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viernes, 2 de julio de 2021

RECUERDOS DEL CINE: la sala Alfredo Pareja Diezcanseco

Llegué a la Cinemateca Nacional en el 2003 para solicitar una audiencia con el Director Ulises Estrella. Buscaba una entrevista televisiva que, por falta de talento persuasivo, nunca se concretó.

Antes de marcharme me obsequió un libro, Digo, mundo..., dos Cuadernos de la Cinemateca (que aún conservo como tesoros) y acaso el mejor de todos, una invitación.

¡Laura, dale al joven una tarjeta para el evento del miércoles!

Una mujer que tenía un característico mechón blanco y penetrantes ojos verdes, me la entregó.

No comprendía exactamente de qué se trataba; pero la información me llenó de expectativa:

LA CINEMATECA NACIONAL DE LA CASA DE LA CULTURA  Y LA EMBAJADA DE CUBA 
Invitan a la proyección de la película La bella del Alhambra, con la presencia del director Enrique Pineda Barnet.

Había leído, cuando pasaba por la Avenida Patria, la cartelera de la sala de cine sin animarme nunca a asistir. Era la primera vez que ingresaba por esa puerta del edificio de los espejos, hasta un lobby, rodeado de dos o tres fotografías de Alfredo Pareja, Benjamín Carrión y algún otro prócer de la cultura.

Había más gente esperando, sentados en mesas colocadas en la antesala, frente a una pequeña cafetería. Distinguí a Ulises Estrella, pero no me atreví a saludarlo porque conversaba animadamente con un hombre alto y canoso de acento caribeño. 

La película era melodramática y bella. El protagonista, un famoso galán de las telenovelas que veía mi madre y que por primera vez admiré. Me pareció increíble tener la oportunidad de escuchar a la persona que estaba detrás de ese acto de magia. Por eso, cuando se terminó la función, me quedé al conversatorio y, cuando concluyó este ultimo y había poca gente, me acerqué a saludar al cineasta. Uno se siente un poquito más importante al hablar con esas personas. Me dio su correo y cruzamos un par de correspondencias; las mías, empapadas de afectación y acaso de un sentimiento de inferioridad del que todavía no he podido librarme. Me compartió un libro muy bello Arca, nariz y alambre, pero nunca más respondió mis correos.

Yo continúe yendo a la Casa de la Cultura, casi todos los días. Mi madre pensaba que salía a buscar empleo; pero me paseaba por la exposición de pintura de turno, luego iba a la biblioteca y trataba de armar conversación a las universitarias que estaban solas y, más tarde, conversaba con la anciana que vendía cigarrillos en un quiosco a la puerta de la sala de cine. Me sentaba a fumar hasta que era hora de la película.

Mis tardes favoritas eran cuando había la invitación de alguna embajada y brindaban bocaditos y vino. Se establecía una alegre camaradería con otros asiduos y salía embriagado trastabillando hasta mi casa.

La sala Alfredo Pareja se convirtió durante un tiempo de mi vida en mi segundo hogar. Después la reemplacé por la universidad, por un cuerpo húmedo y ahora por los salones de clases, donde a veces trato de emular el recuerdo de esa magia; pero la mayoría de veces solo consigo que mis espectadores se duerman.

jueves, 29 de abril de 2021

RECUERDOS DEL CINE: El encuentro con Batman


Batman nunca fue tan genial como en esos tiempos; no importa que no haya tenido la tecnología actual.

Mi hermana y yo lo admirábamos. Sus figuras salían en cromos, tatuajes que nos pegábamos en los brazos y muñequitos coleccionables que los niños buscaban en medio de las chucherías.

Tenía ocho años cuando lo conocí. Le habíamos rogado por mucho tiempo a papá para que nos llevara a verlo.

Vivíamos muy lejos del centro de la ciudad (de hecho, eso que nosotros llamábamos “centro” era apenas la parte norte de la zona urbana). Era un recorrido que mi padre hacía todos los días; pero que para nosotros representaba una experiencia llena de sorpresas: las ciudadelas, los rótulos comerciales, a lo lejos la larga pista del aeropuerto (que solo conocí cuando décadas más tarde se convirtió en un parque público), el juego de contar pichirilos y, finamente, el peso de la impaciencia.

Una y otra vez: ¿Ya llegamos? Hasta escuchar el anuncio esperado. Los fierros sacudiéndose. Bajar con mucho cuidado. Mi padre en el centro, llevando un niño colgado de cada mano. El parque de la Carolina, con sus vendedores y deportistas, el sol enceguecedor y varias familias refugiándose al pie de los árboles. Un lugar inmenso donde había escuchado que un niño se puede perder; pero esta vez nada nos preocupaba, íbamos con papá a ver a Batman. Orgullosos, saltando de un adoquín a otro.

Mi hermana con un vestido ancho de color celeste, zapatos de charol y una diadema que le decoraba el cabello. Yo, con un overol, buzo y botines. Mi padre, con un pantalón de mezclilla azul, una camiseta con cuello, zapatos negros y lentes. El bolso de mano donde mamá nos había guardado unos plátanos y un termo con colada. Papá, un gigante en el centro, sujetándonos al cruzar la calle hasta llegar al teatro Benalcázar.

El umbral, la boletería. Una señora vendía papel higiénico para el baño y golosinas: canguil, chifles, arroz crocante, chocolates, refrescos, caramelos que no nos atrevimos a pedir, porque ya nos había prevenido que teníamos justo para las entradas; y además estábamos asombrados por los afiches. Un Batman de cartón a tamaño real. El póster negro de donde emergía la señal; el anuncio del peligro que debía enfrentar. Dos villanos a falta de uno.

