Lo primero que hice fue abrir las ventanas. Me refresqué el rostro y me puse a contemplar la avenida, todavía vibrante. En la esquina próxima, a mano izquierda de la recepción, cruzando la calle, hay un edificio de tres plantas, la última, de color durazno ennegrecido, está rodeada de balcones, en uno de ellos un viejo me mira, mientras tose, se ventila en su mecedora y se escurre el sudor que cae a gotas por su dorso, en el resto de balcones hay tendederos y una que otra sombra cruza detrás del marco del ventanal. En la segunda planta no hay ventanas, hay un mural verde donde por un lado se representa la flora y fauna de la provincia y por el otro, el rostro sonriente de Paul Mercado, candidato a alcalde, todo ello interrumpido por dos chimeneas que han devorado el cielo del mural y la cabeza del político. La planta baja está dividida por los comercios, BINGO ESTELAR, PELUQUERÍA COQUETA, RESTAURANTE SABROSÓN, VIVERES SUSANITA, que se entremezclan y se extienden más allá de la calle. Hacia la izquierda, MARISQUERÍA MARIAJOSÉ, BOUTIQUE ESTILO, CELULARES Y REPUESTOS LUCHA, BANCO DEL BARRIO CUQUITA, y a la derecha, donde se cruza la avenida 24 de mayo, REPUESTOS DON JOSÉ y SUPERMERCADO ALLÍ. En el extremo derecho de la avenida Bolívar, sobre la acera del supermercado, aparece una mujer despampanante, lleva a un pequeño niño de la mano, intentan sortear un taxi y un automóvil azul, para alcanzar el otro lado de la avenida y avanzar frente a los VIVERES SUSANITA. El niño tiene sueño y camina prácticamente impelido por los regaños de la mujer, arrastrado por la misma. Ingresan al RESTAURANTE SABROSÓN. En la acera la gente se cruza, se rebasan, toman aire un instante o compran el diario de mañana al voceador. CONOZCA TODOS LOS DETALLES DE LA BODA DE LA TIGRILLA. MASACRE EN LA PERIMETRAL. Un mendigo pide una moneda POR AMOR DE DIÓS, PAPA LINDO. Del autobús emergen e ingresan otros tantos individuos. La esquina de 24 de mayo y Bolívar es el eje más denso de este pequeño sistema arterial. A tres cuadras, por Bolívar, pasando Machala y García Moreno, está el parque central, con la catedral, la casa municipal y los principales bancos. Hacia allá me debo dirigir, pero antes tomaré un baño y sacaré uno de los trajes planchados que me envió mamá, me afeitaré y pasaré una peinilla, organizaré las cosas y esconderé entre la ropa interior el dinero y la tarjeta, aseguraré la puerta y bajaré las escaleras hasta la recepción adornada de afiches turísticos. Los dientes del recepcionista iluminarán su piel morena, BUENAS TARDES. Y saldré. El edificio de tres plantas me dará sombra y el viejo del balcón estará asomado, rasgará una gran cantidad de flema que caerá sobre el pavimento, apenas rozando al voceador. CHUCHAETUMADRE. LA TUYA, CABRÓN. Veré a la mujer despampanante y miraré mi reloj, pensando que todavía tengo veintitrés minutos, entonces me aproximaré al escaparate de la PELUQUERÍA COQUETA, hacia la gente amontonada en la parada de autobús. El vagabundo me halará de la basta del pantalón y yo sacaré una moneda de veinticinco y la pondré en su mano terrosa doblándome sobre mi pierna izquierda, pero mirando a la mujer y al niño que gemirá y con la mano libre se restregará los ojos, colgado de su mamá, o tía, la señorita del culo perfecto forrado de un pantalón blanco con flores azules y acompañado de una blusa negra sobre la que caerán sus cabellos como hilos de araña. Me aproximaré y le preguntaré cualquier banalidad, DÓNDE QUEDA EL PARQUE CENTRAL, solo para darme cuenta que es una persona amable y dispuesta a ayudarme. NO SOY DE AQUÍ, VENGO DE LA CAPITAL, VENGO A HACER NEGOCIOS, VENGO A ENAMORARME, ES SU HIJO EL PEQUEÑO que me mirará con los ojos húmedos y hundidos en su carita rechoncha como la de un osito ES MI SOBRINO, SIEMPRE ME CONFUNDEN y el pequeño se esconderá detrás de su tía SÍ mirándome con curiosidad VOY AL SUR, A DEJAR AL NIÑO DONDE MI HERMANA y pasará un autobús donde se subirá toda la gente, incluido el vagabundo y el voceador, el peluquero que se dará aire con un periódico donde se narran los detalles de la boda de la Tigrilla. FRENTE A LA CATEDRAL, HAY UN COMEDOR MUY FAMOSO, SIRVEN LAS MEJORES HUMITAS DEL MUNDO nos quedaremos solos y caminaremos al famoso COMEDOR MURIEL, donde beberemos un café intenso, con un aroma que nos envolverá íntimos, Y EL NIÑO se arrimará a sus muslos y se sobresaltará cuando ella lo sacuda. EL NIÑO CONOCE EL CAMINO con un guiño, SABE DONDE VIVE. DEJA DE LLORAR, MICHAEL, DEJA DE LLORAR O TE DARÉ UNA NALGADA. AHÍ VIENE EL AUTOBÚS. Un cacharro apocalíptico, un crujir de hierros donde la gente cuelga de las ventanas y de un gran anuncio publicitario de la PANADERÍA EL AVENTAJADO. PARE, SEÑOR, PARE, EL NIÑO SE VA, SE VA PARA SIEMPRE, POR MAJADERO. Su chillido agudo de perderá entre la gente, cuando logremos insertarlo por sobre el hombre gordo que obstaculiza la entrada. Y lo veremos marchar como un augurio