Un millonario de Nueva York, nacido y radicado en Portoviejo, sufrió un grave revés cuando, al sostener un frasco de sal para condimentar sus huevos matutinos, descubrió la palabra YODO.
Una vez recuperado el dominio de sí mismo, pero no la tranquilidad, mandó llamar al comisario de su localidad quien, con mirada idiota y conteniendo una sonrisa a punto de explotar en los labios, únicamente intentó tranquilizarlo.
Después de este lamentable episodio y de acudir a todas las instancias posibles, perdida la fe en la justicia y en el poder de las influencias, hizo algo que nunca estuvo dentro de sus opciones.
Depositó toda la fe en un par de detectives, famosos en los bajos fondos de la mitología urbana por desentrañar casos fabulosos como el ataque del Vergajo de San Blas, el misterio del Pitufo de la Alborada y tantos muchos otros.
—Fui personalmente al supermercado para comprobarlo y desde ese día no he podido cerrar un ojo.
Los agentes Calixto y Raúl apenas se movieron durante el relato. El más flaco anotaba en su libreta, mientras el gordo se secaba el sudor de la frente con el puño.
—Sé perfectamente a lo que se refiere, Macsimbaña, todo esto es una conspiración mundial en contra de su buena fortuna —sentenció Calixto.
Conversaron durante casi una hora; del complot BBQ que endulza las salsas saladas, del arroz plástico del célebre salón Hong, de las naranjas que antes eran más azuladas.
Finalmente, después de dos largos días de averiguaciones y pesquisas, los detectives dieron claras muestras de su genialidad al exponer la incuestionable solución:
—Primero, pase la sal por un colador de bronce, para ver si no hay otras substancias ajenas a la atmósfera. Luego, neutralice el yodo con su aliento. Sí, de esta forma, soplando de izquierda a derecha.
Por este menester, el magnate compensó a los agentes con un par de metros cuadrados de manglar en la Boca. Ellos hubieran preferido dinero contante y sonante, pero tuvieron que aceptar lo que se les ofrecía. Después de todo, pronto terminaría la veda del cangrejo.