La sala era un sitio asombroso: techos altísimos, un pasillo central rodeado de asientos y un altar; muy parecido al de la iglesia de mi barrio.

Todos gritamos cuando se hizo la perfecta oscuridad. Seguramente nos aferramos al brazo de papá. Hasta que, de pronto, se encendió el telón y apareció el famoso símbolo de la Warner Bros, que se fundió a un palacio gótico, donde un hombre elegante fumaba. Era el padre de un recién nacido; tan deforme y salvaje que decidieron arrojarlo a la alcantarilla. El Pingüino.

Seguro que durante todo ese tiempo apenas pestañeé. Escenas de acción, edificios enormes, diálogos que hoy herirían las susceptibilidades.

Ese día no solo conocí a Batman; también descubrí el rito de la contemplación cinematográfica que, al contrario de tantas otras cosas de mi vida, nunca perdió la magia.

sábado, 17 de abril de 2021

RECUERDOS DE MANABÍ: La casa de Horacio


Llegué sin querer a Portoviejo; como quien dice, llevado por el viento. Vendía poemitas para pagar el hospedaje, las bielas y la comida. Llegué contando las monedas a un hotel de madera, que crujía enterito cuando la guardiana, una vieja montuvia, daba un paso.

Desde la ventana del cuarto se veía la calle principal; el cielo me enceguecía. Hacía más calor que afuera. Las muchachas y los viejos sudaban, mientras se ocupaban de sus propias preocupaciones. Se escuchaba el sonido de mercaderes, risas y llantos; y, mientras la tarde iba cayendo, un aroma a pan y caña inundaba el ambiente.

-¡Aquí no hay mucho para hacer, niño! -dijo la vieja montuvia. -Pero sí puede conocer la casa del Poeta.

¿Quién dice que nadie es profeta en su tierra? Horacio, un anciano más alto de lo que imaginé, había sido docente, editor, historiador y teórico literario de Manabí; en su Casa recibió a Demetrio Aguilera Malta, Nelson Estupiñán Bass y a Benjamín Carrión, entre otros.

Llegué en noche de fiesta. Al ritmo de un bandoneón, una pareja se desplazaba entre las mesas dibujando figuras. Miradas apasionadas y labios al borde del beso. Aplausos, bocanadas de vino. Era el lanzamiento de la traducción al francés de su último poemario.

Me injerté en medio de la alegría y también bebí. Era inevitable que la gente se incomodara con mi presencia; todos eran amigos, gente notable de Portoviejo, y yo un sujeto con una camisa vieja. 

Cuando fue propicio y la música había acabado; cuando los discursos fueron apagados por la ovaciones y estas últimas naufragaron entre la risa de los grillos, me acerqué.

-La recuerdo perfectamente; era una muchacha brillante -me dijo.

Le resumí veinticinco años en unas pocas palabras. No tardé mucho en obsequiarle uno de los folletitos que yo mismo había armado, donde constaban mis lamentables versos, pero que en ese entonces ya había desgastado en el oído de los transeúntes, de los bañistas, de los estibadores y en un eufórico rito religioso que había llenado una plaza en Manta.

Él, acaso por reciprocidad, fue a buscar uno de sus libros, un compendio de memorias, poemas y fotografías, que me autografió, antes de invitarme a que lo acompañara a una de las mesas.

-Es un joven poeta, quiteño-manabita. -Me presentó. Lo recuerdo cansado; se frotaba el rostro y masajeaba los ojos vidriosos, sonreía al grupo que hablaba sobre política. Alguien soltó un chascarrillo y me alcanzó una explosión de carcajadas.

No podía quedarme mucho tiempo; era hora pico en la noche de cualquier ciudad. Estaba envalentonado y de tanto repetirlo ya me sabía de memoria mis propios lamentos. Pero esa vez hice algo diferente; en el primer lugar donde me permitieron declamar, leí un poema de Horacio, el que salió al azar; uno donde los potros se lamían la ternura. Estaba decidido; mordí un par de lóbulos y vendí casi toda la mercancía. La noche parecía larga; la vida también.

Años más tarde, vi la tristeza en los ojos de mi madre cuando le mostré el diario que anunciaba la muerte de su viejo amigo.

sábado, 2 de enero de 2021

EL CONVERSADOR

Podría decir algo esta página

si me propongo hablar sobre él:

siempre lo imaginaba en el interior de aquel café;

por eso me desviaba hacia la avenida Juan León Mera

ya que cuando me distinguía a través de los cristales

giraba la mariposa del recuerdo 

para que su existencia se derramara sobre mí

inundándome cuadras enteras.

Eso era peligroso porque no sé nadar 

y me cansaba de las brazadas que debía dar entre sus historias

acerca de una ciudad que jamás conocí.

Sonreía y su voz se perdía a lo largo de la canaleta.

Por eso, al imaginarlo por ahí, fingía apuro;

ya que siempre aparecía como el anuncio de un diluvio.


Hoy, después de tanto olvido,

lo encontré por primera vez en otro sitio.

La misma sonrisa

pero un inaudito silencio.

Leí tres veces su nombre y cerré el diario

consolándome al pensar que si algún día termina la peste 

detrás de la cual se marchó hablando necedades,

no tendría sentido recorrer la ciudad más que lo imprescindible.