del diablo, lo veremos correr entre la avenida totalmente despejada. Un punto en el firmamento. De pronto aparecerá un esputo, una flema verde sobre la blusa de la mujer, y escucharemos una carcajada. EN EL BLANCO, EN EL BLANCO. MECO, EN BLANCO. IMBÉCIL, QUÉ TE PASA. VIEJO VERGA, MANCHASTE LA BLUSA DE MI AMADA, DE MI AMADA MISHEL. El viejo aullará de placer, me verá dar círculos en la acera, tomar una piedra y aventarla. Impávido, me señalará con el dedo. YA ME VENGARÉ, YA LO HARÉ. BAJA Y DA LA CARA, ABUELO. Y ella me tranquilizará arrancando con un pañuelo la porquería, tomando mi mano, besará mis mejillas. DÉJALO ES SOLO UN VIEJO, DÉJALO. El problema es que quedará una mancha atroz sobre su seno derecho, no podremos ir al COMEDOR MURIEL. Ella empezará a llorar y yo la abrazaré. NECESITO UN LAVAMANOS, NECESITO QUITAR ESTA MANCHA CON JABÓN. YO ME HOSPEDO AL FRENTE, EN EL HOTEL EMBAJADOR. FABULOSO. PUEDES LIMPIAR TU BLUSA E INCLUSO TOMAR UN BAÑO. E iremos sonrientes abrazados a la recepción, donde el mulato me dará la bienvenida. SI ELLA SUBE, DEBE PAGAR, PANITA. COMO SI SE HOSPEDARA, COMO SI FUESE A PASAR LA NOCHE CONMIGO, HASTA LAS DOCE DEL MEDIO DÍA DE MAÑANA. Entonces la veré sacar de su cartera un par de billetes y la detendré. PAGO YO. Mis ojos se cruzarán un instante con el reloj, cuando cuente el cambio, veré que el tiempo ha finalizado, que el ingeniero Manosalvas me espera en el parque central y mi perfil se descompondrá, tanto que ella me preguntará TE OCURRE ALGO, AMOR y el hombre de la recepción aplaudirá fingiendo que mira el televisor. NO TE PREOCUPES, MACHO, TE ESPERARÉ. TOMARÉ UNA SIESTA Y TE ESPERARÉ. El recepcionista me regalará un guiño y yo echaré a correr por la avenida Bolívar, más allá de Machala y García Moreno. Hasta el parque central donde todavía habrá un sol radiante y tendré suerte porque el ingeniero no ha llegado. Y esperaré, frente a la Catedral, con la certidumbre de que esta tarde firmaré el contrato de mi vida y luego regresaré al hotel donde me esperará Mishel. Festejaremos toda la noche y saldremos al COMEDOR MURIEL, ella lucirá un nuevo vestido que dejará un bello escote en su espalda donde bajará poco a poco mi mano. BUENOS DÍAS, INGENIERO. ES UN HERMOSO DÍA, INGENIERO. NO SE PREOCUPE, TENGO TODO EL TIEMPO DEL MUNDO. SÍ, ESTOY CÓMODO. EL HOTEL TIENE UNA HERMOSA VISTA, LA GENTE ES AMABLE, CON GUSTO ME QUEDARÉ TODA LA VIDA. POR SUPUESTO, ESTOY DISPUESTO, SERÁ UN HONOR. Pero antes debo calzarme, usar la peinilla, un poco de colonia es perfecto, esconder el dinero y las tarjetas entre la ropa interior, percatarme de que quede todo bien cerrado y tomar el ascensor. No sabía que el hotel tenía ascensor, SUBÍ TRES MALETAS POR LAS ESCALERAS Y NADIE ME HABLÓ DE SU EXISTENCIA. La puerta se abre e ingreso al cubículo plateado. Una mujer me mira con detenimiento, parece como si quisiera decir algo. Nos quedamos un instante frente a frente. Tiene el rostro pálido y un peinado gracioso, usa un traje verde de franela que le sienta mal. No es atractiva y parece loca, estruja entre sus manos unos papeles. Cuando se cierra el ascensor y quedamos solos, prefiero mirar hacia otro lado. Me incomoda su presencia y esos segundos son terribles. Salgo del ascensor apresurado. Tengo ganas de pelear con el recepcionista. BUENOS DÍAS. Pero no digo nada, su sonrisa alumbra la recepción. Salgo a la calle y observo el alto edificio con sus comercios y la gente resguardándose de la lluvia. La hermosa mujer y el niño están sentados detrás de la vitrina del RESTAURANTE SABROSÓN, es más hermosa de lo que imaginé. Miro mi reloj y cruzo apresurado la calle, intento proteger de la lluvia el borrador del proyecto. Cuando llego a la acera del viejo edificio, siento pánico. Hombres y mujeres se esconden detrás de sus paraguas que se pliegan cuando el autobús para. La mujer alimenta al niño, le da grandes bocanadas de sopa, un humo lívido sube desde el plato y empaña el cristal. De pronto un esputo se estrella contra la solapa de mi chaqueta, un esputo amarillo y verde, algo sanguinolento, un esputo febril que ha caído del cielo como un misterio, porque no hay nadie asomado al edificio, no está el viejo de la hamaca. El escupitajo de Paul Mercado EL ALCALDE DE TODOS que me mira sonriente. La mujer y el niño también me miran. Una energía devastadora se apodera de mí. La lluvia cae con más fuerza, la gente corre y la flema resbala manchándolo todo. Miro mi reloj tembloroso y también empañado y, sin volver la vista, cruzo apresurado hasta la puerta del HOTEL EMBAJADOR. QUÉ LE OCURRIÓ. El zambo me mira atónito. Tomo la llave y me alejo. Encuentro las escaleras, pero presiono el ascensor que no tarda en abrirse. Ingreso y me encuentro con LA MISMA MUJER. Es una desgracia, los papeles de su mano están hecho jirones, tiene el pelo escurrido, una marea cruza su rostro y resbala por su traje verde con una mancha asquerosa en la solapa.
