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Sabía dónde encontrar a Tameski, donde tantas veces bebió de mi sangre. Pero esta vez fui armado con un sable de uranio forjado por el mismísimo maestro de Onii. Para ganarlo crucé toda la cordillera de Mok, vencí a los soldados del rey Piomir y maté a la doncella vaporosa. Era la única forma de enfrentarme con Tameski.
Ahora lo vislumbro con sus veintidós alas reposando sobre la roca legendaria de Pitro, con sus cien cabezas feroces de felino, esperándome, con su lomo poblado de escarcha y su bramido de mil toros, con sus tentáculos solares que succionan las vísceras.
-Lamento haber tardado.
-Veo que traes contigo el veneno que me liberará. Adelante, fiel Marcou.
El arco de la espada refleja sus ojos de caverna y un grito emerge de su núcleo, el grito que hace desprender a las montañas.
Su carne se calienta bajo el sol. Sabe a esencia de mango, a pimienta, a anguila, a aguardiente, a menta, a huevos descompuestos, a pelo de mapache, al río Piomir en la desembocadura del Ñaar, a mercado callejero de Irch, a aleación de hierro y titanio, a bosque encantado, a la axila de Támar.
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Alguien irrumpe en el dormitorio de Marcou, cuando por fin se ha anudado la corbata. Cada movimiento de su rostro es una estrategia táctica. Lo toman de la mano y quizá, al final del largo corredor, lo espera la última batalla.
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