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jueves, 26 de septiembre de 2019

JUSTICIA PARA TODOMEO


   Díganme si no es justa la sentencia impuesta a ese niño, como para que una jorga de miserables me atormente día y noche.


   Pero hoy sí vendrá a la policía. Solo queda esperar. Justicia es justicia. Sobre todo, si el afectado es mi Todomeo. Pobrecito, tan inocente.

   Así mismo, agradezco que le pusieran boleta de captura al padre del niño. El que nada debe, nada teme, ¿sí o no? Aunque todos sabemos que no es un santo; si el propio don Andrés lo acusó de rondar el barrio con actitud sospechosa. 

   A esta gente no deberían permitirle tener hijos; les heredan la maldad. Deberían castrarlos a todos.

   Miren que desde anteayer no se han movido de ahí. Siguen afuera, con pancartas, chillando. Y mi pobre Todomeo, se exalta con tanta bulla. Ni las gotas que le mandó el doctor para el corazón lo tranquilizan. Ustedes saben que hay traumas que no se superan fácilmente.

    Pero esos infelices no tienen una pizca de humanidad. Se ve que son capaces de cualquier cosa. Esta noche realmente temo por nuestra seguridad.

   Se trepan en el muro, se cuelgan en el guabo de mi abuela; hasta se han cagado en la pila. De vez en cuando, algunas caras monstruosas se asoman por ventana.

   A pesar de la situación crítica, Todomeo me sorprende. Lo admiro. Ya decía mi papito Roberto que no es valentía la falta de miedo, sino el vencerlo. Me mira, y con sus ojos parece decirme: mamita, todo estará bien, no sufra. Tiene algo de ángel, de ángel de la guarda, de ángel del perdón.

   Yo en cambio, no perdono. ¡Cómo voy a perdonar lo que le hicieron! Si desde ese día se la pasa tiritando. Y ni porque le cubro con una capucha de vicuña, es capaz de soportar este invierno tan fuerte.

   ¡Miren!, por fin cumplió la policía. Ahora mismo corretean a todos esos miserables. Algunos se tiran por la quebrada, que es donde deberían quedarse. 

   Desde el estudio vemos cómo se llevan al más viejo y a tres mocosos.

   Mi Todomeo está inquieto, llora. Lo arrullo en mis brazos y, de entre las mantas, solo le veo la boquita. Meto mi mano para consolarlo. No llores, el pelito crece, le repito. Y tengo cuidado de no destaparle la colita, que se mueve inquieta como una lombriz.

martes, 30 de abril de 2019

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER




   
   Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la traición y la buena suerte.

   Por lo demás, el gobierno de Todomeo no se diferenció mucho de cuantos registra la historia.
   

   Las mismas familias, aliadas, mantenían secuestrada la riqueza; mientras que las grandes mayorías se reproducían entre la miseria.
   El primer ministro del gobierno era un muchachito que con las justas llegaba a los dieciseis, hijo de uno de los hombres más poderosos. Lo llamaban Alonso, aunque su verdadero nombre era Nicasio Travel. Alonso odiaba a Todomeo en silencio.

   Era el encargado de expurgarlo, de cepillar cada mañana su lomo y limpiarle las legañas que ya para entonces, a causa de su edad, proliferaban. También tenía como deber que nadie, absolutamente nadie, vea sus porquerías desperdigadas por el salón amarillo.

   Alonso llevaba a cabo esta tarea con saña. Dejaba que el gobernante sufriera urticarias a causa del hervidero de pulgas, lo acicalaba con el cepillo de limpiar la chimenea y dejaba que las legañas le chorrearan en un río nauseabundo hasta el pescuezo. Luego, cuando debía mostrarse en público para la inauguración de un molino o de la primera red del telégrafo, lo limpiaba detenidamente con creso y le colocaba un ridículo tocado entre las orejas.

   Fue así como Todomeo empezó a mostrar públicamente una manifiesta antipatía hacia Alonso. Gruñía apenas cruzaba la puerta, le destrozaba las bastas de los pantalones y, en general, lo evitaba encerrándose en su aposento.