miércoles, 18 de marzo de 2015
LA MISMA MUJER
Lo primero que hice fue abrir las ventanas. Me refresqué el rostro y me puse a contemplar la avenida, todavía vibrante. En la esquina próxima, a mano izquierda de la recepción, cruzando la calle, hay un edificio de tres plantas, la última, de color durazno ennegrecido, está rodeada de balcones, en uno de ellos un viejo me mira, mientras tose, se ventila en su mecedora y se escurre el sudor que cae a gotas por su dorso, en el resto de balcones hay tendederos y una que otra sombra cruza detrás del marco del ventanal. En la segunda planta no hay ventanas, hay un mural verde donde por un lado se representa la flora y fauna de la provincia y por el otro, el rostro sonriente de Paul Mercado, candidato a alcalde, todo ello interrumpido por dos chimeneas que han devorado el cielo del mural y la cabeza del político. La planta baja está dividida por los comercios, BINGO ESTELAR, PELUQUERÍA COQUETA, RESTAURANTE SABROSÓN, VIVERES SUSANITA, que se entremezclan y se extienden más allá de la calle. Hacia la izquierda, MARISQUERÍA MARIAJOSÉ, BOUTIQUE ESTILO, CELULARES Y REPUESTOS LUCHA, BANCO DEL BARRIO CUQUITA, y a la derecha, donde se cruza la avenida 24 de mayo, REPUESTOS DON JOSÉ y SUPERMERCADO ALLÍ. En el extremo derecho de la avenida Bolívar, sobre la acera del supermercado, aparece una mujer despampanante, lleva a un pequeño niño de la mano, intentan sortear un taxi y un automóvil azul, para alcanzar el otro lado de la avenida y avanzar frente a los VIVERES SUSANITA. El niño tiene sueño y camina prácticamente impelido por los regaños de la mujer, arrastrado por la misma. Ingresan al RESTAURANTE SABROSÓN. En la acera la gente se cruza, se rebasan, toman aire un instante o compran el diario de mañana al voceador. CONOZCA TODOS LOS DETALLES DE LA BODA DE LA TIGRILLA. MASACRE EN LA PERIMETRAL. Un mendigo pide una moneda POR AMOR DE DIÓS, PAPA LINDO. Del autobús emergen e ingresan otros tantos individuos. La esquina de 24 de mayo y Bolívar es el eje más denso de este pequeño sistema arterial. A tres cuadras, por Bolívar, pasando Machala y García Moreno, está el parque central, con la catedral, la casa municipal y los principales bancos. Hacia allá me debo dirigir, pero antes tomaré un baño y sacaré uno de los trajes planchados que me envió mamá, me afeitaré y pasaré una peinilla, organizaré las cosas y esconderé entre la ropa interior el dinero y la tarjeta, aseguraré la puerta y bajaré las escaleras hasta la recepción adornada de afiches turísticos. Los dientes del recepcionista iluminarán su piel morena, BUENAS TARDES. Y saldré. El edificio de tres plantas me dará sombra y el viejo del balcón estará asomado, rasgará una gran cantidad de flema que caerá sobre el pavimento, apenas rozando al voceador. CHUCHAETUMADRE. LA TUYA, CABRÓN. Veré a la mujer despampanante y miraré mi reloj, pensando que todavía tengo veintitrés minutos, entonces me aproximaré al escaparate de la PELUQUERÍA COQUETA, hacia la gente amontonada en la parada de autobús. El vagabundo me halará de la basta del pantalón y yo sacaré una moneda de veinticinco y la pondré en su mano terrosa doblándome sobre mi pierna izquierda, pero mirando a la mujer y al niño que gemirá y con la mano libre se restregará los ojos, colgado de su mamá, o tía, la señorita del culo perfecto forrado de un pantalón blanco con flores azules y acompañado de una blusa negra sobre la que caerán sus cabellos como hilos de araña. Me aproximaré y le preguntaré cualquier banalidad, DÓNDE QUEDA EL PARQUE CENTRAL, solo para darme cuenta que es una persona amable y dispuesta a ayudarme. NO SOY DE AQUÍ, VENGO DE LA CAPITAL, VENGO A HACER NEGOCIOS, VENGO A ENAMORARME, ES SU HIJO EL PEQUEÑO que me mirará con los ojos húmedos y hundidos en su carita rechoncha como la de un osito ES MI SOBRINO, SIEMPRE ME CONFUNDEN y el pequeño se esconderá detrás de su tía SÍ mirándome con curiosidad VOY AL SUR, A DEJAR AL NIÑO DONDE MI HERMANA y pasará un autobús donde se subirá toda la gente, incluido el vagabundo y el voceador, el peluquero que se dará aire con un periódico donde se narran los detalles de la boda de la Tigrilla. FRENTE A LA CATEDRAL, HAY UN COMEDOR MUY FAMOSO, SIRVEN LAS MEJORES HUMITAS DEL MUNDO nos quedaremos solos y caminaremos al famoso COMEDOR MURIEL, donde beberemos un café intenso, con un aroma que nos envolverá íntimos, Y EL NIÑO se arrimará a sus muslos y se sobresaltará cuando ella lo sacuda. EL NIÑO CONOCE EL CAMINO con un guiño, SABE DONDE VIVE. DEJA DE LLORAR, MICHAEL, DEJA DE LLORAR O TE DARÉ UNA NALGADA. AHÍ VIENE EL AUTOBÚS. Un cacharro apocalíptico, un crujir de hierros donde la gente cuelga de las ventanas y de un gran anuncio publicitario de la PANADERÍA EL AVENTAJADO. PARE, SEÑOR, PARE, EL NIÑO SE VA, SE VA PARA SIEMPRE, POR MAJADERO. Su chillido agudo de perderá entre la gente, cuando logremos insertarlo por sobre el hombre gordo que obstaculiza la entrada. Y lo veremos