martes, 30 de abril de 2019

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER




   
   Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la traición y la buena suerte.

   Por lo demás, el gobierno de Todomeo no se diferenció mucho de cuantos registra la historia.
   

   Las mismas familias, aliadas, mantenían secuestrada la riqueza; mientras que las grandes mayorías se reproducían entre la miseria.
   El primer ministro del gobierno era un muchachito que con las justas llegaba a los dieciseis, hijo de uno de los hombres más poderosos. Lo llamaban Alonso, aunque su verdadero nombre era Nicasio Travel. Alonso odiaba a Todomeo en silencio.

   Era el encargado de expurgarlo, de cepillar cada mañana su lomo y limpiarle las legañas que ya para entonces, a causa de su edad, proliferaban. También tenía como deber que nadie, absolutamente nadie, vea sus porquerías desperdigadas por el salón amarillo.

   Alonso llevaba a cabo esta tarea con saña. Dejaba que el gobernante sufriera urticarias a causa del hervidero de pulgas, lo acicalaba con el cepillo de limpiar la chimenea y dejaba que las legañas le chorrearan en un río nauseabundo hasta el pescuezo. Luego, cuando debía mostrarse en público para la inauguración de un molino o de la primera red del telégrafo, lo limpiaba detenidamente con creso y le colocaba un ridículo tocado entre las orejas.

   Fue así como Todomeo empezó a mostrar públicamente una manifiesta antipatía hacia Alonso. Gruñía apenas cruzaba la puerta, le destrozaba las bastas de los pantalones y, en general, lo evitaba encerrándose en su aposento.


   La gente enloquecía cuando Todomeo, montado en su carruaje abierto, atravesaba las calles hediondas de la capital. Las mujeres descubrían atroces deseos, los hombres lo veían como símbolo inequívoco de nuevos tiempos, más democráticos, donde los sueños podían cumplirse. Algunos niños lo temían, otros le tenían gracia y hubieran querido apachurrarlo entre sus huesudos bracitos.

   Si había algo de lo que sentirse orgulloso, era de Todomeo. Requerido y aclamado, fundando aberrantes fanatismos y detractores a nivel mundial. Elevando la algarabía de las modas animalistas y el rechazo contundente de los positivistas.

   De alguna manera, en lo político, la era de Todomeo se cifra en una arrebatada “conciencia” política nunca vista en esa pobre nación.


   Cierta ocasión, Todomeo viajó al Congreso Internacional de Repúblicas Alienadas en la Mansedumbre (CIRAM) a realizarse en la insular patria de Peto el Bárbaro. Desde que se embarcaron en el viaje, Alonso no dejó de sonreír. Una sonrisa más animal que el propio gobernante. Ya en sus entrañas había orquestado el fin.

   El congreso, como no podía ser de otra forma, fue muy aburrido. Sin embargo, como siempre ocurría, Todomeo causó sensación. Enrollado, como lo hacen las bestias comunes, escondía el morro entre las patas. Frustrado, imposibilitado para denunciar a su ministro, emitía de vez en cuando algún chillido.

   La más encantada fue la princesa de Autraleón, quien no pudo resistir por dos ocasiones el deseo de arrullarlo contra su prominente pecho y balancearlo por el salón real de Pretonia.

   A la hora de la cena, cuando el maître degollaba a la vista de todos un pequeño becerro, Alonso gritó a viva voz:

   ―¡Se ríe! ¡Se ríe! ¡Todomeo se ríe!

   A través de todas las miradas de sedas multicolores, de los gritos de asombro multiintrumentales, de los tintineos de oro sólido, continúo gritando:

   ―¡Se ríe! ¡Miró el becerro y no pudo contener la risa!

   ―No puede ser ―dijo en mantruco la reina de Po.
   Todos se acercaron. Efectivamente, Todomeo esbozaba una mueca horrenda, como si fuera a morder a alguien.

   ―Nos ha estado engañando, ¡es más humano que Guliver!

   Tuvieron que llamar a la guardia para evitar que los aristócratas lo linchen.

   El anfitrión declaró:

   ―Ahora solo negociaremos con Alonso; de él por lo menos sabemos qué esperar.

   Entonces le calzaron una corona de jade y pusieron la capa de lienzo fino.

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   Meses más tarde, Todomeo olisqueaba en el basurero de Trantes y mordisqueaba un cuerpo descompuesto.

   Una dama de la localidad, buena samaritana, se apiadó de él; lo llevó a su casa y adoptó como marido.

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