Todo, hasta lo más horrible, esconde algún designio 

―me repetía, intentando comprenderlo.

martes, 5 de mayo de 2020

MIS MAESTROS 2

  Era un poeta laureado y cosmopolita. Había escuchado sobre él mucho antes de saborear su nombre desde los labios de Andrea. Pero yo, al ser discípulo del escritor Huilo Ruales, me negaba a aceptar que podía existir una obra mejor que Maldeojo.
   Luego en la universidad recordé las referencias de mi antigua compañera de bacanal, al ver ingresar al maestro al salón de clases.
   Miraba como un águila. Pero no se interesaba por otras presas que no fueran las muchachas carnosas que colgaban como duraznos por ahí.
   Sin duda era brillante; citaba de memoria las primeras líneas de algunas novelas que yo había querido leer durante aquellos años y quizá nunca lo hice. No solo eso, era un pensador cínico que no dejaba de gotear cierta ternura.
   Otro defecto suyo es que amaba caprichosamente. Por eso no soltaba a Borges de sus discursos amatorios, negándose a aceptar con pudor su evidente asexualidad. Y cuando analizábamos la literatura hispanoamericana se atascaba en la sensualidad de doña Bárbara.
   Sin duda, se lo juzgaba por malgastar las horas de cátedra en estas digresiones eróticas. Así como por un solemne narcisismo que lo llevó a narrar, con no menos intensidad que en sus mejores poemas, la historia de un amor imposible que lo había sumido en un abismo rimbaudiano.
   Recuerdo que un día vencí mi cobardía y le di un texto mío para que lo leyera. No estoy seguro de que en verdad lo haya hecho porque cuando me acerqué zalamero me dijo que le gustaban mi tono, ya que no era romántico o hablaba solo de amor como lo hacían mis condiscípulos.
   Me sentí defraudado de mí mismo. Yo sí me consideraba un poeta romántico. Pensaba: ojalá yo no fuera un seudopoetiso desamorado. Quería ser un amador profesional; amar como él amó la literatura y amó el amor y se amó así mismo. Amar desde la altura de una sensibilidad auténtica y universal como la suya.
   Tiempo después, llegó calvo y todos pensaron que estaba enfermo. En un autoamador como él resultaba increíble otra razón para tal vileza. Y quizá como pensaron que se iba a morir le hicieron un homenaje con algunos invitados de primera, amigos suyos de la crema y nata de la literatura nacional.
   Quiero terminar esta remembranza analizando el siguiente axioma que acaba de venir a mi mente: "solo podemos identificar a un auténtico maestro en función de un efectivo y verificable, aunque sea mínimo, intercambio epistemológico con su alumno". 
   Esta terrible frase se ejemplifica con la siguiente anécdota: tengo a bien jactarme de que gracias a mi sugerencia vimos una película que le encantó, Viva México de Eisenstein. Lo que elevó su pasión por el mentado país durante varias semanas; tanto que incluso escribió un poema sobre el tema.
   Como un niño entusiasmado por un nuevo juguete, se dejaba emocionar por el motivo poético de otro poeta.
   En conclusión, es uno de los pocos maestros auténticos que he tenido.

jueves, 21 de febrero de 2019

DESCUBRIENDO EL CINE I. Mi tía Nora


   Es la primera vez que visito las nuevas instalaciones de la consulta pública de la Cinemateca Nacional Ulises Estrella. Es un lugar sobrio, espacioso y con olor a cables y circuitos eléctricos. Se ha convertido, no podría ser de otra manera, en un lugar de concurrencia para parejas jóvenes que miran encarameladas Pescador, Mejor no hablar de ciertas cosas, entre otras. En ese momento, soy el solitario que se registra en el monitor, programa la película y tarda otro tanto en desenredar los cables de los cuatro audífonos, probármelos uno por uno hasta hallar el más cómodo para ajustar el volumen. No demoré en tomar una decisión sobre qué ver. De hecho, fui exclusivamente por Mi tía Nora.

   Había visto el afiche en la antesala del cine Alfredo Pareja, leí hace años sus datos en el catálogo que elaboró la investigadora Wilma Granda. Se me aparecía como una película enigmática, un poco difícil de abordar, por lo que se debía reservar una condición especialmente melancólica del ánimo para disfrutarla. Un trabajo de arqueología.

   Sin embargo, fue una grata y enriquecedora experiencia. La película muestra una visión social del Quito anterior a los años ochenta. Una familia acomodada en decadencia, con una matriarca que me recordó a la anciana totalitaria de una novela de Agatha Christie; de hecho fue inevitable relacionar el trasfondo de Cita con la muerte con la cinta de Prelorán.

   En ese contexto, Mi tía Nora muestra a través de dos o tres niveles cronolécticos, la trasformación de una sociedad con rezagos aristocráticos a un sistema burgués. La familia Arismendi, con su anciana matrona que representa el poder del linaje; y sus hijos, quienes se enfrentan a una sociedad inhóspita, donde el petróleo y los cargos políticos están sobre las viejas tradiciones.

   Bajo la descomposición espiritual de la tía Nora, yace un sustento argumentativo de tinte sociológico. Los tres hijos, criados para sostener un apellido notable, se ven indefensos frente al nuevo orden: el uno fracasa en su empresa y es despedido, el otro emigra para buscar fortuna en Estados Unidos en la venta de automóviles y, por último, la trama central, que es la indefensa Nora, criada únicamente para rezar y mantener los valores; inutilizada desde niña por su propia madre.

