De seguro se acuerda de mí, si le digo que soy el hombre de la chaqueta de jaguar. Todos me reconocen por ella. ¿Recuerda que nos conocimos un sábado cuando usted escribía en su diario esos bonitos poemas al Cordero? Me dibujó uno, sin que yo se lo pidiera. Lo hizo grande, lanudo, en la cima de la colina, sacrificado por los pecados de la humanidad.
Soy yo, Martín.
Nos dimos la mano y usted esbozó esa sonrisa que ya no se fue.
Ese día no había fieles y nuestras voces se multiplicaban en eco.
He de empezar con una confesión, usted me pareció muy guapa para ser monja. Por eso me acerqué.
No crea que tenía malas intenciones, ya había agotado ese día toda mi maldad. Hermana, yo nunca voy a las iglesias, pero me sentía tan confundido y desorientado que de alguna manera me sujeté al edificio, le clavé la mirada.
Quizá sea porque cuando era niño iba mucho y todas son iguales, criptas frías donde aparentemente estás a salvo.
Esa iglesia no era la excepción, era como el templo de todos los pueblos.
Me quedé un rato en una de las hileras de bancos, apreté los puños y pensé en todo lo que había hecho. Me dije: no es tan malo, todavía puedo solucionarlo, todos podemos ser mejores. Luego recorrí la nave central,
que así se llama en arquitectura el corredor donde pasan las novias y donde salen en procesión los muertos.
A cada costado había pinturas sobre la pasión. Nunca me había fijado en ellas, pero ahora lo hice.
Siempre pintan feos a los malos. Judas contando las treinta monedas, era un simio con colmillos y barba de musulmán. También me sentí como él, yo también contaba mis treinta monedas ese instante.
Entonces la vi.
No sentía maldad alguna, hermana. Después de saciar los deseos, según mi estética, quedo santificado por unos días.
Lo que se apodera de mí es la tristeza.
Usted lo habrá notado, a pesar de que le devolví la sonrisa.
Todavía recuerdo sus ojos, eran de un azul profundo. Esos ojos no son habituales por acá, ni al sur ni al norte. Y luego escuché su voz, su canto rioplatense. Me leyó sus versos, unos versos simples y bonitos. Ojalá yo hubiera podido dedicarme a la poesía.
¿Será que esto les ocurre a los poetas frustrados?
Lo que queda claro es que los religiosos no son clarividentes.
En cierto modo, todos sentimos una primera impresión, que algo nos dice de nuestras privadas verdades. Pero para ir más allá, habrá que ser un detective.
Sin embargo, yo siempre causo una buena primera impresión. ¿Verdad que no soy feo como Judas o como el diablo?
Le conté que mi padre era poeta y escribía romances y sonetos perfectos. Le recité aquel que habla de la puerta cerrada en medio del bosque. Su mirada se iluminó. Le pregunté, con aprensión, si alguna vez había querido renunciar. Y con esa pregunta se abría poco a poco la puerta, develándose la verdad de la tierra, el musgo, los árboles y los pájaros.
Creo que al inicio de mi carta pensaba confesarme, pero ahora ya estoy de mejor humor. Quizás un día, cuando regrese en mis vacaciones, podamos volver a vernos.
Usted me contó sobre una cafetería deliciosa. Yo solo la miré desde la acera y cuando me marchaba pensé en usted.
No me había atrevido a escribirle, pero ahora la escribiré cada vez que sienta la misma angustia, el mismo arrepentimiento.
Su bendición.
Edmundo