Desde la ventana del cuarto se veía la calle principal; el cielo me enceguecía. Hacía más calor que afuera. Las muchachas y los viejos sudaban, mientras se ocupaban de sus propias preocupaciones. Se escuchaba el sonido de mercaderes, risas y llantos; y, mientras la tarde iba cayendo, un aroma a pan y caña inundaba el ambiente.
-¡Aquí no hay mucho para hacer, niño! -dijo la vieja montuvia. -Pero sí puede conocer la casa del Poeta.
¿Quién dice que nadie es profeta en su tierra? Horacio, un anciano más alto de lo que imaginé, había sido docente, editor, historiador y teórico literario de Manabí; en su Casa recibió a Demetrio Aguilera Malta, Nelson Estupiñán Bass y a Benjamín Carrión, entre otros.
Llegué en noche de fiesta. Al ritmo de un bandoneón, una pareja se desplazaba entre las mesas dibujando figuras. Miradas apasionadas y labios al borde del beso. Aplausos, bocanadas de vino. Era el lanzamiento de la traducción al francés de su último poemario.
Me injerté en medio de la alegría y también bebí. Era inevitable que la gente se incomodara con mi presencia; todos eran amigos, gente notable de Portoviejo, y yo un sujeto con una camisa vieja.
Cuando fue propicio y la música había acabado; cuando los discursos fueron apagados por la ovaciones y estas últimas naufragaron entre la risa de los grillos, me acerqué.
-La recuerdo perfectamente; era una muchacha brillante -me dijo.
Le resumí veinticinco años en unas pocas palabras. No tardé mucho en obsequiarle uno de los folletitos que yo mismo había armado, donde constaban mis lamentables versos, pero que en ese entonces ya había desgastado en el oído de los transeúntes, de los bañistas, de los estibadores y en un eufórico rito religioso que había llenado una plaza en Manta.
Él, acaso por reciprocidad, fue a buscar uno de sus libros, un compendio de memorias, poemas y fotografías, que me autografió, antes de invitarme a que lo acompañara a una de las mesas.
-Es un joven poeta, quiteño-manabita. -Me presentó. Lo recuerdo cansado; se frotaba el rostro y masajeaba los ojos vidriosos, sonreía al grupo que hablaba sobre política. Alguien soltó un chascarrillo y me alcanzó una explosión de carcajadas.
No podía quedarme mucho tiempo; era hora pico en la noche de cualquier ciudad. Estaba envalentonado y de tanto repetirlo ya me sabía de memoria mis propios lamentos. Pero esa vez hice algo diferente; en el primer lugar donde me permitieron declamar, leí un poema de Horacio, el que salió al azar; uno donde los potros se lamían la ternura. Estaba decidido; mordí un par de lóbulos y vendí casi toda la mercancía. La noche parecía larga; la vida también.
Años más tarde, vi la tristeza en los ojos de mi madre cuando le mostré el diario que anunciaba la muerte de su viejo amigo.