidad de hablar con él? Apenas sabía nada, apenas tenía dudas. Fui atraído de forma necia a la almoneda literaria.
Tomamos taxi para llegar con dos minutos de atraso. Por el apuro, pagué de más al taxista. No me detuve a contemplar la imponente fachada de la librería, como otras veces. Mayra me miraba como a un poseso. Me miraba y sonreía. Cruzamos el porche. De seguro ya inició el conversatorio. Ojalá hallemos un buen sitio. Y empuñaba dentro de mi shigra el ejemplar de la editorial TusQuets, mientras pensaba en una pregunta ingeniosa. Saludé al dependiente, que como todos los dependientes de las librerías tenía pinta de hípster, solo para preguntar por el evento del escritor colombiano.
Mayra ojeaba un libro de Umberto Eco, yo contemplaba el desierto de libros con un oasis de sillas vacías y miraba el reloj. Voy a ganar dos asientos antes de que la gente llegue. Al frente estaba dispuesta la mesa oblonga con mantel blanco, las botellas de agua frente a las sillas ministeriales. También había un muestrario de sus libros: Los ejércitos, La carroza de Bolívar, Plegaria por un papa envenenado. Volví a empuñar mi ejemplar y me quedé ahí, mientras Mayra bailaba entre las estanterías. Al otro extremo de la hilera de sillas, un hombre parecido a Santa Claus se mecía nervioso mientras sostenía en sus manos su todavía emplasticado ejemplar.
Evelio Rosero charlaba con un hombre de traje. Descendieron las escaleras, el trajeado sonreía y de vez en cuando daba una palmada al escritor. Se quedaron en el rellano y el rollizo de terno parecía un guía turístico, señalaba una estantería y hablaba. De vez en cuando se movieron los labios de Evelio Rosero, especialmente cuando dio una mirada al público y saludó. Santa Claus desenfundó su libro y se acercó al escritor. A pesar de que hablaron bajo pude escucharlo todo. Es mí turno, dije y también me aproximé. A pesar de que hablamos bajo, incluso el hípster de la caja escuchó y bostezó.
El hombre del traje se miraba las uñas y sonreía, era un escritor de novelas históricas y de algún modo regentaba la famosa cadena de librerías. Dio por iniciado el conversatorio contando una anécdota de cuando visitó Bogotá. Para ese entonces, ya se había conformado el panel: Mayra a mi lado y tres personas más, incluido Santa Claus, un hombre alto que preguntó por el papel de Manuela Saenz en la novela, una editora que se largó a debatir con el moderador sobre las estrategias de marketing editorial y que quería saber si el escritor colombiano elegía las portada de sus libros. Santa Claus carraspeó, el moderador de traje habló sobre las dificultades que se le presentaban al momento de vender sus obras, el mercado editorial colombiano y ecuatoriano, sobre las traducciones. Evelio Rosero casi no habló, qué podía haber dicho yo.
Utilicé los escasos minutos que me dejaba el trabajo y le robé un tiempo extra al sueño para leer en pocos días el libro. En la hoja de respeto está escrito: Para Aníbal con un abrazo, su amigo de siempre. El resto es un universo fantástico, que produce una sensación de encantamiento, similar a la que sentí cuando leí Ferdidurke, A sangre fría, Los detectives salvajes, aunque no tienen nada que ver. Tiene que ver con Pasto y con el doctor Justo Pastor Proceso, un ginécologo que tejía en sus tiempos libres una biografía de Simón Bolívar. El conflicto radica en que utiliza la madeja prohibida. En esta biografía, inspirada por el estudio del histórico-historiador Sañudo, pretende develar la realidad tras el “mal llamado libertador”. La cotidianidad del doctor Proceso se ve abocada por este designio cuando tiene la oportunidad de preparar una carroza que presentará por las calles de Pasto con motivo de los carnavales, donde desenmascarará la verdad histórica del padre de la patria. Decide empeñar su fortuna y su respetabilidad con este fin. El doctor Proceso se apropia de su realidad, del contexto hostil, de la hipocresía conyugal, de la crueldad social encarnada en fanatismo, se convierte en diana de un grupo de universitarios cuya revolución consiste en idolatrar a Marx, a Lenin, a Mao Tse Tung y escarnear, humillar y si es preciso eliminar al traidor Trotski, a lo que destiña ápices de capitalismo, imperialismo y, por su puesto, a los profanadores como el Doctor Proceso.
Esta atmósfera que me resultó muy familiar, pero más literaria y por lo tanto más cohesiva y coherente, es el detonante que lleva al antihéroe a mancillar su encarcelamiento cotidiano con la libertad del amor de la infancia, la Negra Naranja, famosa prostituta de Pasto; la viuda Chila Chávez, huérfana del amor como él; la devota Alcira Sarasti; pues parece que en el carnaval de Pasto todo es posible, incluso la última oportunidad con su mujer, la despampanante Primavera Pinzón. El encumbramiento del antihéroe a un verdadero héroe y del mítico Bolívar a un pedófilo, cobarde y egocentrista.
En el centro mismo de la novela, que es la célula revolucionaria de estudiantes universitarios, aparece la figura del poeta Puelles, quien debe ocultar sus aficiones intelectuales a sus camaradas para no ser castigado por burgués. Renegando de la misión designada, trata de alertar al doctor Proceso de lo que se le viene encima, otro glorioso ajusticiamiento como aquel que disparó contra un policía de Bogotá o, en el mejor de los casos, la tunda que cayó sobre el catedrático Arcaín Chivo, amigo de Proceso, por pretender ensuciar el nombre del padre de la patria.
Novela llena de testimonios de la realidad más fieles que los reales, novela que se apropia de Pasto para transformarlo en el fortín de la embriaguez, novela que se burla del amor y lo sodomiza, todo ello quizá sin pretenderlo, con la sola misión de sacarse esa espina de pescado que supura, sobre todo durante las noches.
Así se completa la trilogía de comerciantes de Evelio Rosero, desde aquel instante en la Universidad Andina, cuando me colé a una charla de literatura latinoaméricana, a la tarde en que estreché la mano del escritor en la famosa librería donde ya jamás habrá estanterías con mi nombre. Luego leí su novela, para transformarme por obra y gracia de la escritura en el tercer mercader. Pero la carroza de Bolívar sigue imperturbable, escondida por los artesanos pastusos y el Cangrejito Arbeláez, y es como la literatura: después de que sus ruedas paseen por las callejuelas de la vida, nada volverá a ser igual.

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       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...