   La gente enloquecía cuando Todomeo, montado en su carruaje abierto, atravesaba las calles hediondas de la capital. Las mujeres descubrían atroces deseos, los hombres lo veían como símbolo inequívoco de nuevos tiempos, más democráticos, donde los sueños podían cumplirse. Algunos niños lo temían, otros le tenían gracia y hubieran querido apachurrarlo entre sus huesudos bracitos.

   Si había algo de lo que sentirse orgulloso, era de Todomeo. Requerido y aclamado, fundando aberrantes fanatismos y detractores a nivel mundial. Elevando la algarabía de las modas animalistas y el rechazo contundente de los positivistas.

   De alguna manera, en lo político, la era de Todomeo se cifra en una arrebatada “conciencia” política nunca vista en esa pobre nación.


   Cierta ocasión, Todomeo viajó al Congreso Internacional de Repúblicas Alienadas en la Mansedumbre (CIRAM) a realizarse en la insular patria de Peto el Bárbaro. Desde que se embarcaron en el viaje, Alonso no dejó de sonreír. Una sonrisa más animal que el propio gobernante. Ya en sus entrañas había orquestado el fin.

   El congreso, como no podía ser de otra forma, fue muy aburrido. Sin embargo, como siempre ocurría, Todomeo causó sensación. Enrollado, como lo hacen las bestias comunes, escondía el morro entre las patas. Frustrado, imposibilitado para denunciar a su ministro, emitía de vez en cuando algún chillido.

   La más encantada fue la princesa de Autraleón, quien no pudo resistir por dos ocasiones el deseo de arrullarlo contra su prominente pecho y balancearlo por el salón real de Pretonia.

   A la hora de la cena, cuando el maître degollaba a la vista de todos un pequeño becerro, Alonso gritó a viva voz:

   ―¡Se ríe! ¡Se ríe! ¡Todomeo se ríe!

   A través de todas las miradas de sedas multicolores, de los gritos de asombro multiintrumentales, de los tintineos de oro sólido, continúo gritando:

   ―¡Se ríe! ¡Miró el becerro y no pudo contener la risa!

   ―No puede ser ―dijo en mantruco la reina de Po.
   Todos se acercaron. Efectivamente, Todomeo esbozaba una mueca horrenda, como si fuera a morder a alguien.

   ―Nos ha estado engañando, ¡es más humano que Guliver!

   Tuvieron que llamar a la guardia para evitar que los aristócratas lo linchen.

   El anfitrión declaró:

   ―Ahora solo negociaremos con Alonso; de él por lo menos sabemos qué esperar.

   Entonces le calzaron una corona de jade y pusieron la capa de lienzo fino.

******************************************************

   Meses más tarde, Todomeo olisqueaba en el basurero de Trantes y mordisqueaba un cuerpo descompuesto.

   Una dama de la localidad, buena samaritana, se apiadó de él; lo llevó a su casa y adoptó como marido.

sábado, 24 de noviembre de 2018

EL SOBREVIVIENTE

   Tito sobrevive otro día a la aburrida jornada de clases.
   El timbre de la última hora sonará pronto. Sin embargo, si se es creativo, todavía es posible hacer algo provechoso estos pocos minutos.
   Basta un guiño a Lu y Ma para que todo esté planteado. No hacen falta preámbulos.
   Los tres agarran de la chaqueta al maestro de Lengua y, cuando su cuerpo escuálido yace en el piso, animados por el júbilo colectivo, lo estiran. Lu y Ma por los brazos; Tito, quien es el más fuerte, por los dos pies. El infeliz aúlla.

   —¡Cállate, cabrón! Que todo lo que digas puede ser usado en tu contra ante la Defensoría del Menor.

   El pobre diablo lanza sendas amenazas, a pesar de las advertencias; lo que naturalmente enardece a los jóvenes cuerpos que sacuden al monigote por los aires.
   Por fin suena el timbre. Tito da una señal; Lu y Ma dejan esa basura humana sobre el piso, junto al escritorio de pino y bajo el falso techo.
   Los estudiantes recogen sus pertenencias y salen precipitados a la libertad.


