sábado, 24 de noviembre de 2018

EL SOBREVIVIENTE

   Tito sobrevive otro día a la aburrida jornada de clases.
   El timbre de la última hora sonará pronto. Sin embargo, si se es creativo, todavía es posible hacer algo provechoso estos pocos minutos.
   Basta un guiño a Lu y Ma para que todo esté planteado. No hacen falta preámbulos.
   Los tres agarran de la chaqueta al maestro de Lengua y, cuando su cuerpo escuálido yace en el piso, animados por el júbilo colectivo, lo estiran. Lu y Ma por los brazos; Tito, quien es el más fuerte, por los dos pies. El infeliz aúlla.

   —¡Cállate, cabrón! Que todo lo que digas puede ser usado en tu contra ante la Defensoría del Menor.

   El pobre diablo lanza sendas amenazas, a pesar de las advertencias; lo que naturalmente enardece a los jóvenes cuerpos que sacuden al monigote por los aires.
   Por fin suena el timbre. Tito da una señal; Lu y Ma dejan esa basura humana sobre el piso, junto al escritorio de pino y bajo el falso techo.
   Los estudiantes recogen sus pertenencias y salen precipitados a la libertad.


   Más tarde, la mujer del maestro de Lengua arde en cólera. Ha llegado no solo desaliñado, sino con una evidente rajadura en la chaqueta.
   Como es natural, esa noche tampoco obtendrá ningún tipo de favor. Pero no todo es malo, pues compartirá una vista deslumbrante de la luna con Teodoro Manrique, el pequeño schnauzer blanco.

jueves, 22 de noviembre de 2018

EL CASO DE LA SAL YODADA

   Un millonario de Nueva York, nacido y radicado en Portoviejo, sufrió un grave revés cuando, al sostener un frasco de sal para condimentar sus huevos matutinos, descubrió la palabra YODO.
   Una vez recuperado el dominio de sí mismo, pero no la tranquilidad, mandó llamar al comisario de su localidad quien, con mirada idiota y conteniendo una sonrisa a punto de explotar en los labios, únicamente intentó tranquilizarlo.
   Después de este lamentable episodio y de acudir a todas las instancias posibles, perdida la fe en la justicia y en el poder de las influencias, hizo algo que  nunca estuvo dentro de sus opciones.
   Depositó toda la fe en un par de detectives, famosos en los bajos fondos de la mitología urbana por desentrañar casos fabulosos como el ataque del Vergajo de San Blas, el misterio del Pitufo de la Alborada y tantos muchos otros.
   —Fui personalmente al supermercado para comprobarlo y desde ese día no he podido cerrar un ojo.
   Los agentes Calixto y Raúl apenas se movieron durante el relato. El más flaco anotaba en su libreta, mientras el gordo se secaba el sudor de la frente con el puño.
   —Sé perfectamente a lo que se refiere, Macsimbaña, todo esto es una conspiración mundial en contra de su buena fortuna —sentenció Calixto.
   Conversaron durante casi una hora; del complot BBQ que endulza las salsas saladas, del arroz plástico del célebre salón Hong, de las naranjas que antes eran más azuladas.
   Finalmente, después de dos largos días de averiguaciones y pesquisas, los detectives dieron claras muestras de su genialidad al exponer la incuestionable solución:
   —Primero, pase la sal por un colador de bronce, para ver si no hay otras substancias ajenas a la atmósfera. Luego, neutralice el yodo con su aliento. Sí, de esta forma, soplando de izquierda a derecha.
   Por este menester, el magnate compensó a los agentes con un par de metros cuadrados de manglar en la Boca. Ellos hubieran preferido dinero contante y sonante, pero tuvieron que aceptar lo que se les ofrecía. Después de todo, pronto terminaría la veda del cangrejo.

viernes, 16 de noviembre de 2018

LA BOINA

   Carlos usa una vieja boina que, de forma misteriosa, lo vuelve poeta frente a la opinión pública. Es natural, otros tienen cámaras, martillos, estetoscopios o escobas.