marchar como un augurio del diablo, lo veremos correr entre la avenida totalmente despejada. Un punto en el firmamento. De pronto aparecerá un esputo, una flema verde sobre la blusa de la mujer, y escucharemos una carcajada. EN EL BLANCO, EN EL BLANCO. MECO, EN BLANCO. IMBÉCIL, QUÉ TE PASA. VIEJO VERGA, MANCHASTE LA BLUSA DE MI AMADA, DE MI AMADA MISHEL. El viejo aullará de placer, me verá dar círculos en la acera, tomar una piedra y aventarla. Impávido, me señalará con el dedo. YA ME VENGARÉ, YA LO HARÉ. BAJA Y DA LA CARA, ABUELO. Y ella me tranquilizará arrancando con un pañuelo la porquería, tomando mi mano, besará mis mejillas. DÉJALO ES SOLO UN VIEJO, DÉJALO. El problema es que quedará una mancha atroz sobre su seno derecho, no podremos ir al COMEDOR MURIEL. Ella empezará a llorar y yo la abrazaré. NECESITO UN LAVAMANOS, NECESITO QUITAR ESTA MANCHA CON JABÓN. YO ME HOSPEDO AL FRENTE, EN EL HOTEL EMBAJADOR. FABULOSO. PUEDES LIMPIAR TU BLUSA E INCLUSO TOMAR UN BAÑO. E iremos sonrientes abrazados a la recepción, donde el mulato me dará la bienvenida. SI ELLA SUBE, DEBE PAGAR, PANITA. COMO SI SE HOSPEDARA, COMO SI FUESE A PASAR LA NOCHE CONMIGO, HASTA LAS DOCE DEL MEDIO DÍA DE MAÑANA. Entonces la veré sacar de su cartera un par de billetes y la detendré. PAGO YO. Mis ojos se cruzarán un instante con el reloj, cuando cuente el cambio, veré que el tiempo ha finalizado, que el ingeniero Manosalvas me espera en el parque central y mi perfil se descompondrá, tanto que ella me preguntará TE OCURRE ALGO, AMOR y el hombre de la recepción aplaudirá fingiendo que mira el televisor. NO TE PREOCUPES, MACHO, TE ESPERARÉ. TOMARÉ UNA SIESTA Y TE ESPERARÉ. El recepcionista me regalará un guiño y yo echaré a correr por la avenida Bolívar, más allá de Machala y García Moreno. Hasta el parque central donde todavía habrá un sol radiante y tendré suerte porque el ingeniero no ha llegado. Y esperaré, frente a la Catedral, con la certidumbre de que esta tarde firmaré el contrato de mi vida y luego regresaré al hotel donde me esperará Mishel. Festejaremos toda la noche y saldremos al COMEDOR MURIEL, ella lucirá un nuevo vestido que dejará un bello escote en su espalda donde bajará poco a poco mi mano. BUENOS DÍAS, INGENIERO. ES UN HERMOSO DÍA, INGENIERO. NO SE PREOCUPE, TENGO TODO EL TIEMPO DEL MUNDO. SÍ, ESTOY CÓMODO. EL HOTEL TIENE UNA HERMOSA VISTA, LA GENTE ES AMABLE, CON GUSTO ME QUEDARÉ TODA LA VIDA. POR SUPUESTO, ESTOY DISPUESTO, SERÁ UN HONOR. Pero antes debo calzarme, usar la peinilla, un poco de colonia es perfecto, esconder el dinero y las tarjetas entre la ropa interior, percatarme de que quede todo bien cerrado y tomar el ascensor. No sabía que el hotel tenía ascensor, SUBÍ TRES MALETAS POR LAS ESCALERAS Y NADIE ME HABLÓ DE SU EXISTENCIA. La puerta se abre e ingreso al cubículo plateado. Una mujer me mira con detenimiento, parece como si quisiera decir algo. Nos quedamos un instante frente a frente. Tiene el rostro pálido y un peinado gracioso, usa un traje verde de franela que le sienta mal. No es atractiva y parece loca, estruja entre sus manos unos papeles. Cuando se cierra el ascensor y quedamos solos, prefiero mirar hacia otro lado. Me incomoda su presencia y esos segundos son terribles. Salgo del ascensor apresurado. Tengo ganas de pelear con el recepcionista. BUENOS DÍAS. Pero no digo nada, su sonrisa alumbra la recepción. Salgo a la calle y observo el alto edificio con sus comercios y la gente resguardándose de la lluvia. La hermosa mujer y el niño están sentados detrás de la vitrina del RESTAURANTE SABROSÓN, es más hermosa de lo que imaginé. Miro mi reloj y cruzo apresurado la calle, intento proteger de la lluvia el borrador del proyecto. Cuando llego a la acera del viejo edificio, siento pánico. Hombres y mujeres se esconden detrás de sus paraguas que se pliegan cuando el autobús para. La mujer alimenta al niño, le da grandes bocanadas de sopa, un humo lívido sube desde el plato y empaña el cristal. De pronto un esputo se estrella contra la solapa de mi chaqueta, un esputo amarillo y verde, algo sanguinolento, un esputo febril que ha caído del cielo como un misterio, porque no hay nadie asomado al edificio, no está el viejo de la hamaca. El escupitajo de Paul Mercado EL ALCALDE DE TODOS que me mira sonriente. La mujer y el niño también me miran. Una energía devastadora se apodera de mí. La lluvia cae con más fuerza, la gente corre y la flema resbala manchándolo todo. Miro mi reloj tembloroso y también empañado y, sin volver la vista, cruzo apresurado hasta la puerta del HOTEL EMBAJADOR. QUÉ LE OCURRIÓ. El zambo me mira atónito. Tomo la llave y me alejo. Encuentro las escaleras, pero presiono el ascensor que no tarda en abrirse. Ingreso y me encuentro con LA MISMA MUJER. Es una desgracia, los papeles de su mano están hecho jirones, tiene el pelo escurrido, una marea cruza su rostro y resbala por su traje verde con una mancha asquerosa en la solapa.