   El personaje narrador, la hermosa Beatriz, representa la ruptura con la tradición. Sin embargo, es posible confirmar que, a pesar de su intento renovador, no logra enmendar el pasado y su fatal consecuencia sobre la tía Nora; por lo que a causa de su natural condición revolucionaria, como reafirmación de la diálectica social como el tema analizado del film, se aparta de su familia tomando como punto de escape el arte, en la personificación del pintor.

   La película tiene varios subtemas; y quizá es uno de sus defectos debilitar o soltar la trama principal que muchas veces se eclipsa  en beneficio de una trama secundaria. Sin embargo, Mi tía Nora logra coherencia textual. 

   Por otro lado, es difícil no conmoverse con los pequeños detalles poéticos que fulguran por doquier. El nivel de humanidad de Nora, su forma de ver el mundo que para ella era la casona, la negación de la realidad a través de la televisión y la religión, las fotografías que acomoda en su armario: su sobrina junto a ella en un momento hermoso e inolvidable, el retrato del hermano embustero que le robó su dinero y la foto del único pretendiente que tuvo y que fue truncado por su madre. La construcción del personaje es un acierto, puesto que tiene una carga psicológica de tipo dostoievskiana, un ser arrojado a una sociedad hostil y aniquiladora.

   Termino de ver Mi tía Nora y tengo nuevos amores. Me encantó la actuación de la actriz principal y me fascinó la belleza y desarrollo de la sobrina. Me pareció estupendo el personaje de la anciana, interpretado por la notable soprano Banca Hauser. Me alegró reconocer algunos rostros que vi en otras películas ecuatorianas como el de la actriz Ana María Miranda y de Alfonso Naranjo, quien también actuó en Dos para el camino. Lo que me deja una sensación de que el cine ecuatoriano sí tiene clásicos.

   Es fácil construir una crítica sobre los errores de una película clásica. Sin embargo, como todo clásico es necesario contextualizar. He leído el artículo La traductora, que es fácil encontrar en el portal de Página 12, donde Mabel Prelorán, cuenta, entre otras cosas, las circuntancias en las que se filmó Mi tía Nora. Concebida durante la convalecencia de los dos gestores en un cuarto de hotel, así como se concibe un hijo, con una infinita vocación por el cine se da a luz una película. Se aprovecharon de los recursos que habían sigo designados para el rodaje de un documental en Otavalo y obtuvieron el apoyo de varios entusiastas, entre ellos Jaime Cuesta.

   Mi tía Nora es una joya olvidada en el cofre de la Cinemateca, basta abrirlo un día de estos y sabremos que como simples amantes del cine o como una de aquellas parejitas que busca aprovechar un rato libre, esta película nos luce muy bien.

lunes, 10 de diciembre de 2018

MI ÚNICO ÉXITO CINEMATOGRÁFICO



   Durante mi último semestre en la universidad, cursé la asignatura de Culturas Kichwas. El docente se tomaba muy a pecho eso de que no se aprende una cultura sino es a través de la lengua. Porque la cátedra estaba direccionada únicamente a su gramática y vocabulario.

   Cada semana Adrianka, un hombre maduro y calvo como la luna, ingresaba militarmente al salón de clase, pedía la bolsa llena de papelitos, sacaba los nombres de los afortunados y los hacía pasar uno a uno a la pizarra para humillarlos con la lección que consistía en una serie de preguntas en kichwa que debían ser prolíficamente respondidas.

   No estoy seguro de que ese método pedagógico haya formado nuevos hablantes de la lengua aborigen. Lo que sí recuerdo es que desde antes de iniciado el último semestre, debías acostumbrarte a la desventaja de las estadísticas, a la idea de que probablemente formarías parte de ese 99% de estudiantes que se quedaba a supletorio; o que de pano, podías sumar las filas del 60 o 70% que arrastraría la materia.

   Yo también llevé mi cuota frente a la pizarra; sobre todo por mi voluntariosa incapacidad con otras lenguas y por la antipatía que me generaban esas aciagas horas. No quedaba más que la resignación.

   Sin embargo, no todo sale como uno cree y el mío debe ser un caso a registrarse en los anales de los sucesos extraordinarios.

   El último trabajo consistía en grabar una conversación en video. Puse en ello mi último aliento. Junto con mis compañeros preparamos todo para viajar a Otavalo, vestirnos con ponchos y alpargatas para grabar la representación de una oscura leyenda centroamericana adaptada al contexto de Quinchuquí Alto.

   Fue una bella experiencia. Durante cualquier rodaje, por más sencillo que sea, inevitablemente me siento Marcello Mastroianni. Además, a pesar de las dificultades con los diálogos, del tiempo o voluntad limitada de los compañeros, pudimos, no solo obtener un material en bruto con el que se podía cumplir con las expectativas de un trabajo aceptable, sino que compartimos con una familia indígena que nos brindó su cariño, un plato de crema de haba y un cuenco de granos tostados; incluso una cama si es que decidíamos pasar la noche ahí.

   Recuerdo el viento pegándome el poncho, el campo para sembrar maíz y la sensación de estar en un sitio donde sería bello vivir. Ahí todos los niños, mujeres, hombres y ancianos que transitaban eran seres alados.

   El video salvó mi materia. Me imagino al profesor Adrianka pasando de la pereza al asombro y del asombro a la risa por nuestras lamentables actuaciones, por tantas reiteraciones absurdas, puesto que tuve que extender a diez minutos un material que con las justas podría salvarse en dos.

   Nada de ello me impidió subir ese cortometraje a mi cuenta de youtube. Las tres o cuatro visitas por mes se empezaron a disparar a decenas de visitas diarias, ni los subtítulos y acotaciones de índole educativo que agregué disuadieron las condenas y dislikes. Cuando empecé a recibir comentarios burlescos, decidí ocultar el video para siempre.