   Más tarde, la mujer del maestro de Lengua arde en cólera. Ha llegado no solo desaliñado, sino con una evidente rajadura en la chaqueta.
   Como es natural, esa noche tampoco obtendrá ningún tipo de favor. Pero no todo es malo, pues compartirá una vista deslumbrante de la luna con Teodoro Manrique, el pequeño schnauzer blanco.

jueves, 22 de noviembre de 2018

EL CASO DE LA SAL YODADA

   Un millonario de Nueva York, nacido y radicado en Portoviejo, sufrió un grave revés cuando, al sostener un frasco de sal para condimentar sus huevos matutinos, descubrió la palabra YODO.
   Una vez recuperado el dominio de sí mismo, pero no la tranquilidad, mandó llamar al comisario de su localidad quien, con mirada idiota y conteniendo una sonrisa a punto de explotar en los labios, únicamente intentó tranquilizarlo.
   Después de este lamentable episodio y de acudir a todas las instancias posibles, perdida la fe en la justicia y en el poder de las influencias, hizo algo que  nunca estuvo dentro de sus opciones.
   Depositó toda la fe en un par de detectives, famosos en los bajos fondos de la mitología urbana por desentrañar casos fabulosos como el ataque del Vergajo de San Blas, el misterio del Pitufo de la Alborada y tantos muchos otros.
   —Fui personalmente al supermercado para comprobarlo y desde ese día no he podido cerrar un ojo.
   Los agentes Calixto y Raúl apenas se movieron durante el relato. El más flaco anotaba en su libreta, mientras el gordo se secaba el sudor de la frente con el puño.
   —Sé perfectamente a lo que se refiere, Macsimbaña, todo esto es una conspiración mundial en contra de su buena fortuna —sentenció Calixto.
   Conversaron durante casi una hora; del complot BBQ que endulza las salsas saladas, del arroz plástico del célebre salón Hong, de las naranjas que antes eran más azuladas.
   Finalmente, después de dos largos días de averiguaciones y pesquisas, los detectives dieron claras muestras de su genialidad al exponer la incuestionable solución:
   —Primero, pase la sal por un colador de bronce, para ver si no hay otras substancias ajenas a la atmósfera. Luego, neutralice el yodo con su aliento. Sí, de esta forma, soplando de izquierda a derecha.
   Por este menester, el magnate compensó a los agentes con un par de metros cuadrados de manglar en la Boca. Ellos hubieran preferido dinero contante y sonante, pero tuvieron que aceptar lo que se les ofrecía. Después de todo, pronto terminaría la veda del cangrejo.

viernes, 16 de noviembre de 2018

LA BOINA

   Carlos usa una vieja boina que, de forma misteriosa, lo vuelve poeta frente a la opinión pública. Es natural, otros tienen cámaras, martillos, estetoscopios o escobas.

   Un día nuestro amigo pierde su preciado objeto. Impotente ante la posibilidad de hallarlo, balbucea, se arrastra por el piso, hace pataletas.
   Ahora es una cosa arrojada a la alfombra; algo así como una basura o como una idea jamás expuesta.

   ―¿Algo le pasa a Carlos?
   ―Creo que está enfermo.
   ―¿Quién?
   ―Carlos
   ―¿Qué Carlos?

   Prueba con un periódico; lo dobla hasta construir una gorrita de papel. Prueba con una gorra de visera amarilla. Prueba con una bolsa para compras y, más tarde, con una olla.

   Finalmente, Carlitos pierde la esperanza. Se arrima a la pared y la mancha con su difusa existencia.

martes, 13 de noviembre de 2018

EL TÍO


   Cada vacación iba a visitar al tío. Vivía al otro lado del mundo, por lo que debía viajar un día entero. 
   Aquella ciudad era muy distinta a mi pueblo. En Hua todas las casas eran pequeñas, mientras que allá había torres. En Hua apenas había carros, mientras que allá atravesaban las calles coches multicolores. En Hua la mayoría de gente eran pescadores, negros y negras bellos y fieros; mientras que donde vivía el tío había chinos, blancos, barbados y sin barba, muchachas y muchachos para todos los gustos; pero, casi siempre, perdidos en sus pensamientos. 