domingo, 8 de marzo de 2015
LA MUERTE DE LA FILOSOFÍA
La madrugada del 20 de marzo del 3025, el androide Perk-Ho elaboraba un infinitesimal ejercicio de hipernovilismo. El quinto de toda la noche. El trabajo era sencillo porque Perk-Ho no conocía la impaciencia. Lo que implicaba esfuerzo era ajustar las coordenadas después de extraer el agujero orbital del empaque, reajustar de manera precisa el emulador de presión y presionar la lámina de litio.
De pronto entró alguien. Hizo la señal fática y procedió a limpiar los residuos del piso. En todo ese tiempo Perk-Ho no dejó de trabajar. Con la cantidad acreditada en cada variación podía comprar tiempo para dedicarlo al hipernovilismo que compraba tiempo para dedicarlo al hipernovilismo que compraba tiempo para dedicarlo al hipernovilismo. También podía acreditar a Sam.
Sam extraía las cenizas y motas con un evaporador de protones y succionaba el humo con un succionador estándar MG-5. Sam utilizaba sus créditos para comprar tiempo, que se condensaba en alimentos, medicinas, vestidos y una educación para los pequeños Tim, Tomas y Vic.
De pronto el hombre miró a la máquina, ajustada en su pedestal; después miró por el ojo de buey de la capsula los cinco mil soles de la galaxia 1157G.
- Perk-Ho – su voz vaciló.
El androide, por primera vez, se detuvo, en la fusión 17899.003. Miró a Sam que sostenía la boquilla del evaporador. Después de una centésima de segundo, reanudó su tarea al no identificar un cambio considerable de fluctuación orgánica.
- Androide Perk-Ho – Una pregunta fundamental flotó en el océano de su memoria, una pregunta que respondieron los antiguos hombres. Pero no se atrevió a hacerla. Quizá hubiera eclipsado la mayor hipernova, renovando tiempos primigenios.
SAMUEL Y EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
**
En el corazón de las tinieblas ronda la locura. Nadie la conocía mejor que Samuel, a quien contemplé con aversión cuando abordó el autobús en El Carmen, provincia de Manabí. Tenía el cabello lleno de motas y tan negro como su barba, en donde se cernían las migas del pan de yuca que arrancaba con tranquilidad. Su nariz y frente estaban muy quemados, como si hubiera intentado explorar el sol.
Preferí evitarlo. Mi vista se perdió entre el libro abierto y la ventana, por la que ardía el centro de esa pequeña ciudad de paredes manchadas y persianas abiertas, de vendedores atroces y mujeres voluptuosas.
Lo primero que hice al llegar a Pedernales fue caminar hacia la playa, almorcé mientras contemplaba el océano Pacífico. Después me senté en la arena, saqué de mi bolso el libro y los cigarrillos.
Era una antología inspirada en una declaración de Borges, donde mencionaba sus cuentos imprescindibles.
**
A pocos metros estaba Samuel, absorto en el cielo. La figura común del demente, pensado si ha llegado el día de perderse en el mar. A lo lejos jugaban las nubes, fornicaban y se desprendían sin ganas bajo el sol.
Se acercó y con su extraño acento me pidió un pucho.
–Gracias –sus manos rebozaban de verrugas. Con ellas acarició el filtro que apretó entre sus labios.
–¿De dónde eres?
–Dicen que de Quito.
Miró mi paraguas, pantalón de casimir y camisa. Sonrió.
–Esta mañana salí con intención de caminar, quizá ver una película. Pero se detuvo frente a mí un autobús con destino al terminal. Sin comprender todavía, lo abordé, después pregunté por la playa más cercana.
Una tormenta de humo lo abrazaba mientras se acomodó a mi lado.
No era temporada turística, en la playa apenas corrían unos niños. Sin embargo, ese espectáculo era suficiente. Una balsa se aproximaba a la costa, escuadras de aves atravesaban las nubes, alguna de ellas se precipitó al mar y emergió con un pez en el pico.
Samuel era canadiense, pero salió de ahí hace tantos años que podían ser cinco o veinte.
–¿Qué haces aquí?
–No lo sé.
–¿A dónde te diriges?
La pelota voló sobre nuestras cabezas a una velocidad supersónica. Las olas la devolvieron a los brazos de uno de los niños.
–Yo alguna vez estudié leyes –estuve próximo a reír, pero sus ojos asomaron detrás del humo, de las greñas, detrás de esas palabras.
También tuvo una novia con la que estuvo a punto de formalizar. Vivía con su abuela, asistía a la Universidad de Toronto o Montreal, salía con Mishell y comían juntos, más tarde regresaba a casa y contemplaba a la abuela. Cada día más cansada, hasta que su voz se apagó.
–Mi cuerpo estaba en Canadá, pero mi mente siempre caminaba en otro sitio.
Después del funeral, sintió que nada lo ataba. Decidió reencontrarse consigo mismo, pero para ello debía sumergirse en la soledad y lo desconocido.
–Viví dos años en Neiva, Colombia. Ahí me adoptó una familia. Pero después de un tiempo, sentí nuevamente esa ansiedad.
Si yo hubiese sido valiente habría hecho lo mismo, renunciar cuando todavía era posible. A la mierda la universidad, aniquiladora de conciencias, germen de la atrofia creativa, a la mierda las profesiones y el esclavismo de una vida confortable, a la mierda el matrimonio, la familia, núcleo del status quo, a la mierda la monogamia, a la mierda las buenas ideas y costumbres, a la mierda el helado de fresa.