   Un día nuestro amigo pierde su preciado objeto. Impotente ante la posibilidad de hallarlo, balbucea, se arrastra por el piso, hace pataletas.
   Ahora es una cosa arrojada a la alfombra; algo así como una basura o como una idea jamás expuesta.

   ―¿Algo le pasa a Carlos?
   ―Creo que está enfermo.
   ―¿Quién?
   ―Carlos
   ―¿Qué Carlos?

   Prueba con un periódico; lo dobla hasta construir una gorrita de papel. Prueba con una gorra de visera amarilla. Prueba con una bolsa para compras y, más tarde, con una olla.

   Finalmente, Carlitos pierde la esperanza. Se arrima a la pared y la mancha con su difusa existencia.

martes, 13 de noviembre de 2018

EL TÍO


   Cada vacación iba a visitar al tío. Vivía al otro lado del mundo, por lo que debía viajar un día entero. 
   Aquella ciudad era muy distinta a mi pueblo. En Hua todas las casas eran pequeñas, mientras que allá había torres. En Hua apenas había carros, mientras que allá atravesaban las calles coches multicolores. En Hua la mayoría de gente eran pescadores, negros y negras bellos y fieros; mientras que donde vivía el tío había chinos, blancos, barbados y sin barba, muchachas y muchachos para todos los gustos; pero, casi siempre, perdidos en sus pensamientos. 


   El tío alquilaba un cuarto pequeño, pero ventilado, donde merendábamos, dormíamos y armábamos la mercadería. Durante el día, íbamos a su trabajo. Yo lo ayudaba a sacar la parrilla, que era como un cochecito más, y la llevábamos hasta su sitio en el parque.
   Todo el día el tío estaba envuelto en una nube salada; todo el día sonreía, ventilaba los carbones y volteaba los chuzos: esos manjares donde la carne asada se mezclaba con el plátano verde y maduro; y éste, a su vez, pactaba con las salchichas, la cebolla y el pimiento.
   La sonrisa del tío era una extensión más del parque, llena de algarabía y luces al atardecer. 



   Mis vacaciones eran muy felices junto a ese viejo que, alguna vez, besó el rostro de la abuela que nunca conocí. Y cuando me despedía para regresar a Hua, no podía evitar el llanto.
   Hasta pronto, decíamos.


   Cuando recibimos la inusual llamada, en el único teléfono del pueblo, mi madre se desató en un inconsolable canto.
   Yo era todavía chico para entender lo ocurrido. Por eso me imaginaba a la parrilla del tío entremezclada con los otros coches; y a él bailando la música de los colores que se funden como un arcoíris en el centro de la gran ciudad.

lunes, 12 de noviembre de 2018

EL HERMANO DE ROBERTO



¿Qué tiene tu amado sobre los demás amados, oh hermosísima entre todas las mujeres?; ¿qué hay en tu querido sobre los demás queridos para que así nos conjures que lo busquemos?

                                                                                                                          Cantares, V, 9





A Néstor


Para decir la verdad, la gente me considera un hombre repulsivo. Mi cabello es cerdoso, mi piel conserva las huellas de una batalla luchada contra el acné desde tiempos inmemoriales; odio afeitarme pero tengo una barba irregular, más poblada en la mejilla derecha; mis dientes se han amarillado con el tiempo pero no han perdido su forma retorcida; mi voz está afectada por la sinusitis y me obliga a emitir un pitido en cada exhalación. Quizá lo único gracioso en mí, es el caminado; nací con dismetría de las extremidades inferiores y eso, en conjunto con mi estatura (apenas alcanzo el hombro de una chica promedio), me ha condenado a una vida monástica.

Con respecto a las pretendientes de mi hermano, no me molestaban en absoluto. Todo lo contrario, hacía cuanto estaba a mi alcance para facilitar sus empeños. No me quitaba el sombrero, hablaba lo necesario y comía con la boca cerrada.

El único beneficio que sacaba, era la pizza de Buñuel. No tenía empacho en declarar mi fervor por ella. Y cuando llegaba el momento del postre, pedía siempre tiramisú. 