   El tío alquilaba un cuarto pequeño, pero ventilado, donde merendábamos, dormíamos y armábamos la mercadería. Durante el día, íbamos a su trabajo. Yo lo ayudaba a sacar la parrilla, que era como un cochecito más, y la llevábamos hasta su sitio en el parque.
   Todo el día el tío estaba envuelto en una nube salada; todo el día sonreía, ventilaba los carbones y volteaba los chuzos: esos manjares donde la carne asada se mezclaba con el plátano verde y maduro; y éste, a su vez, pactaba con las salchichas, la cebolla y el pimiento.
   La sonrisa del tío era una extensión más del parque, llena de algarabía y luces al atardecer. 



   Mis vacaciones eran muy felices junto a ese viejo que, alguna vez, besó el rostro de la abuela que nunca conocí. Y cuando me despedía para regresar a Hua, no podía evitar el llanto.
   Hasta pronto, decíamos.


   Cuando recibimos la inusual llamada, en el único teléfono del pueblo, mi madre se desató en un inconsolable canto.
   Yo era todavía chico para entender lo ocurrido. Por eso me imaginaba a la parrilla del tío entremezclada con los otros coches; y a él bailando la música de los colores que se funden como un arcoíris en el centro de la gran ciudad.

lunes, 12 de noviembre de 2018

EL HERMANO DE ROBERTO



¿Qué tiene tu amado sobre los demás amados, oh hermosísima entre todas las mujeres?; ¿qué hay en tu querido sobre los demás queridos para que así nos conjures que lo busquemos?

                                                                                                                          Cantares, V, 9





A Néstor


Para decir la verdad, la gente me considera un hombre repulsivo. Mi cabello es cerdoso, mi piel conserva las huellas de una batalla luchada contra el acné desde tiempos inmemoriales; odio afeitarme pero tengo una barba irregular, más poblada en la mejilla derecha; mis dientes se han amarillado con el tiempo pero no han perdido su forma retorcida; mi voz está afectada por la sinusitis y me obliga a emitir un pitido en cada exhalación. Quizá lo único gracioso en mí, es el caminado; nací con dismetría de las extremidades inferiores y eso, en conjunto con mi estatura (apenas alcanzo el hombro de una chica promedio), me ha condenado a una vida monástica.

Con respecto a las pretendientes de mi hermano, no me molestaban en absoluto. Todo lo contrario, hacía cuanto estaba a mi alcance para facilitar sus empeños. No me quitaba el sombrero, hablaba lo necesario y comía con la boca cerrada.

El único beneficio que sacaba, era la pizza de Buñuel. No tenía empacho en declarar mi fervor por ella. Y cuando llegaba el momento del postre, pedía siempre tiramisú. 

Por supuesto que con Samanta no fue la excepción. Me acodé frente a mi plato y apenas la miré. Al igual que todas, creía que yo no lo sabía. Incluso fingió que podía hacerme cargo de la cuenta. Sonreí, no pude evitarlo, y desdoblé uno de mis billetes. Es muy lista, pensé. Samanta fijó la vista en mis manos, que son lo único parecido a mi hermano, y estoy seguro que se daba ánimo.

Ese primer día, me habló de sus padres, terratenientes de no sé qué infernal pueblo perdido en la cordillera. Desglosó de forma detallada todos sus traumas infantiles. Acentuó su condición de vulnerabilidad, abanicándose con la servilleta y, como si fuera una maldita genio, hizo eso de tocarse el pelo. Aunque yo sabía que si me habló de su vida familiar y todas esas tonterías, era solo para introducir la pregunta esperada.

