martes, 13 de noviembre de 2018

EL TÍO


   Cada vacación iba a visitar al tío. Vivía al otro lado del mundo, por lo que debía viajar un día entero. 
   Aquella ciudad era muy distinta a mi pueblo. En Hua todas las casas eran pequeñas, mientras que allá había torres. En Hua apenas había carros, mientras que allá atravesaban las calles coches multicolores. En Hua la mayoría de gente eran pescadores, negros y negras bellos y fieros; mientras que donde vivía el tío había chinos, blancos, barbados y sin barba, muchachas y muchachos para todos los gustos; pero, casi siempre, perdidos en sus pensamientos. 


   El tío alquilaba un cuarto pequeño, pero ventilado, donde merendábamos, dormíamos y armábamos la mercadería. Durante el día, íbamos a su trabajo. Yo lo ayudaba a sacar la parrilla, que era como un cochecito más, y la llevábamos hasta su sitio en el parque.
   Todo el día el tío estaba envuelto en una nube salada; todo el día sonreía, ventilaba los carbones y volteaba los chuzos: esos manjares donde la carne asada se mezclaba con el plátano verde y maduro; y éste, a su vez, pactaba con las salchichas, la cebolla y el pimiento.
   La sonrisa del tío era una extensión más del parque, llena de algarabía y luces al atardecer. 



   Mis vacaciones eran muy felices junto a ese viejo que, alguna vez, besó el rostro de la abuela que nunca conocí. Y cuando me despedía para regresar a Hua, no podía evitar el llanto.
   Hasta pronto, decíamos.


   Cuando recibimos la inusual llamada, en el único teléfono del pueblo, mi madre se desató en un inconsolable canto.
   Yo era todavía chico para entender lo ocurrido. Por eso me imaginaba a la parrilla del tío entremezclada con los otros coches; y a él bailando la música de los colores que se funden como un arcoíris en el centro de la gran ciudad.

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