   ¡Ciegos y advenedizos!, nunca podrían entender que acaso nada me refleja más desnudo y completo.

lunes, 22 de octubre de 2018

EL CERDO


    —Deberías agradecer que no te hundo —dijo el Cerdo mientras hacía tintinear todo el oro de su cuello. La Institución te brindó una oportunidad y vos no supiste aprovechar. Acá tengo las pruebas. Estoy seguro que te darán por lo menos cinco años —continuó mientras chocaba el enchapado de su zapato contra el mármol impoluto de la Administración. Se ha seguido el debido proceso. Eres todavía joven; hazle un favor a la Institución y háztelo vos mismo —aconsejó detrás de sus anteojos dorados, hurgándose la nariz con su dedo repleto de anillos. Yo tengo autoridad para joderte. Puedo hacerte mierda en un plisplás —explicó, frotando las posaderas contra su trono. Entonces vos decides, firmas o ahora mismo conjuro con mi pluma a la Justicia —sentenció el Cerdo. Yo no me ando con tonterías; averigua quién fue Sir Tomatón Bruchlonclown Mamón y sabrás cómo fui formado —aclaró con movimientos plácidos; masturbándose la lengua, el dedo, la espalda (y hasta el alma) con sus palabras. Cuento hasta cinco; si no agarras el bolígrafo, sabrás lo que es bueno. Muy bien. Por fin tomaste conciencia, por fin te llega el entendimiento —dijo satisfecho, tomando la hoja y colocándola sobre el legajo.

      Santo Cerdo, apenas sonriente, completamente mítico. Todavía te veo desde mi acolchado sepulcro: detrás del marco de la ventana, eclipsando el día.

viernes, 28 de septiembre de 2018

EMPLEARSE

1.


-Déjeme ver... Sí... Muy bien... Más de dos años en el colegio Búlgaro, casi tres en el Verde... Debe saber que el trabajo en esta institución es muy demandante. Usted dará clases de primero de básica a tercero de bachillerato. Pero tenga en cuenta que somos una institución pequeña; en la mayoría de aulas tenemos uno o dos alumnos. 


-Ya veo.


-Por otro lado, la Unidad Educativa Pajaritos a Volar utiliza la metodología Cheese que es una nueva forma de concebir la educación. Fue desarrollada por nuestro rector y fundador, Doctor Remigio Quevedo. Usted solo siga los textos escolares y ya tiene resuelta la mitad de su trabajo.

-Bien...

-Finalmente, trabajamos con prestación de servicios profesionales. Docientos dólares mensuales. ¿Qué opina de empezar ahora mismo?


2.

-Señor, el Doctor está en hora de almuerzo.

-Quizá hay un error, el señor vicerrector me dijo que me podía atender hasta la una. Son las doce y catorce. Tomé taxi para llegar lo más pronto posible.

-Lo lamento, ya salió a almorzar. Pero me dice que deje nomás su carpeta que ya le han de llamar si lo seleccionan. Cualquier cosita le estaré comunicando.


3.

-¿Es usted el profesor con el que hablé ayer por teléfono?


-Sí, el mismo; mucho gusto. Aquí está mi hoja de vida.

-Verá, no le voy a hacer perder el tiempo. Si hubiera sabido que tenía el pelo largo no lo hubiera hecho venir. Disculpará nomás. La institución tiene la política de no contratar profesores fachosos. Sabrá entender...


4.

-Se acostumbrará. ¿Ha trabajado con adaptaciones curriculares?


-Pues sí; aunque, para ser honesto, no tengo tanta experiencia en ello.

-Pues aquí aprenderá. Este es el colegio de la inclusión, educamos con asertividad y nuestro lema es "mantener la estabilidad emocional".

-Suena interesante.

-Voy a ser sincero con usted. En esta institución tenemos muchísimos casos de adaptaciones; el ochenta por ciento de nuestra población estudiantil sufre de alguna condición especial: trastorno de identidad disociativo, esquizofrenia, mutismo selectivo, dislexia, trastorno obsesivo compulsivo, síndrome de lima, trastorno antisocial de la personalidad y muchos otros más. Los maestros que trabajan con nosotros son héroes. Ahora, míreme y responda, ¿quiere usted ser un héroe?


5. 


-Disculpe, señor; en la Unidad Educativa Santa María de la Divida Gracia y Perpetuo Socorro, la planta docente está íntegramente conformada por mujeres. Es usted un hombre joven y queremos evitar cualquier problema.



6.

-Verá, le puedo esperar hasta el martes. Hágase un préstamo y esos cuatro mil dólares los recupera en unos meses con su sueldo asegurado en el colegio municipal de su preferencia. Si quiere le muestro ahora mismo el catálogo y lo deja separando con una pequeña cuota.


7. 