Respondí lo de siempre; era divertido hacerlo. Dije que Roberto, el famoso escritor de novelas eróticas, es mi hermano. Aquel que en los podios de intelectuales, resalta por su vehemencia y sus pechos fornidos, aquel que tiene la manía de tocarse el mentón con coquetería mientras de sus labios carnosos frota una voz melodiosa y firme. Roberto Marxxx, el mismo que rechazó las insinuaciones de la modelo Francis Moreta, solo porque en ese entonces salía con Rita Orbe y el escándalo hubiera sido inminente. En fin, le dije que ayer mismo le obsequié un nuevo lente para su cámara y lo ayudé a cambiar el neumático en la vía a Mindo a donde nos dirigíamos para fotografiar aves.

Los labios le temblaban. Su mirada se humedeció. Era la señal para sacar la foto de la billetera. Aquella donde se observa a dos bebés desnudos en una tina. Una araña y un bebé. Entonces, cuando ya brotaba la primera lágrima, me apresuré a darle la tarjeta. <<Puedes escribirle de mi parte>>, le dije. Samanta me abrazó, besó mi mejilla; y solo cuando se subía al andén y yo la observaba desde la acera de enfrente, cayó en la cuenta, se persignó y frotó sus manos con gel antibacterial. Asunto olvidado. Siempre era así.

Pero después de un par de días, por una razón extraña, me volvió a contactar. Eso era inédito y me intrigó mucho. La magia de mi hermano nunca había fallado. Alguna vez reconocí a una de aquellas chicas en el parque. Trotaba bamboleándose como una pantera, sonreía nerviosa a causa del orgasmo sostenido que todas se llevarían a la tumba. 

Nos citamos por segunda ocasión. Esta vez, algo me había hecho seleccionar una cafetería barata. Cuando Samanta apareció, estaba lejos de la imagen de una felina. Parecía haber trasnochado desde nuestro último encuentro. Las manos le temblaban y me miraba como a través de una nube. Atrapó mi mano que en ese momento rascaba una de esas roñas que durante cada verano me proliferan. <<No contesta mis llamadas>>, dijo intentando respirar. 

Sonreí, era inevitable. Un par de horas después, sus lamentos, el relato sobre el despido de la oficina, el recorte de una fotografía que extrajo de su brasier, me hicieron fruncir el rostro.

Ese mismo instante saqué el móvil y marqué a Roberto, cuya voz tranquila la descompuso más. Se hundió en la silla. <<Quiero presentarte a alguien>>, dije y ella parecía a punto de desmayar. Le pasé el aparato y se quedó de piedra mientras desde el otro lado, la voz de mi hermano sonaba inmutable hasta perderse en el tono de la línea. 

Lloró como una niña. Hizo pataletas, apenas pudo sostenerse cuando su cuerpo menudo rebotó en el suelo y su cabeza chocó varias veces contra las patas de la silla. <<Lo amo tanto>>, dijo. 

De la impresión que me causó, mi voz se enturbió aún más. Empecé a sudar con ese olor a pez que tanto ahuyenta a la gente. Se afirmó a mis rodillas y tuve que explicar al camarero, al dependiente de la caja, al policía que no tardó en llegar, que yo no le había hecho nada.

Esa misma noche, ya en el departamento, se lo conté todo a Roberto. Casi se ahoga de la risa, cosa que me tranquilizó e hizo ver la situación como una anécdota de la que pronto nos regocijaríamos en un coctel.

Nada más alejado de la realidad. No cesaron las llamadas; en la oficina, mientras meaba, a las tres de la mañana; y siempre decía lo mismo: <<discúlpame con Roberto y mándale besitos de mi parte>>. Pero eso a mi hermano le parecía natural, estaba convencido de que no podía tributársele un empeño menor.

Se me ocurrió una idea genial, lo mejor sería concertar una cita entre mi hermano y su pretendiente. No hacía falta persuadirlo pero, de todos modos, le dije que era una flaca jugosa de senos de durazno y muchas otras idioteces.

