¿Qué tiene tu amado sobre los demás amados, oh hermosísima entre todas las mujeres?; ¿qué hay en tu querido sobre los demás queridos para que así nos conjures que lo busquemos?
Cantares, V, 9
Para decir la verdad, la gente me considera un hombre repulsivo. Mi cabello es cerdoso, mi piel conserva las huellas de una batalla luchada contra el acné desde tiempos inmemoriales; odio afeitarme pero tengo una barba irregular, más poblada en la mejilla derecha; mis dientes se han amarillado con el tiempo pero no han perdido su forma retorcida; mi voz está afectada por la sinusitis y me obliga a emitir un pitido en cada exhalación. Quizá lo único gracioso en mí, es el caminado; nací con dismetría de las extremidades inferiores y eso, en conjunto con mi estatura (apenas alcanzo el hombro de una chica promedio), me ha condenado a una vida monástica.
Con respecto a las pretendientes de mi hermano, no me molestaban en absoluto. Todo lo contrario, hacía cuanto estaba a mi alcance para facilitar sus empeños. No me quitaba el sombrero, hablaba lo necesario y comía con la boca cerrada.
El único beneficio que sacaba, era la pizza de Buñuel. No tenía empacho en declarar mi fervor por ella. Y cuando llegaba el momento del postre, pedía siempre tiramisú.
Por supuesto que con Samanta no fue la excepción. Me acodé frente a mi plato y apenas la miré. Al igual que todas, creía que yo no lo sabía. Incluso fingió que podía hacerme cargo de la cuenta. Sonreí, no pude evitarlo, y desdoblé uno de mis billetes. Es muy lista, pensé. Samanta fijó la vista en mis manos, que son lo único parecido a mi hermano, y estoy seguro que se daba ánimo.
Ese primer día, me habló de sus padres, terratenientes de no sé qué infernal pueblo perdido en la cordillera. Desglosó de forma detallada todos sus traumas infantiles. Acentuó su condición de vulnerabilidad, abanicándose con la servilleta y, como si fuera una maldita genio, hizo eso de tocarse el pelo. Aunque yo sabía que si me habló de su vida familiar y todas esas tonterías, era solo para introducir la pregunta esperada.
Respondí lo de siempre; era divertido hacerlo. Dije que Roberto, el famoso escritor de novelas eróticas, es mi hermano. Aquel que en los podios de intelectuales, resalta por su vehemencia y sus pechos fornidos, aquel que tiene la manía de tocarse el mentón con coquetería mientras de sus labios carnosos frota una voz melodiosa y firme. Roberto Marxxx, el mismo que rechazó las insinuaciones de la modelo Francis Moreta, solo porque en ese entonces salía con Rita Orbe y el escándalo hubiera sido inminente. En fin, le dije que ayer mismo le obsequié un nuevo lente para su cámara y lo ayudé a cambiar el neumático en la vía a Mindo a donde nos dirigíamos para fotografiar aves.
Los labios le temblaban. Su mirada se humedeció. Era la señal para sacar la foto de la billetera. Aquella donde se observa a dos bebés desnudos en una tina. Una araña y un bebé. Entonces, cuando ya brotaba la primera lágrima, me apresuré a darle la tarjeta. <<Puedes escribirle de mi parte>>, le dije. Samanta me abrazó, besó mi mejilla; y solo cuando se subía al andén y yo la observaba desde la acera de enfrente, cayó en la cuenta, se persignó y frotó sus manos con gel antibacterial. Asunto olvidado. Siempre era así.
Pero después de un par de días, por una razón extraña, me volvió a contactar. Eso era inédito y me intrigó mucho. La magia de mi hermano nunca había fallado. Alguna vez reconocí a una de aquellas chicas en el parque. Trotaba bamboleándose como una pantera, sonreía nerviosa a causa del orgasmo sostenido que todas se llevarían a la tumba.
Nos citamos por segunda ocasión. Esta vez, algo me había hecho seleccionar una cafetería barata. Cuando Samanta apareció, estaba lejos de la imagen de una felina. Parecía haber trasnochado desde nuestro último encuentro. Las manos le temblaban y me miraba como a través de una nube. Atrapó mi mano que en ese momento rascaba una de esas roñas que durante cada verano me proliferan. <<No contesta mis llamadas>>, dijo intentando respirar.
Sonreí, era inevitable. Un par de horas después, sus lamentos, el relato sobre el despido de la oficina, el recorte de una fotografía que extrajo de su brasier, me hicieron fruncir el rostro.