–También me gusta la poesía, look.
–¿Qué lees?
–Siempre llevo conmigo un libro, Heart of darkness.
Al inicio no me di cuenta de que era el mismo texto que acababa de leer en el viaje, pero cuando me contó la trama sentí un estremecimiento.
–En ese libro hay una frase que me gusta mucho: “Vivimos como soñamos: solos.”
Sus ojos se iluminaron, decidió parafrasearla en la lengua natal.
–A veces, cuando viajo, siento que estoy viviendo la misma aventura de Marlow, pero al contrario del personaje de Joseph Conrad, que busca rescatar a Kurtz, yo me busco a mí mismo.
–¿Y lo has logrado? ¿Tienes alguna pista de tu paradero?
–Creo que no.
Extrajo de su mochila una libreta que parecía la bitácora de un psicópata y procedió a leerme sus poemas. Unos versos maravillosos que no puedo recordar, pero que hablaban de la vida, de la vida de la vida, de la vida pura, de la vida hembra.
Caía la tarde. Los niños, las balsas y los pájaros habían desaparecido. El mar dispersaba los últimos rayos de sol y creaba un paisaje místico, propenso para rezar o llorar.
Pero no hicimos ninguna de esas cosas. Acompañé a Samuel a recorrer la ciudad en busca de hospedaje. Lo veía negociar el precio y volver sobre sus pasos. Se negó a pagar más de cinco dólares y decidió ir hasta Montañita donde seguramente encontraría un hostal para mochileros. Fuimos juntos a la estación, donde debía comprar mi boleto a la cotidianidad del lunes. Intentó persuadirme para viajar juntos.
Su autobús partía ese mismo instante. Nos abrazamos y lo vi ingresar al vehículo que se ponía en movimiento.
–¡We live as we dream: alone, my friend! –gritó.
**
Todavía faltaba un par de horas para mi regreso. Tomé una tricimoto y pregunté al chofer si existía algún lugar que pudiera conocer antes de irme.
–Hay una fiesta de la radio donde puede ir.
Aquel lugar estaba repleto de muchachas y muchachos bellos y sonrientes que me miraban como si fuera un mono vestido. Apresuraban el vino de cartón y escuchaban la voz de la tarima que anunciaba el show del mayor representante de la cumbia manabita.
Cuando un gordo, enfundado en una camisa de lentejuelas, empezó a saltar en el escenario, comprendí que aquel domingo me había observado en un espejo hondo, más profundo que el mar. Pero no comprendí la epifanía, no me reconocí.
sábado, 7 de marzo de 2015
DIGO, INFINITO...
No fue mi maestro, pero algo me enseñó. Tampoco fuimos amigos, ni vecinos y menos aún colegas. Yo lo conocía, pero él no a mí.
Fue en el lejano 2003, yo tenía 17 años y soñaba con ser famoso. Por ello trabajaba sin sueldo en una productora de televisión. Mi responsabilidad consistía, entre otras cosas, en seleccionar temas, investigar, conseguir testimonios, pautar con los invitados, memorizar, ajustar la cámara, parlotear.
Recuerdo que entrevisté a un destacado cineasta y me esforcé por plasmar el enfoque vendedor que requerían las preguntas: se debía explotar la escena sexual de la película más conocida, esa donde Roxana y el autor se revuelcan en pelotas por el desierto: ¿eran naturales las pelotas, o no?
Así que cuando me refirieron la Cinemateca Nacional, el que preguntó por su director y esperó en un sillón de piel, era un reportero pusilánime que escondía en el bolsillo un huevo podrido.
En ese entonces, apenas tenía apuntado su nombre en la palma de mi mano. Desconocía que aquel hombre entrado en años era un poeta. Qué puede saber de poesía un personaje de televisión.
Permítanme rememorar el ambiente místico de la oficina ubicada en el edificio antiguo de la avenida 6 de diciembre, con sus afiches en la pared y paneles divisorios de madera, olor a papel y a celuloide, con su monje reductor de cabezas.
Le pedí una entrevista, disparé contra él artículos y adjetivos, intenté clavar en su abultado vientre un sustantivo, me colgué de preposiciones, me adverbié. Ulises Estrella, si bien no sonreía, blandía la simpatía propia del veterano, experto en aniquilar la verborrea con un solo verbo, simple, indicativo, afilado.
Me quitó el huevo podrido de las manos y puso en ellas un libro. <<Regresa cuando lo hayas leído>>. Estoy casi seguro que dijo eso, porque ese libro me conjuró: nunca regresé.
Frecuenté la Casa de la Cultura, eso sí, colaboré en la radio, exhumé la biblioteca. Siempre miraba de reojo la casona vieja, la merodeaba, como el que no se atreve a golpear la puerta.
Con el paso del tiempo, aquella productora se disolvió. Me quedé sin ocupación alguna, se derritieron poco a poco mis anhelos farandulezcos, la confianza en mi talento actoral miró atrás y se convirtió en sal. En definitiva, fueron días felices. Leí a Borges y Cortázar, leí los cuentos de Chéjov; de vez en cuando tomé aquel libro amarillo: Digo, mundo… y avanzaba una frase, unas palabras colgadas, alejadas en tiempo y aspiraciones.
Pero sobretodo, por esos días me convertí en un asiduo de las proyecciones de la Cinemateca en la sala Alfredo Pareja.
Yo fui aquel muchacho que sentado en las escaleras a la entrada de la sala, leía El jardín de los senderos que se bifurcan y fumaba durante horas, miraba a las mujeres que vivían unos segundos en mi campo visual y cuando eran las siete entraba a ver una película francesa.
