martes, 5 de julio de 2016

AVENIDA SAN JOSÉ


   Dos golpecitos en la espalda sugerían que sería antes del mediodía, mientras que su mano izquierda figuraba las manecillas del reloj donde el dedo pulgar era el segundero y el índice el minutero. Su nariz apuntaba al norte y para lograrlo debía dislocar su codo, hacer marañas.


   Llegó con cuatro minutos de retraso. La cafetería había sido el sitio donde la vi por primera vez. Iba como siempre, descalza, envuelta en girones de prendas inverosímiles.



   No podía saber más de ella que lo que sus extraños hábitos me confesaban. Respondía a mis preguntas con dos distintas oraciones, donde “Matilde se compró un perro san bernardo”, podía significar “sí”, y “Adolfo, el hijo mayor del capitán”, “no”.



   Las respuestas abiertas eran una serie intrincada de proposiciones absurdas.

   Se reía, sí, pero estoy seguro que su risa no era de gozo, ni de nervios, ni una risa de simpatía. Estoy casi seguro que se debía al hambre.

   La estudié con detalle antes de abordarla.

   Se ubicó en la silla de siempre y miró mis manos todo el tiempo. Yo jugaba con ellas mientras intentaba alguna conexión.

   Trajeron una canasta con méndrugos. Ella devoró las piezas casi enteras. Y cuando parecía a punto de vomitar, vaciaba la copa de vino. Apenas tocó la pasta; aplastó con sus dedos uno de los extremos del espagueti y lo estiró. Mostró los dientes y lo apartó. 

    —¿Quieres ir a mi casa?

  —Las arañas recorren el jardín y se esconden del topo. Las hormigas en la noche dejan de ser invisibles y tiemblan en sus templos. Las polillas las miran desde el cielo con una sacrosanta bendición. A lo lejos se divisa una barca que las arrancará de su telaraña. Pero la telaraña estará triste.

   Le toque los dedos. Había colocado las manos sobre la mesa y ellos surgían de entre los retazos del guante. Se dejó acariciar, incluso me atreví a llevarlos a mi boca y los besé. Rocé mis labios con esas uñas atroces.

    —A veces, Aristóteles despierta y da una lección a las moscas.

    —En casa tengo ropa y agua caliente.

   De pronto se paró, como impelida por un aguijón. Dio media vuelta y aquel nudo de hilachas despareció en el portal.

   Me quedé pensando en todo lo que pudo ser. El vapor del café me llenó de melancolía. Y así continué, hasta que llegó el mesero, aquel del gabán manchado de estiércol, acompañado por otros tres dementes. Esta vez lograron arrojarme a la calle, donde el sol abrasaba las ruinas de la avenida San José.

miércoles, 8 de junio de 2016

LA VISITA DEL CONDE

La canción sonó a eso de las tres. Era la señal para bajar hasta el porche y franquear el paso al Conde. Llegó entre las cuatro y las seis. Sé que Ronaldo, uno de sus sirvientes, se quejó con la matrona por el calefón. Casi nadie conocía al Conde, pero todos hablaban de un hombre de edad media, entrecano y enjuto. Varias ocasiones se presentó algún individuo en la comisaría asegurando ser él, y pedía la liberación de tal preso. O en la bodega, ordenando jamón serrano, mostaza y azafrán. O en la casa de citas. O en la iglesia. O en el banco. Se convirtió en un gran enigma, un poderoso fantasma.


A mí, peluquero de la ciudad, me cuentan todo. Sé los nombres de los diez hijos de Wladimir Soria, el mecánico, sé que la esposa de Omar, el cartero, sale todas las tardes, diez minutos antes del toque de queda, de la casa del abogado Martínez. Solo a mí y otros pocos se nos ha dado el privilegio de conocer al Conde.

Tenía algo de leyenda. Su piel era como cáscara de huevo, su nariz como un alto cerro de la región de Flores, sus labios dos berenjenas maduras. Pero lo más digno de relevancia fueron sus ojos, diríase que se los había robado a la mítica fiera Corrupia. Primero le aplique agua tibia de jade, muy propicia para ablandar el vello y abrir los poros, después una capa de crema de jabón mezclada con clara de huevo. Para el afeite usé las navajas que me envió mi primo Rengo de la región de Subía y que solo había utilizado dos veces. En todo ese tiempo, sus ojos me miraron y era como tener frente a frente una cobra. La hoja surcaba sus pómulos llevándose consigo varios años, que solo sirvieron para acentuar su ferocidad. Después pasé a su cabello, donde se confundían las canas con unas filigranas que dibujaban perfectamente las olas del mar.

El tiempo se extendía por el suelo del salón. El tiempo caía de segundo en segundo y yo moldeaba una canción imposible con cada hebra suelta al viento, con cada vibración chocando contra el mármol, con mi respiración y la suya, con la respiración de Ronaldo que permanecía de pie arrimado a la puerta. Y cuando terminé, cuando estaba seguro de no poder hacer un trabajo mejor, dejé caer los brazos y por fin circuló mi sangre haciéndose voz.

- Listo, señor Conde. Ha quedado usted perfecto.

Apenas se miró en el espejo que se llevó para siempre la escena, se estiró la camisa y con la ayuda de Ronaldo, se colocó la americana. Dio varios pasos, una vuelta innecesaria. Se pasó las manos por las mejillas y se dispuso a dejar el salón. Una sensación se apoderó de mí, más de tristeza que de gozo, más de intranquilidad que de sosiego. Una amargura. 

Después de varias horas, quizá a eso de las diez, llegó Rosa y sus amigas a recoger los pelos dispersos en el piso. Guardaron todo en bolsas de almohada y una de las chicas se cortó el dedo con la navaja de Subía. Me atormentaron con preguntas por varias semanas. Llegó el párroco a confesarme, llegó Andrés Ortega, que trabaja como corresponsal en un diario de la capital.

Desde ese día, no pude conciliar el sueño con facilidad. Hubo algo en su porte, en su caminar, que me desengañó. Pensaba, que no podía ser Conde alguien con esas manos. Se apoderó de mí la posibilidad de haber sido la víctima de otro estafador. Cada vez que escucho su canción, pierdo la calma. Y a parte de sus ojos, me despierta en pesadillas, la imagen de sus grandes pechos.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...