-Esta es una fundación sin fines de lucro. Trabajamos con niños y niñas vulnerables. El horario es bastante extendido. Hay días que laboramos desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche; otros, serán nocturnos, de siete de la noche a siete de la mañana. Necesitamos gente comprometida. Pagamos el sueldo básico pero desde el tercer mes damos a nuestros empleados un seguro dental con cobertura a nivel nacional. ¿Desea usted participar en el proceso de selección?

jueves, 11 de agosto de 2016

PAPÁ ÁGREDA

      Entré al colegio Montalvo porque quería conocer mujeres. Entonces mentí a mis padres, dije que quería ahorrarles la pensión, que prefería un colegio más cerca, de educación mixta y que ofreciera la especialización de químico biólogo. 
    Estudiaba sin entusiasmo. Me gustaba contemplar a las chicas y recuerdo a una que me gustaba mucho, alta y delgadísima, morenita, pero su nombre se me ha ido para siempre. Recuerdo que nunca le dije nada de mis sentimientos, que temblaba solo con la idea de estar en su mismo salón. 
         Guardo pocas cosas de esa época. A dos o tres compañeros, las bromas, los apodos. Las clases atroces de física con un docente que descargaba contra todos nosotros su amargura (cuánto se notaba su frustración, su odio hacia la profesión). El grupo de teatro y la preciosa sonrisa de Nathaly. La banda de guerra con su paroxismo militar, su fatuidad, sus giras y el primer trago de alcohol. El muro sur que se debía escalar con cierta maña para dar en el terreno baldío de la libertad. 


        De todo el colegio podía huir, menos de las clases de literatura. Del hombrón de traje que atemorizaba e infundía respeto. Aquel hacedor de milagros: los idiotas se desidiotizaban, los envalentonados se chorreaban, los manitatemblorosa de alguna manera perfilaban una caligrafía culterana, aquellos que escupían en la avenida América puteando a la policía, se ponían firmes, fruncían el asterisco, esbozaban una sonrisa nerviosa y lejana. 
         En mí, adolescente pusilánime, también hizo efecto su magia. Eran aquellas las únicas clases que disfrutaba, donde activaba mis cinco sentidos. Aquel vozarrón arrancaba a su gusto risas, exclamaciones de sorpresa, el eco de unas vocecillas. Era el director de un coro maltrecho de donde podía sacar un himno gregoriano. 
         Fue en ese año, que le cogí gusto a la lectura. Leí íntegramente tres libros claves de mi vida: El chulla Romero y Flores, La peste y La metamorfosis.

     Dos o tres muchachos charlaban en recreo sobre el argumento de la novelita de Kafka. El Manicho le explicaba al Botija porqué su propia familia arrojaba el cuerpo de Gregor Samsa a la basura. El Abuelo gritaba que nos apuremos, ya que pronto iniciaría la clase de “tu papá Ágreda”.

       Una noche, llorando, les dije a mis padres que no volvería más al colegio, que terminaría mis estudios a distancia, que me había fugado varios días para recorrer a pie la ciudad. Me embarqué en la aventura del teatro y empecé a vender poemitas en las avenidas. 

       De mis antiguos condiscípulos no volví a saber nada. Tenía la certeza de que nadie se percató de mi ausencia. Fui de un lado a otro por la vida. Pero siempre me acosó la imagen de “tu papá Agreda” como un recuerdo grato. 

        Cuando cayó sobre mí la idea del porvenir, me encontraba extraviado en las peores calles de Quito, tenía veinticuatro años y hacía poemitas eróticos. Entonces decidí matricularme en la Universidad Central, estudiar una carrera afín a mis intereses. Volví a contemplar con respeto y un cariño casi de niño frente a su súper héroe, a mi viejo docente del Colegio Montalvo. 

         Qué alegría volver a anegarme en una de sus clases, donde se mezclaba la función sintáctica del verbo y la fonética, con la historia de la monarquía española. Todavía recuerdo su voz, educada para hablar a cincuenta alumnos, pronunciar el nombre de Emilio Alarcos Llorach. Algunos compañeros tragaban saliva para dar la lección. Yo recorría la cocina, el corazón de Mayra y las tabernas con mis apuntes de Lingüística. Cómo me hubiera encantado escuchar uno de sus cientos de poemas inéditos, que quizá un día rescaten sus alumnos más allegados, y conocer al gran docente poeta, al que inspiraba al Gavilanes, a quien todos saludaban con cariño. Fue el modelo de docente que muchos quisiéramos ser. Un docente atemporal.

    Ahora pienso que me gustaría ver a los señoritos, a las princesas y princesos de la nueva era, con un maestro como él, lo pienso y sonrío, mientras explico el contacto de lenguas, el respeto por la variedad lingüística, el alófono de la /s/ quiteña que nunca identifiqué. Cómo nos divertíamos mientras escuchábamos el dialecto paisa y aprendíamos.

       Papá Agreda y yo teníamos un secreto, fui uno de los privilegiados que recibió los sobres manila. Y no diré más para honrar esos recuerdos y su progresiva falta de visión que lo hacía inclinarse a milímetros sobre el papel, sobre el registro de sus queridos alumnos. Porque papá Ágreda transmitía una pasión desbordante en la cátedra. Decía “ésta es la gloriosa Central, no los motes de la ambateñita”, lo decía y hacía lo que hace un padre con sus hijos, exigir mucho, valorar la capacidad de sus vástagos amados, dar siempre lo mejor de sí.