Ese mismo instante saqué el móvil y marqué a Roberto, cuya voz tranquila la descompuso más. Se hundió en la silla. <<Quiero presentarte a alguien>>, dije y ella parecía a punto de desmayar. Le pasé el aparato y se quedó de piedra mientras desde el otro lado, la voz de mi hermano sonaba inmutable hasta perderse en el tono de la línea.
Lloró como una niña. Hizo pataletas, apenas pudo sostenerse cuando su cuerpo menudo rebotó en el suelo y su cabeza chocó varias veces contra las patas de la silla. <<Lo amo tanto>>, dijo.
De la impresión que me causó, mi voz se enturbió aún más. Empecé a sudar con ese olor a pez que tanto ahuyenta a la gente. Se afirmó a mis rodillas y tuve que explicar al camarero, al dependiente de la caja, al policía que no tardó en llegar, que yo no le había hecho nada.
Esa misma noche, ya en el departamento, se lo conté todo a Roberto. Casi se ahoga de la risa, cosa que me tranquilizó e hizo ver la situación como una anécdota de la que pronto nos regocijaríamos en un coctel.
Nada más alejado de la realidad. No cesaron las llamadas; en la oficina, mientras meaba, a las tres de la mañana; y siempre decía lo mismo: <<discúlpame con Roberto y mándale besitos de mi parte>>. Pero eso a mi hermano le parecía natural, estaba convencido de que no podía tributársele un empeño menor.
Se me ocurrió una idea genial, lo mejor sería concertar una cita entre mi hermano y su pretendiente. No hacía falta persuadirlo pero, de todos modos, le dije que era una flaca jugosa de senos de durazno y muchas otras idioteces.
Logré que aquella tarde se vista con la leva caqui, hice reservaciones en el restaurante del Hilton; pero Samanta jamás apareció. Solo más tarde, en medio de un sueño inquieto descolgué el tubo y escuché su voz: <<discúlpame con él y mándale besitos de mi parte>>.
Una mañana no pude más, pedí permiso en la empresa (ellos se alegraron de librarse de mí aunque sea un par de horas), acudí a la policía e intenté poner una denuncia. <<Una mujer me llama a cada rato>>. El agente Manso, una bola de grasa, me dijo que si el acosado era mi hermano, debía denunciarlo personalmente. <<Pero es a mí a quien llama>>, sus carcajadas resonaron en el edificio. Decidí tirarme un pedo como venganza y me largué.
Una sorpresa me esperaba en el parqueadero. Estaba casi desnuda. Es decir, vestida apenas con una bata floreada y transparente. El agente Manso y el verano habían hecho lo suyo con mi mucosa intestinal. Aun así, me dejé arrastrar un par de cuadras hasta la pizzería Buñuel. Ni siquiera atendí las burlas que la gente nos hacía por la acera. No soltaba mi mano, que acariciaba con fuerza. Al sentarse frente a mí, pareció atravesada por un lapso de lucidez, que la hizo soltarme con el mismo asco de siempre.
Entre los dientes del tenedor, en la servilleta doblada, en la persiana que daba a la avenida, pude apenas atisbar la tranquilidad de tantas otras ocasiones. Pero la primera mordida a mi pieza de pizza, me dejó un sabor amargo en la lengua. Entonces tuve la certeza de que lo mejor sería ganar tiempo.
Con la mayor naturalidad posible, me introduje la uña mugrosa en una de mis fosas; hurgué lo más hondo que pude. Extraje un moco amarillo y con la fortuna de estar sanguinolento. Lo amasé frente a sus ojos poniendo en ello toda mi concentración. Cuando fue una bolita compacta, lo pegué en un pepperoni que me zampé en una gloriosa mordida.
Habría que escribir una crónica sobre su rostro. Un poema sobre su náusea. Una canción sobre sus arcadas. Solté la última carcajada; no pude evitarlo.
Mientras se bañaba en sus jugos gástricos ayudada por el mesero, eché a correr.
Atravesé la avenida, el parque La Carolina y el centro comercial. Sentía a cada paso su presencia haciéndome sombra. Me encaminé al departamento. Sabía que Roberto no se encontraba. Mientras esperaba la aparición de su silueta detrás de la puerta, calibré el sable. Me recosté en la cama con mis largos dedos entrecruzados sobre el arma y, como buen monje, me puse a orar.