Logré que aquella tarde se vista con la leva caqui, hice reservaciones en el restaurante del Hilton; pero Samanta jamás apareció. Solo más tarde, en medio de un sueño inquieto descolgué el tubo y escuché su voz: <<discúlpame con él y mándale besitos de mi parte>>.

Una mañana no pude más, pedí permiso en la empresa (ellos se alegraron de librarse de mí aunque sea un par de horas), acudí a la policía e intenté poner una denuncia. <<Una mujer me llama a cada rato>>. El agente Manso, una bola de grasa, me dijo que si el acosado era mi hermano, debía denunciarlo personalmente. <<Pero es a mí a quien llama>>, sus carcajadas resonaron en el edificio. Decidí tirarme un pedo como venganza y me largué.

Una sorpresa me esperaba en el parqueadero. Estaba casi desnuda. Es decir, vestida apenas con una bata floreada y transparente. El agente Manso y el verano habían hecho lo suyo con mi mucosa intestinal. Aun así, me dejé arrastrar un par de cuadras hasta la pizzería Buñuel. Ni siquiera atendí las burlas que la gente nos hacía por la acera. No soltaba mi mano, que acariciaba con fuerza. Al sentarse frente a mí, pareció atravesada por un lapso de lucidez, que la hizo soltarme con el mismo asco de siempre.

Entre los dientes del tenedor, en la servilleta doblada, en la persiana que daba a la avenida, pude apenas atisbar la tranquilidad de tantas otras ocasiones. Pero la primera mordida a mi pieza de pizza, me dejó un sabor amargo en la lengua. Entonces tuve la certeza de que lo mejor sería ganar tiempo.

Con la mayor naturalidad posible, me introduje la uña mugrosa en una de mis fosas; hurgué lo más hondo que pude. Extraje un moco amarillo y con la fortuna de estar sanguinolento. Lo amasé frente a sus ojos poniendo en ello toda mi concentración. Cuando fue una bolita compacta, lo pegué en un pepperoni que me zampé en una gloriosa mordida. 

Habría que escribir una crónica sobre su rostro. Un poema sobre su náusea. Una canción sobre sus arcadas. Solté la última carcajada; no pude evitarlo. 

Mientras se bañaba en sus jugos gástricos ayudada por el mesero, eché a correr. 

Atravesé la avenida, el parque La Carolina y el centro comercial. Sentía a cada paso su presencia haciéndome sombra. Me encaminé al departamento. Sabía que Roberto no se encontraba. Mientras esperaba la aparición de su silueta detrás de la puerta, calibré el sable. Me recosté en la cama con mis largos dedos entrecruzados sobre el arma y, como buen monje, me puse a orar.

lunes, 22 de octubre de 2018

EL CERDO


    —Deberías agradecer que no te hundo —dijo el Cerdo mientras hacía tintinear todo el oro de su cuello. La Institución te brindó una oportunidad y vos no supiste aprovechar. Acá tengo las pruebas. Estoy seguro que te darán por lo menos cinco años —continuó mientras chocaba el enchapado de su zapato contra el mármol impoluto de la Administración. Se ha seguido el debido proceso. Eres todavía joven; hazle un favor a la Institución y háztelo vos mismo —aconsejó detrás de sus anteojos dorados, hurgándose la nariz con su dedo repleto de anillos. Yo tengo autoridad para joderte. Puedo hacerte mierda en un plisplás —explicó, frotando las posaderas contra su trono. Entonces vos decides, firmas o ahora mismo conjuro con mi pluma a la Justicia —sentenció el Cerdo. Yo no me ando con tonterías; averigua quién fue Sir Tomatón Bruchlonclown Mamón y sabrás cómo fui formado —aclaró con movimientos plácidos; masturbándose la lengua, el dedo, la espalda (y hasta el alma) con sus palabras. Cuento hasta cinco; si no agarras el bolígrafo, sabrás lo que es bueno. Muy bien. Por fin tomaste conciencia, por fin te llega el entendimiento —dijo satisfecho, tomando la hoja y colocándola sobre el legajo.