    Cuando salíamos de la universidad y tomábamos el metro, era común encontrarlo, ahí estaba con su humanidad sujetando los pasamanos, dejando el recuerdo eterno de su figura, guiándonos con su frente sudorosa. Alguna vez le ofrecí el asiento, que rehusó con una regia dignidad. Todavía lo veo, dando un resoplido, con su historia implícita del Carchi a Pichincha, de la Universidad Central a la Avenida América, del Montalvo al grito de su legado. ¡Cuántas páginas más se escribirán en su nombre!

jueves, 8 de octubre de 2015

LOS MOZOS DE TU TAITA

Ya relato mis historias como un anciano. Algún tiempo atrás, lo hacíamos de otra manera, en la poesía y el cuento, podíamos falsear nuestras anécdotas. De pronto, las tardes monótonas de bibliotecas y las noches de vino eran odiseas. Hablo en plural porque recuerdo a los "Mozos de tu taita". Bajo ese nombre pintoresco se escondía un maestro de matemáticas, un psico-abogado, un chico alto y misterioso, un pintor que escribía poemas desgarradores, no me olvido de la muchacha de labios carnosos que luchaba por su vida, su padre, un hombre entusiasta que siempre nos hablaba de futuros proyectos y el jubilado que escribía cartas de la puta madre. Todos nos reuníamos al rededor de la mesa, como en un banquete, todos hambrientos deborábamos el cuerpo y el alma del escritor Huilo Ruales. 
En realidad lo escuchábamos y aprendíamos. El maestro nos leía a Gombrowicz, a Roberto Bolaño, a Raymond Carver. Jugábamos con palabras y contruíamos textos donde debía existir la distancia, la precisión. Nos aniquilábamos la moral de escritores con la crítica. Resentidos, tomabamos algunos consejos que pasaron de generación literaria a generación y pretendíamos iniciarnos en esa legión. 
Se formó la imagen del poeta místico, que camina solitario entre las cantinas con el Juntacadáveres bajo el brazo, solo, solísimo. Así era el oficio, el del paria innato, el de la otra orilla. Nos esfozábamos por mimetizarlo y cada quien imprimía el estilo a su modo de vestir, de sujetar la botella. Sin reconocer que hubo otros, auténticos maestros del desparpajo: ya Jorge Dávila Andrade se cortó la yugular y nos dejó su Boletín, ya recorrieron los verdaderos detectives salvajes la calles de México.
Detrás de todo lo que conocemos, siempre hay un ser humano. En el fondo, Nicanor Parra es solo un viejo que mea. Creo que esto lo escuché en alguna de esas tertulias. Por esa razón, después de creernos los extraordinarios, la mayoría era derrotado por la vida, ocupaba su puesto en el engranaje social. 
El chico alto, el pintor y yo, nos considerábamos la excepción, hallamos entre los discos de Salvatore Adamo y la recién descubierta Rayuela, nuevas formas de expresión, que materializábamos en recitales atroces y chuchaquis apocalípticos. Participábamos en concursos literarios que eran peleas de gnomos, donde empuñábamos las bandera de rualistas y nos enfrentábamos con otros discípulos de Huilo, porque en realidad todos los jóvenes escritores ecuatorianos, de alguna manera los son. Y ellos, eran mucho más diestros para los mordiscos y arañazos que nosotros. De manera que siempre perdíamos.
El arte era nuestra moda, nos unían los proyectos y la crítica, por eso continuamos viéndonos mucho después de concluido el taller. Pensábamos, como han pensado muchos, en revistas, en antologías y en performances donde las palabras chorrearían en la boca del peatón.
Nuestro fortín era el centro histórico. Siempre deambulábamos del pasaje Arzobispal al pasaje Amador, hasta desembocar finalmente, en las horas muertas de una sala de proyección de películas pornográficas. Allí nació "Chulla Delirium", una suerte de cadáver exquisito que, de hecho, tiene mucho de la alucinación de Un perro andaluz.
Nunca nos quedaron las palabras, siempre tenían otra talla. Por eso decidimos probar con el lenguaje audiovisual. Nos entusiasmamos, juntamos nuestras experiencias y pesadillas. Bosquejamos en alguna libreta la secuencia. Simbolistas tardíos, pusimos en la misma cuchara un viejo, un payaso, una puta, un cuarto, una iglesia y unas flores, unas fotos, la muerte y la ciudad.
Una madrugada, mientras muy cerca de ahí alguien moría y en los moteles se consumían las noches, nosotros nos convertimos en niños, arrastramos las pelucas, instalamos la cámara y las luces. Frente al Carmen Alto, en la cruz de piedra donde en otra época se postró una santa, colgamos a Luis Humberto. Yacía en paños menores y algún vagabundo que nos vio, se persignó y nos mandó a la mierda.
El pintor se decoloró el cabello y se ajustó la minifalda, el chico misterioso se colocó unas plumas, una colegiala que pasaba entró a escena, la gente se amontonaba a mirarnos en la Plaza Grande, así como jamás nuestros poemas serían atendidos. Diana pintaba rostros y canas, Galo sentía por única vez en sus pies las frías piedras, José asustaba a los pequeños.
El resultado se editó en un estudio familiar. Erick, el maestro de los equipos, logró mezclar las escenas con la voz de David Calle. En medio del humo y las alucinaciones, nació el hijo prodigo, al que acompañamos en un par de festivales. Al que utilizamos para conquistar mujeres, que finalmente articularon nuestro papel en el engranaje social.


domingo, 8 de marzo de 2015

SAMUEL Y EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS


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   En el corazón de las tinieblas ronda la locura. Nadie la conocía mejor que Samuel, a quien contemplé con aversión cuando abordó el autobús en El Carmen, provincia de Manabí. Tenía el cabello lleno de motas y tan negro como su barba, en donde se cernían las migas del pan de yuca que arrancaba con tranquilidad. Su nariz y frente estaban muy quemados, como si hubiera intentado explorar el sol.

   Preferí evitarlo. Mi vista se perdió entre el libro abierto y la ventana, por la que ardía el centro de esa pequeña ciudad de paredes manchadas y persianas abiertas, de vendedores atroces y mujeres voluptuosas.