Por supuesto que con Samanta no fue la excepción. Me acodé frente a mi plato y apenas la miré. Al igual que todas, creía que yo no lo sabía. Incluso fingió que podía hacerme cargo de la cuenta. Sonreí, no pude evitarlo, y desdoblé uno de mis billetes. Es muy lista, pensé. Samanta fijó la vista en mis manos, que son lo único parecido a mi hermano, y estoy seguro que se daba ánimo.

Ese primer día, me habló de sus padres, terratenientes de no sé qué infernal pueblo perdido en la cordillera. Desglosó de forma detallada todos sus traumas infantiles. Acentuó su condición de vulnerabilidad, abanicándose con la servilleta y, como si fuera una maldita genio, hizo eso de tocarse el pelo. Aunque yo sabía que si me habló de su vida familiar y todas esas tonterías, era solo para introducir la pregunta esperada.

Respondí lo de siempre; era divertido hacerlo. Dije que Roberto, el famoso escritor de novelas eróticas, es mi hermano. Aquel que en los podios de intelectuales, resalta por su vehemencia y sus pechos fornidos, aquel que tiene la manía de tocarse el mentón con coquetería mientras de sus labios carnosos frota una voz melodiosa y firme. Roberto Marxxx, el mismo que rechazó las insinuaciones de la modelo Francis Moreta, solo porque en ese entonces salía con Rita Orbe y el escándalo hubiera sido inminente. En fin, le dije que ayer mismo le obsequié un nuevo lente para su cámara y lo ayudé a cambiar el neumático en la vía a Mindo a donde nos dirigíamos para fotografiar aves.

Los labios le temblaban. Su mirada se humedeció. Era la señal para sacar la foto de la billetera. Aquella donde se observa a dos bebés desnudos en una tina. Una araña y un bebé. Entonces, cuando ya brotaba la primera lágrima, me apresuré a darle la tarjeta. <<Puedes escribirle de mi parte>>, le dije. Samanta me abrazó, besó mi mejilla; y solo cuando se subía al andén y yo la observaba desde la acera de enfrente, cayó en la cuenta, se persignó y frotó sus manos con gel antibacterial. Asunto olvidado. Siempre era así.

Pero después de un par de días, por una razón extraña, me volvió a contactar. Eso era inédito y me intrigó mucho. La magia de mi hermano nunca había fallado. Alguna vez reconocí a una de aquellas chicas en el parque. Trotaba bamboleándose como una pantera, sonreía nerviosa a causa del orgasmo sostenido que todas se llevarían a la tumba. 

Nos citamos por segunda ocasión. Esta vez, algo me había hecho seleccionar una cafetería barata. Cuando Samanta apareció, estaba lejos de la imagen de una felina. Parecía haber trasnochado desde nuestro último encuentro. Las manos le temblaban y me miraba como a través de una nube. Atrapó mi mano que en ese momento rascaba una de esas roñas que durante cada verano me proliferan. <<No contesta mis llamadas>>, dijo intentando respirar. 

Sonreí, era inevitable. Un par de horas después, sus lamentos, el relato sobre el despido de la oficina, el recorte de una fotografía que extrajo de su brasier, me hicieron fruncir el rostro.

Ese mismo instante saqué el móvil y marqué a Roberto, cuya voz tranquila la descompuso más. Se hundió en la silla. <<Quiero presentarte a alguien>>, dije y ella parecía a punto de desmayar. Le pasé el aparato y se quedó de piedra mientras desde el otro lado, la voz de mi hermano sonaba inmutable hasta perderse en el tono de la línea. 

Lloró como una niña. Hizo pataletas, apenas pudo sostenerse cuando su cuerpo menudo rebotó en el suelo y su cabeza chocó varias veces contra las patas de la silla. <<Lo amo tanto>>, dijo. 

De la impresión que me causó, mi voz se enturbió aún más. Empecé a sudar con ese olor a pez que tanto ahuyenta a la gente. Se afirmó a mis rodillas y tuve que explicar al camarero, al dependiente de la caja, al policía que no tardó en llegar, que yo no le había hecho nada.