      Santo Cerdo, apenas sonriente, completamente mítico. Todavía te veo desde mi acolchado sepulcro: detrás del marco de la ventana, eclipsando el día.

viernes, 13 de julio de 2018

CINTAS

De imprevisto, el diluvio me agarró por el cuello y se dispersó hasta las uñas del pie. Había esperado a la Hippie por más de media hora. 


Caminé con la confianza empapada. Ningún portón podía resguardarme por mucho tiempo, así que ingresé al primer establecimiento que encontré. 

Era un local de techo alto, mármol en el piso y en las paredes, de mármol las repisas y acaso también el dependiente, un viejo que se descongeló al verme. 

―Bienvenido ―dijo con exageración; y solo le faltó la sentencia del guardián de la gruta dormido hace dos mil años. 

Dejé a mi paso un charco lodoso; avergonzado, me volví hacia la puerta. 

―¡No se preocupe! Deme su chaqueta. En un instante le daré una toalla. 

―¡Lo lamento! La verdad, no vine a comprar nada. 

Miré al rededor. Sobre los mostradores había tiras de cintas, carretes, serpientes zigzagueantes. 

El viejo no pareció escucharme y, sin dejar su sonrisa alienada, preguntó: 

―¿Quiere un café? 

Amontonó sobre el mostrador los curiosos objetos, colocó una tetera y dos tazas. Derramó sobre ellas un café muy negro y el ambiente se llenó del aroma que me obligó a beber mi primer trago. 

―Es arábigo, pero se cultiva en Tres Ríos. 

Una sensación de bienestar, una tranquilidad falsa pero necesaria se apoderó de mí. Sin embargo, por un instante pensé en el truco, la trampa, los ejes cilíndricos de la ratonera. 

―Hace muchos años esta tienda era muy concurrida, pero ya serán más de doce que no teníamos una visita. 

Esperaba que dijese que vendía sueños: <<ofrezco esperanzas a la medida. Y por tratarse de una fecha tan especial (nada más y nada menos que el diluvio que arrasará la civilización humana), se te concederá la gracia de un único deseo>>. Nada más alejado de la realidad. 

―Vendo cintas de máquinas de escribir. Las tengo de todas las marcas, las tengo originales y chinas, nuevas y reusadas. 

Levantó frente a mis ojos una cinta de dos colores; noté que estaba repleta de letras sobrepuestas. Mientras me secaba con una toallita que acababa de darme, pude descifrar algunas palabras como: regazo, melancolía, azul, perro, y otras tantas como se pueda imaginar. Combinándolas contaban el evangelio o era una carta a la prima Francisca en la ciudad de Alajuela. 

―Esta que ves aquí perteneció al escritor Manuel Cañijo Loor. ¿Has leído sus libros? Pues deberías hacerlo, no hay nada mejor para los tiempos libres, para la tristeza o para la lluvia. 

Me mostró muchas más, hasta que se acabó mi cuarta taza de café. La lluvia había cesado. 

Tomé mi abrigo y me disponía a marchar, no sin antes agradecer la extraña amabilidad; pero me encontré con los ojos vidriosos del viejo. 





―¡Esa! ―dije― La del poeta de la naturaleza. 

Me la envolvió contento y, desde el otro lado de su aparador de mármol, me dijo adiós con la mano. 

Había pagado con mi único billete; el presupuesto para comprar dos entradas de cine y una bolsa de palomitas de maíz para la Hippie. 

Caminé unas cuadras. En la esquina de avenida 10 y 31, un grave pitido me sacó del ensueño. Era ella desde la cabina de su auto. 

Bajé el rostro y seguí de largo.

ÉXTASIS

   Siempre presenta al bicho como huérfano. Luego, como pude comprobarlo, te sentará en el salón y ofrecerá esa viruta que parece ser lo único de lo que se alimentan. 


   Todomeo arrugará el morro.


   ―Es solo un amigo, bebé. Ya te he dicho que debes aprender a compartir. 