Muchas de aquellas tardes vi pasar a Ulises Estrella. El fundador de la Cinemateca, el poeta tzántzico, el quitólogo, el profesor universitario. Solo o charlando con alguien. Yo me escondía detrás del libro. Una vez lo saludé y su voz serena se perdió puertas adentro.
Ahora recuerdo un texto de su libro: una aguja que rompe el viento, una misiva apelativa que aunque fuera introspección, dialogo con uno mismo, canaliza al lector hasta el cortocircuito final. La voz poética se dirige a un querido acróbata demente (¿el poeta?) y lo insta a utilizar las luces recolectadas de la ciudad como semillas. Véase en una lectura personal: lo colectivo contra lo particular (contra los que así mismos se cultivan y enriquecen), para así aniquilar las dos partes a favor de un mestizaje.
Ulises Estrella perteneció a esa legión de queridos acróbatas dementes, que reflejaban en sus barbas la influencia de la revolución cubana, que componían bombas molotov de palabras. Muchas de ellas permanecen activas, escondidas en mamotretos, esperan el comburente de un lector oxigenado. Pero todas son agujas que rompen el viento y que dejan un aroma nostálgico y perturbador.
El promotor cultural que disparó su pucuna, que tejió una bufanda con el sol, que inauguró la cinefilia en el Ecuador, el maestro universitario de maestros, era un hombre cruzando la avenida Patria.
Cuando renunció a la dirección de la Cinemateca, yo ya daba clases en un colegio. Por lo menos un año había pasado desde la última vez que pisé la sala de cine y otros tantos más de fumarme las tardes en el porche.
La última vez que lo vi, nos cruzamos en la acera. Lo miré un instante y pensé: quizá pronto termine la lectura de su libro, quizá pronto se aclare el universo del punto final. Cuando acabe de leer, si es que es posible hacerlo, podré mirarlo a los ojos y decir algo. Luego quizá también me decida a luchar con aquellos libros infinitos que me esperan en la habitación.
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Ulises Estrella
Ubicación:
Quito, Ecuador
jueves, 5 de marzo de 2015
TRES VENDEDORES DE EVELIO ROSERO
“La literatura es una mercancía. Como el amor, es un complejo mecanismo de oferta y demanda.”Atribuido a San Juan el Apóstol
El día en que acompañé a Mayra a la Universidad Andina Simón Bolívar, escuché por primera vez el nombre de Evelio Rosero. No solo lo escuché, tomé un freebie, degusté un fragmento de Los ejércitos acompañado de un entusiasta análisis académico. La exposición me mantuvo en vilo, me conmovió el expositor, cuyo nombre de seguro jamás recordaré; su rostro se funde con las preguntas disparatadas y las discusiones bizantinas. Todo, incluso la mano de Mayra debajo de la mesa, está en algún lado de la complicada madeja de la memoria. Ella sobrevivió, yo sobreviví, Evelio Rosero, que hasta ese momento era el nombre de un genial escritor colombiano, también lo hizo.
Me obsesioné, sin haber leído una línea. Probablemente me dejé atraer por el panorama oscuro de la circulación editorial que planteó el expositor: un peso completo absolutamente desconocido en el ring ecuatoriano (¡tuvo que comprar sus novelas en España!). Yo y mi incontrolable atracción por lo marginal o una especie de snob libresco. Soñé los platillos humeantes de la obra de Rosero, casi saboreándolos.
Fue así como varios meses más tarde, caminando por la avenida Corrientes de Buenos Aires, buscaba tres cosas: una mirada cómplice, la certeza de estar vivo y una lista de libros, entre ellos las obras de Evelio Rosero. Creo que no encontré ninguna. Nadie sabía nada, jamás escucharon, ni vieron, ni sintieron. Sentado en un comedor, saboreando a medias un mondongo a la madrileña, pensaba que era mejor sufrir por amor que nunca haber amado.
Dos días antes de mi segundo encuentro con los mercaderes de Evelio Rosero, se anunció el encuentro definitivo: hallé en una famosa librería de Quito dos de sus novelas: Los ejércitos y La carroza de Bolívar. Utilizando el presupuesto de la semana, logré comprar el segundo de ellos. Cumplí con la ineludible etapa de prelectura, acaricié con fruición sus paratextos, el detalle del supuesto Satanás de El jardín de las delicias que debía aludir al Simón Bolívar devuelto o develado por José Rafael Sañudo, historiador pastuso que vivió entre el siglo XIX y primera mitad del XX, inspiración del antihéroe de la novela, el ginecólogo Justo Pastor Proceso López.
El segundo encuentro se anunció en internet, la famosa librería exhibiría al propio Evelio Rosero en vivo y en directo. No solo eso, también ofrecía la consabida firma de libros. Era una noticia fabulosa que llegó a alumbrar mis gestos grotescos de cada día. Fueron los días previos a mi navidad, dejé a un lado la lectura de Toni Morrison y abrí con determinación La carroza, me tentaban sinopsis que no me atreví a leer. Temblaba y saboreaba el rostro de Simón Bolívar en el monitor. Imaginaba el encuentro con el autor, los pechos almidonados de esos eventos. ¿Y si se me presentaba la oportunidad de hablar con él? Apenas sabía nada, apenas tenía dudas. Fui atraído de forma necia a la almoneda literaria.
Tomamos taxi para llegar con dos minutos de atraso. Por el apuro, pagué de más al taxista. No me detuve a contemplar la imponente fachada de la librería, como otras veces. Mayra me miraba como a un poseso. Me miraba y sonreía. Cruzamos el porche. De seguro ya inició el conversatorio. Ojalá hallemos un buen sitio. Y empuñaba dentro de mi shigra el ejemplar de la editorial TusQuets, mientras pensaba en una pregunta ingeniosa. Saludé al dependiente, que como todos los dependientes de las librerías tenía pinta de hípster, solo para preguntar por el evento del escritor colombiano.
