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En el corazón de las tinieblas ronda la locura. Nadie la conocía mejor que Samuel, a quien contemplé con aversión cuando abordó el autobús en El Carmen, provincia de Manabí. Tenía el cabello lleno de motas y tan negro como su barba, en donde se cernían las migas del pan de yuca que arrancaba con tranquilidad. Su nariz y frente estaban muy quemados, como si hubiera intentado explorar el sol.
Preferí evitarlo. Mi vista se perdió entre el libro abierto y la ventana, por la que ardía el centro de esa pequeña ciudad de paredes manchadas y persianas abiertas, de vendedores atroces y mujeres voluptuosas.
Lo primero que hice al llegar a Pedernales fue caminar hacia la playa, almorcé mientras contemplaba el océano Pacífico. Después me senté en la arena, saqué de mi bolso el libro y los cigarrillos.
Era una antología inspirada en una declaración de Borges, donde mencionaba sus cuentos imprescindibles.
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A pocos metros estaba Samuel, absorto en el cielo. La figura común del demente, pensado si ha llegado el día de perderse en el mar. A lo lejos jugaban las nubes, fornicaban y se desprendían sin ganas bajo el sol.
Se acercó y con su extraño acento me pidió un pucho.
–Gracias –sus manos rebozaban de verrugas. Con ellas acarició el filtro que apretó entre sus labios.
–¿De dónde eres?
–Dicen que de Quito.
Miró mi paraguas, pantalón de casimir y camisa. Sonrió.
–Esta mañana salí con intención de caminar, quizá ver una película. Pero se detuvo frente a mí un autobús con destino al terminal. Sin comprender todavía, lo abordé, después pregunté por la playa más cercana.
Una tormenta de humo lo abrazaba mientras se acomodó a mi lado.
No era temporada turística, en la playa apenas corrían unos niños. Sin embargo, ese espectáculo era suficiente. Una balsa se aproximaba a la costa, escuadras de aves atravesaban las nubes, alguna de ellas se precipitó al mar y emergió con un pez en el pico.
Samuel era canadiense, pero salió de ahí hace tantos años que podían ser cinco o veinte.
–¿Qué haces aquí?
–No lo sé.
–¿A dónde te diriges?
La pelota voló sobre nuestras cabezas a una velocidad supersónica. Las olas la devolvieron a los brazos de uno de los niños.
–Yo alguna vez estudié leyes –estuve próximo a reír, pero sus ojos asomaron detrás del humo, de las greñas, detrás de esas palabras.
También tuvo una novia con la que estuvo a punto de formalizar. Vivía con su abuela, asistía a la Universidad de Toronto o Montreal, salía con Mishell y comían juntos, más tarde regresaba a casa y contemplaba a la abuela. Cada día más cansada, hasta que su voz se apagó.
–Mi cuerpo estaba en Canadá, pero mi mente siempre caminaba en otro sitio.
Después del funeral, sintió que nada lo ataba. Decidió reencontrarse consigo mismo, pero para ello debía sumergirse en la soledad y lo desconocido.
–Viví dos años en Neiva, Colombia. Ahí me adoptó una familia. Pero después de un tiempo, sentí nuevamente esa ansiedad.
Si yo hubiese sido valiente habría hecho lo mismo, renunciar cuando todavía era posible. A la mierda la universidad, aniquiladora de conciencias, germen de la atrofia creativa, a la mierda las profesiones y el esclavismo de una vida confortable, a la mierda el matrimonio, la familia, núcleo del status quo, a la mierda la monogamia, a la mierda las buenas ideas y costumbres, a la mierda el helado de fresa.
–También me gusta la poesía, look.
–¿Qué lees?
–Siempre llevo conmigo un libro, Heart of darkness.
Al inicio no me di cuenta de que era el mismo texto que acababa de leer en el viaje, pero cuando me contó la trama sentí un estremecimiento.
–En ese libro hay una frase que me gusta mucho: “Vivimos como soñamos: solos.”
Sus ojos se iluminaron, decidió parafrasearla en la lengua natal.
–A veces, cuando viajo, siento que estoy viviendo la misma aventura de Marlow, pero al contrario del personaje de Joseph Conrad, que busca rescatar a Kurtz, yo me busco a mí mismo.
–¿Y lo has logrado? ¿Tienes alguna pista de tu paradero?
–Creo que no.
Extrajo de su mochila una libreta que parecía la bitácora de un psicópata y procedió a leerme sus poemas. Unos versos maravillosos que no puedo recordar, pero que hablaban de la vida, de la vida de la vida, de la vida pura, de la vida hembra.
Caía la tarde. Los niños, las balsas y los pájaros habían desaparecido. El mar dispersaba los últimos rayos de sol y creaba un paisaje místico, propenso para rezar o llorar.
Pero no hicimos ninguna de esas cosas. Acompañé a Samuel a recorrer la ciudad en busca de hospedaje. Lo veía negociar el precio y volver sobre sus pasos. Se negó a pagar más de cinco dólares y decidió ir hasta Montañita donde seguramente encontraría un hostal para mochileros. Fuimos juntos a la estación, donde debía comprar mi boleto a la cotidianidad del lunes. Intentó persuadirme para viajar juntos.
Su autobús partía ese mismo instante. Nos abrazamos y lo vi ingresar al vehículo que se ponía en movimiento.
–¡We live as we dream: alone, my friend! –gritó.
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Todavía faltaba un par de horas para mi regreso. Tomé una tricimoto y pregunté al chofer si existía algún lugar que pudiera conocer antes de irme.
–Hay una fiesta de la radio donde puede ir.
Aquel lugar estaba repleto de muchachas y muchachos bellos y sonrientes que me miraban como si fuera un mono vestido. Apresuraban el vino de cartón y escuchaban la voz de la tarima que anunciaba el show del mayor representante de la cumbia manabita.
Cuando un gordo, enfundado en una camisa de lentejuelas, empezó a saltar en el escenario, comprendí que aquel domingo me había observado en un espejo hondo, más profundo que el mar. Pero no comprendí la epifanía, no me reconocí.
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