   De seguro sabes que es la viuda de un sargento de la policía, recordado por su cara de perro y su disciplina. Todas las madrugadas, antes de salir el sol, trotaba por el barrio y, al pasar, dejaba una estela de vapor. Por ello lo conocíamos como el Sargento Locomotora. 

   Después de comer esa basura, mezcla de harina de pescado y sal, siempre se hace un silencio incómodo, que solo romperá un chillido de Todomeo.

   Es apenas el principio de un largo protocolo que, de ser cauto, desembocará en el momento deseado. 

   ―El bebé quiere jugar en los alcornoques ―te dirá refiriéndose al jardín. Lo cargará y llevará en dirección a la puerta trasera. 

   Y mientras él renguea de un lado a otro, escarba la tierra o trata de alcanzar los limones; ella te contará, en el mismo discurso invariable, su triste historia: 

   ―Fue una verdadera tragedia: el Terry regresó de hacer deporte… hacía poco que el bebé había llegado a nuestras vidas… era Navidad y armamos un árbol precioso… el bebé siempre ha sido muy travieso… uno de los cables… el fuego… 

   Suspirará. Mirará amorosamente a Todomeo y soltará dos o tres quejidos. 

   ―Dio su vida por él. 

   Entonces deberás ser cauto. Esperarás hasta que se seque las lágrimas y, solo en ese momento, tomarás con suavidad su mano izquierda. 

   ―Fue muy duro para todos. El bebé todavía está en tratamiento psicológico. A veces, por las noches, se despierta exaltado. Debo mecerlo muy despacio hasta que los dos nos tranquilicemos. 

   Para cuando Todomeo, cansado, se eche a la sombra del capulí, será necesario que beses su mano. Ojo, solo un pequeño roce. 

   ―¿Tienes sed, mi niño? 

   En ese momento te precipitarás a la cocina y llenarás dos cántaros. Pero deberás ofrecérselo lentamente, sosteniendo su mirada salvaje. Y si lo llegara a aceptar, puedes respirar tranquilo; incluso sonreír satisfecho y volver inmediatamente junto a ella. 

   ―Se ha encariñado contigo, no a cualquiera le acepta algo, es desconfiadísimo. 

   Después Todomeo volverá a lo suyo: a saltar, escarbar y chillar como un diablo. 

   Ella, durante toda esta etapa, hablará de las cualidades del Sargento Locomotora, elevando de vez en cuando la voz: 

   ―¡Por ahí no, bebé; detrás está la calle! 

   ―¡Cuidado te caes, bebé; anda despacio! 

   Esos minutos parecen eternos pero, finalmente, Todomeo siempre cae exhausto. 

  Jamás debes intentar cargarlo, o ahí termina todo. Por el contrario, si la sigues a paso lento, verás cómo entra en su habitación y, después de más o menos treinta minutos, saldrá con el rostro reluciente. 

   A continuación, te invitará a la sala de los sillones de piel de vaca y estanterías repletas con las insignias y trofeos del difunto. Ahí, frente a su retrato de perro que asecha. 

  Sin embargo, no debes fijarte mucho en ello; llegado a este punto, no es momento de flaquear. Conviene mantener la calma; ella siempre se encarga del resto. 

  La noche se perderá entre sus gemidos, hasta desvanecerlos en el sueño del amanecer. 

   ¿Existe una gloria mayor? Si el propio Sargento Locomotora, desde su nicho en la pared, contempla todo con una extraña misericordia. 

   Escúchame, ella nunca se levanta hasta antes de las ocho. Lo que te da tiempo a pasear por las habitaciones, ir a la cocina y preparar café. Si eres rápido, incluso podrías tomar un baño. 

   Debes confiar en que Todomeo no tendrá una de sus crisis. Es más, lo escucharás deambular por la casa hasta llegar a la puerta y sacudirse gustoso. Vendrá salamero. 

   Entonces, como dicta la tradición, sucede la venganza al Sargento. Un soberano y lúcido puntapié en las costillas de la alimaña. 

   Que no te espanten sus chillidos, que no te intimiden sus ladridos. En ese momento, todos estarán hundidos en algún tipo de éxtasis.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...