Esa misma noche, ya en el departamento, se lo conté todo a Roberto. Casi se ahoga de la risa, cosa que me tranquilizó e hizo ver la situación como una anécdota de la que pronto nos regocijaríamos en un coctel.

Nada más alejado de la realidad. No cesaron las llamadas; en la oficina, mientras meaba, a las tres de la mañana; y siempre decía lo mismo: <<discúlpame con Roberto y mándale besitos de mi parte>>. Pero eso a mi hermano le parecía natural, estaba convencido de que no podía tributársele un empeño menor.

Se me ocurrió una idea genial, lo mejor sería concertar una cita entre mi hermano y su pretendiente. No hacía falta persuadirlo pero, de todos modos, le dije que era una flaca jugosa de senos de durazno y muchas otras idioteces.

Logré que aquella tarde se vista con la leva caqui, hice reservaciones en el restaurante del Hilton; pero Samanta jamás apareció. Solo más tarde, en medio de un sueño inquieto descolgué el tubo y escuché su voz: <<discúlpame con él y mándale besitos de mi parte>>.

Una mañana no pude más, pedí permiso en la empresa (ellos se alegraron de librarse de mí aunque sea un par de horas), acudí a la policía e intenté poner una denuncia. <<Una mujer me llama a cada rato>>. El agente Manso, una bola de grasa, me dijo que si el acosado era mi hermano, debía denunciarlo personalmente. <<Pero es a mí a quien llama>>, sus carcajadas resonaron en el edificio. Decidí tirarme un pedo como venganza y me largué.

Una sorpresa me esperaba en el parqueadero. Estaba casi desnuda. Es decir, vestida apenas con una bata floreada y transparente. El agente Manso y el verano habían hecho lo suyo con mi mucosa intestinal. Aun así, me dejé arrastrar un par de cuadras hasta la pizzería Buñuel. Ni siquiera atendí las burlas que la gente nos hacía por la acera. No soltaba mi mano, que acariciaba con fuerza. Al sentarse frente a mí, pareció atravesada por un lapso de lucidez, que la hizo soltarme con el mismo asco de siempre.

Entre los dientes del tenedor, en la servilleta doblada, en la persiana que daba a la avenida, pude apenas atisbar la tranquilidad de tantas otras ocasiones. Pero la primera mordida a mi pieza de pizza, me dejó un sabor amargo en la lengua. Entonces tuve la certeza de que lo mejor sería ganar tiempo.

Con la mayor naturalidad posible, me introduje la uña mugrosa en una de mis fosas; hurgué lo más hondo que pude. Extraje un moco amarillo y con la fortuna de estar sanguinolento. Lo amasé frente a sus ojos poniendo en ello toda mi concentración. Cuando fue una bolita compacta, lo pegué en un pepperoni que me zampé en una gloriosa mordida. 

Habría que escribir una crónica sobre su rostro. Un poema sobre su náusea. Una canción sobre sus arcadas. Solté la última carcajada; no pude evitarlo. 

Mientras se bañaba en sus jugos gástricos ayudada por el mesero, eché a correr. 

Atravesé la avenida, el parque La Carolina y el centro comercial. Sentía a cada paso su presencia haciéndome sombra. Me encaminé al departamento. Sabía que Roberto no se encontraba. Mientras esperaba la aparición de su silueta detrás de la puerta, calibré el sable. Me recosté en la cama con mis largos dedos entrecruzados sobre el arma y, como buen monje, me puse a orar.

sábado, 3 de noviembre de 2018

LA CHUECA




era chueca
y cuando te hablaba
una de sus pupilas se perdía en la calle

era casi una araña aplastada
pero eso sí
cuando se lanzaba al amor
se convertía en luna
y no había demonio
que no se conmoviera

era chueca
pero su lengua
se te enmarañaba para siempre

porque era derecha en el vivir
derecha sin que haya duda de sus desvíos

era chueca de nacimiento
pero con sus manos de rama seca
amasó mi cuerpo
en el perfecto gesto de la vida

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...