   Lo primero que hice al llegar a Pedernales fue caminar hacia la playa, almorcé mientras contemplaba el océano Pacífico. Después me senté en la arena, saqué de mi bolso el libro y los cigarrillos.

   Era una antología inspirada en una declaración de Borges, donde mencionaba sus cuentos imprescindibles.


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   A pocos metros estaba Samuel, absorto en el cielo. La figura común del demente, pensado si ha llegado el día de perderse en el mar. A lo lejos jugaban las nubes, fornicaban y se desprendían sin ganas bajo el sol.

   Se acercó y con su extraño acento me pidió un pucho.

   –Gracias –sus manos rebozaban de verrugas. Con ellas acarició el filtro que apretó entre sus labios.

   –¿De dónde eres?

   –Dicen que de Quito.

   Miró mi paraguas, pantalón de casimir y camisa. Sonrió.

   –Esta mañana salí con intención de caminar, quizá ver una película. Pero se detuvo frente a mí un autobús con destino al terminal. Sin comprender todavía, lo abordé, después pregunté por la playa más cercana.

   Una tormenta de humo lo abrazaba mientras se acomodó a mi lado.

   No era temporada turística, en la playa apenas corrían unos niños. Sin embargo, ese espectáculo era suficiente. Una balsa se aproximaba a la costa, escuadras de aves atravesaban las nubes, alguna de ellas se precipitó al mar y emergió con un pez en el pico.

   Samuel era canadiense, pero salió de ahí hace tantos años que podían ser cinco o veinte.

   –¿Qué haces aquí?

   –No lo sé.

   –¿A dónde te diriges?

   La pelota voló sobre nuestras cabezas a una velocidad supersónica. Las olas la devolvieron a los brazos de uno de los niños.

   –Yo alguna vez estudié leyes –estuve próximo a reír, pero sus ojos asomaron detrás del humo, de las greñas, detrás de esas palabras.

   También tuvo una novia con la que estuvo a punto de formalizar. Vivía con su abuela, asistía a la Universidad de Toronto o Montreal, salía con Mishell y comían juntos, más tarde regresaba a casa y contemplaba a la abuela. Cada día más cansada, hasta que su voz se apagó.

   –Mi cuerpo estaba en Canadá, pero mi mente siempre caminaba en otro sitio.

   Después del funeral, sintió que nada lo ataba. Decidió reencontrarse consigo mismo, pero para ello debía sumergirse en la soledad y lo desconocido.

   –Viví dos años en Neiva, Colombia. Ahí me adoptó una familia. Pero después de un tiempo, sentí nuevamente esa ansiedad.

   Si yo hubiese sido valiente habría hecho lo mismo, renunciar cuando todavía era posible. A la mierda la universidad, aniquiladora de conciencias, germen de la atrofia creativa, a la mierda las profesiones y el esclavismo de una vida confortable, a la mierda el matrimonio, la familia, núcleo del status quo, a la mierda la monogamia, a la mierda las buenas ideas y costumbres, a la mierda el helado de fresa.

   –También me gusta la poesía, look.

   –¿Qué lees?

   –Siempre llevo conmigo un libro, Heart of darkness.

   Al inicio no me di cuenta de que era el mismo texto que acababa de leer en el viaje, pero cuando me contó la trama sentí un estremecimiento.

   –En ese libro hay una frase que me gusta mucho: “Vivimos como soñamos: solos.”

   Sus ojos se iluminaron, decidió parafrasearla en la lengua natal.

   –A veces, cuando viajo, siento que estoy viviendo la misma aventura de Marlow, pero al contrario del personaje de Joseph Conrad, que busca rescatar a Kurtz, yo me busco a mí mismo.

   –¿Y lo has logrado? ¿Tienes alguna pista de tu paradero?

   –Creo que no.

   Extrajo de su mochila una libreta que parecía la bitácora de un psicópata y procedió a leerme sus poemas. Unos versos maravillosos que no puedo recordar, pero que hablaban de la vida, de la vida de la vida, de la vida pura, de la vida hembra.

   Caía la tarde. Los niños, las balsas y los pájaros habían desaparecido. El mar dispersaba los últimos rayos de sol y creaba un paisaje místico, propenso para rezar o llorar.

   Pero no hicimos ninguna de esas cosas. Acompañé a Samuel a recorrer la ciudad en busca de hospedaje. Lo veía negociar el precio y volver sobre sus pasos. Se negó a pagar más de cinco dólares y decidió ir hasta Montañita donde seguramente encontraría un hostal para mochileros. Fuimos juntos a la estación, donde debía comprar mi boleto a la cotidianidad del lunes. Intentó persuadirme para viajar juntos.

   Su autobús partía ese mismo instante. Nos abrazamos y lo vi ingresar al vehículo que se ponía en movimiento.

   –¡We live as we dream: alone, my friend! –gritó.


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   Todavía faltaba un par de horas para mi regreso. Tomé una tricimoto y pregunté al chofer si existía algún lugar que pudiera conocer antes de irme.

   –Hay una fiesta de la radio donde puede ir.

   Aquel lugar estaba repleto de muchachas y muchachos bellos y sonrientes que me miraban como si fuera un mono vestido. Apresuraban el vino de cartón y escuchaban la voz de la tarima que anunciaba el show del mayor representante de la cumbia manabita.

   Cuando un gordo, enfundado en una camisa de lentejuelas, empezó a saltar en el escenario, comprendí que aquel domingo me había observado en un espejo hondo, más profundo que el mar. Pero no comprendí la epifanía, no me reconocí.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...