Mayra ojeaba un libro de Umberto Eco, yo contemplaba el desierto de libros con un oasis de sillas vacías y miraba el reloj. Voy a ganar dos asientos antes de que la gente llegue. Al frente estaba dispuesta la mesa oblonga con mantel blanco, las botellas de agua frente a las sillas ministeriales. También había un muestrario de sus libros: Los ejércitos, La carroza de Bolívar, Plegaria por un papa envenenado. Volví a empuñar mi ejemplar y me quedé ahí, mientras Mayra bailaba entre las estanterías. Al otro extremo de la hilera de sillas, un hombre parecido a Santa Claus se mecía nervioso mientras sostenía en sus manos su todavía emplasticado ejemplar.
Evelio Rosero charlaba con un hombre de traje. Descendieron las escaleras, el trajeado sonreía y de vez en cuando daba una palmada al escritor. Se quedaron en el rellano y el rollizo de terno parecía un guía turístico, señalaba una estantería y hablaba. De vez en cuando se movieron los labios de Evelio Rosero, especialmente cuando dio una mirada al público y saludó. Santa Claus desenfundó su libro y se acercó al escritor. A pesar de que hablaron bajo pude escucharlo todo. Es mí turno, dije y también me aproximé. A pesar de que hablamos bajo, incluso el hípster de la caja escuchó y bostezó.
El hombre del traje se miraba las uñas y sonreía, era un escritor de novelas históricas y de algún modo regentaba la famosa cadena de librerías. Dio por iniciado el conversatorio contando una anécdota de cuando visitó Bogotá. Para ese entonces, ya se había conformado el panel: Mayra a mi lado y tres personas más, incluido Santa Claus, un hombre alto que preguntó por el papel de Manuela Saenz en la novela, una editora que se largó a debatir con el moderador sobre las estrategias de marketing editorial y que quería saber si el escritor colombiano elegía las portada de sus libros. Santa Claus carraspeó, el moderador de traje habló sobre las dificultades que se le presentaban al momento de vender sus obras, el mercado editorial colombiano y ecuatoriano, sobre las traducciones. Evelio Rosero casi no habló, qué podía haber dicho yo.
Utilicé los escasos minutos que me dejaba el trabajo y le robé un tiempo extra al sueño para leer en pocos días el libro. En la hoja de respeto está escrito: Para Aníbal con un abrazo, su amigo de siempre. El resto es un universo fantástico, que produce una sensación de encantamiento, similar a la que sentí cuando leí Ferdidurke, A sangre fría, Los detectives salvajes, aunque no tienen nada que ver. Tiene que ver con Pasto y con el doctor Justo Pastor Proceso, un ginécologo que tejía en sus tiempos libres una biografía de Simón Bolívar. El conflicto radica en que utiliza la madeja prohibida. En esta biografía, inspirada por el estudio del histórico-historiador Sañudo, pretende develar la realidad tras el “mal llamado libertador”. La cotidianidad del doctor Proceso se ve abocada por este designio cuando tiene la oportunidad de preparar una carroza que presentará por las calles de Pasto con motivo de los carnavales, donde desenmascarará la verdad histórica del padre de la patria. Decide empeñar su fortuna y su respetabilidad con este fin. El doctor Proceso se apropia de su realidad, del contexto hostil, de la hipocresía conyugal, de la crueldad social encarnada en fanatismo, se convierte en diana de un grupo de universitarios cuya revolución consiste en idolatrar a Marx, a Lenin, a Mao Tse Tung y escarnear, humillar y si es preciso eliminar al traidor Trotski, a lo que destiña ápices de capitalismo, imperialismo y, por su puesto, a los profanadores como el Doctor Proceso.
Esta atmósfera que me resultó muy familiar, pero más literaria y por lo tanto más cohesiva y coherente, es el detonante que lleva al antihéroe a mancillar su encarcelamiento cotidiano con la libertad del amor de la infancia, la Negra Naranja, famosa prostituta de Pasto; la viuda Chila Chávez, huérfana del amor como él; la devota Alcira Sarasti; pues parece que en el carnaval de Pasto todo es posible, incluso la última oportunidad con su mujer, la despampanante Primavera Pinzón. El encumbramiento del antihéroe a un verdadero héroe y del mítico Bolívar a un pedófilo, cobarde y egocentrista.
En el centro mismo de la novela, que es la célula revolucionaria de estudiantes universitarios, aparece la figura del poeta Puelles, quien debe ocultar sus aficiones intelectuales a sus camaradas para no ser castigado por burgués. Renegando de la misión designada, trata de alertar al doctor Proceso de lo que se le viene encima, otro glorioso ajusticiamiento como aquel que disparó contra un policía de Bogotá o, en el mejor de los casos, la tunda que cayó sobre el catedrático Arcaín Chivo, amigo de Proceso, por pretender ensuciar el nombre del padre de la patria.
Novela llena de testimonios de la realidad más fieles que los reales, novela que se apropia de Pasto para transformarlo en el fortín de la embriaguez, novela que se burla del amor y lo sodomiza, todo ello quizá sin pretenderlo, con la sola misión de sacarse esa espina de pescado que supura, sobre todo durante las noches.
Así se completa la trilogía de comerciantes de Evelio Rosero, desde aquel instante en la Universidad Andina, cuando me colé a una charla de literatura latinoaméricana, a la tarde en que estreché la mano del escritor en la famosa librería donde ya jamás habrá estanterías con mi nombre. Luego leí su novela, para transformarme por obra y gracia de la escritura en el tercer mercader. Pero la carroza de Bolívar sigue imperturbable, escondida por los artesanos pastusos y el Cangrejito Arbeláez, y es como la literatura: después de que sus ruedas paseen por las callejuelas de la vida, nada volverá a ser igual.
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