martes, 29 de diciembre de 2015

LOS MILAGROS DE SOR GUADALUPE

De seguro se acuerda de mí, si le digo que soy el hombre de la chaqueta de jaguar. Todos me reconocen por ella. ¿Recuerda que nos conocimos un sábado cuando usted escribía en su diario esos bonitos poemas al Cordero? Me dibujó uno, sin que yo se lo pidiera. Lo hizo grande, lanudo, en la cima de la colina, sacrificado por los pecados de la humanidad. 

Soy yo, Martín. 

Nos dimos la mano y usted esbozó esa sonrisa que ya no se fue. 

Ese día no había fieles y nuestras voces se multiplicaban en eco. 

He de empezar con una confesión, usted me pareció muy guapa para ser monja. Por eso me acerqué. 

No crea que tenía malas intenciones, ya había agotado ese día toda mi maldad. Hermana, yo nunca voy a las iglesias, pero me sentía tan confundido y desorientado que de alguna manera me sujeté al edificio, le clavé la mirada. 
Quizá sea porque cuando era niño iba mucho y todas son iguales, criptas frías donde aparentemente estás a salvo. 

Esa iglesia no era la excepción, era como el templo de todos los pueblos. 

Me quedé un rato en una de las hileras de bancos, apreté los puños y pensé en todo lo que había hecho. Me dije: no es tan malo, todavía puedo solucionarlo, todos podemos ser mejores. Luego recorrí la nave central, 

que así se llama en arquitectura el corredor donde pasan las novias y donde salen en procesión los muertos. 

A cada costado había pinturas sobre la pasión. Nunca me había fijado en ellas, pero ahora lo hice. 
Siempre pintan feos a los malos. Judas contando las treinta monedas, era un simio con colmillos y barba de musulmán. También me sentí como él, yo también contaba mis treinta monedas ese instante. 

Entonces la vi. 

No sentía maldad alguna, hermana. Después de saciar los deseos, según mi estética, quedo santificado por unos días. 
Lo que se apodera de mí es la tristeza. 

Usted lo habrá notado, a pesar de que le devolví la sonrisa. 

Todavía recuerdo sus ojos, eran de un azul profundo. Esos ojos no son habituales por acá, ni al sur ni al norte. Y luego escuché su voz, su canto rioplatense. Me leyó sus versos, unos versos simples y bonitos. Ojalá yo hubiera podido dedicarme a la poesía. 

¿Será que esto les ocurre a los poetas frustrados? 

Lo que queda claro es que los religiosos no son clarividentes. 
En cierto modo, todos sentimos una primera impresión, que algo nos dice de nuestras privadas verdades. Pero para ir más allá, habrá que ser un detective. 

Sin embargo, yo siempre causo una buena primera impresión. ¿Verdad que no soy feo como Judas o como el diablo? 

Le conté que mi padre era poeta y escribía romances y sonetos perfectos. Le recité aquel que habla de la puerta cerrada en medio del bosque. Su mirada se iluminó. Le pregunté, con aprensión, si alguna vez había querido renunciar. Y con esa pregunta se abría poco a poco la puerta, develándose la verdad de la tierra, el musgo, los árboles y los pájaros. 

Creo que al inicio de mi carta pensaba confesarme, pero ahora ya estoy de mejor humor. Quizás un día, cuando regrese en mis vacaciones, podamos volver a vernos. 
Usted me contó sobre una cafetería deliciosa. Yo solo la miré desde la acera y cuando me marchaba pensé en usted. 

No me había atrevido a escribirle, pero ahora la escribiré cada vez que sienta la misma angustia, el mismo arrepentimiento.

Su bendición.



Edmundo

martes, 13 de octubre de 2015

INDUCCIÓN


      Me habían hablado de ellas, que si un forastero se sienta un instante en la plaza central, aparecen o se develan entre la multitud. Por eso estoy aquí.



      Veo pasar a una mujer y su niño quien me clava una mirada curiosa. Frente a mí, en otro banco, un anciano lee un libro destartalado pero con un título sugestivo. A un par de metros, un vigilante grita obscenidades a una mujer increíblemente pequeña que responde a carcajadas.

      De pronto ocurre. Se sienta y me pregunta en inglés si estoy solo. Sonríe, clavando su mirada en mis zapatos.

     Me cuenta que jamás ha visto el sol. Y mientras sostengo sus facciones: morena, delgada, cabello lacio que llega hasta las caderas, una gran cruz atravesando el escote; mientras la sostengo, me pregunto, si valdría la pena haber recorrido tantos kilómetros.



      Me lleva, a través de edificios que me resultan familiares, hasta un viejo portón verde. Golpea la madera con sus pequeños nudillos. Una carreta arrastrada por caballos atraviesa la calzada.

      Ingresamos por un corredor hacia un patio de piedra como un altar ceremonial. Destranca una de las puertas que nos rodean y la abre con precaución.

      <<Hold on!>>

      Desde mi nueva posición, al otro extremo del patio, puedo contemplar que el segundo piso está adornado con frescos que representan animales. Arriba, el cielo, más despejado que en la plaza.

      <<El Santo los atenderá ahora mismo>>. 

      Ha vuelto a tomar mi mano, como si nunca la hubiera soltado. Se ve excitada; me mira como si estuviera a punto de arrojarse por un tobogán. La cruz brilla menos que sus ojos. 



      Apenas ingresamos, el Santo, postrado en el centro de esa habitación alfombrada hasta el techo, se pronuncia: ¿La amas? Tiene un rostro curtido y lleno de vellos irregulares. Nos acecha contemplativo: ¡Responde! Ella se aferra a mi brazo. El Santo esboza una sonrisa; está desnudo hasta las encías: No seas tímido, puedes abrirte conmigo. Ninguno de los dos dice una palabra. Los segundos son vuelos de cóndor sobre nuestras cabezas; un ave que pronto se va a estrellar: Muy bien, muy bien; dice la palabra que el silencio otorga. Definitivamente; eres culpable. Como un mago extrae de su ingle una botella, que nos ofrece con sus manos vaporosas.
   A medida que bebemos, su cuerpo se va solidificado, mientras todo a su alrededor se desvanece.



      Sufro un sueño atroz: estoy en mi habitación de Medellín, acostado en la cama. De pronto, siento un malestar en la espalda. Pruebo acomodarme de costado, pero la molestia se convierte en un dolor insufrible.
 
   Me incorporo y Julia está junto a mí. Me mira horrorizada.

      ―¿Qué pasa? 

      ―Te han crecido alas. 

      A unos pasos, está el espejo de la peinadora en un ángulo oportuno. Miro mi rostro, mi cuerpo despojado. 

      ―Mi amor, yo no veo nada. 

      ―¡Están ahí, son unas alas horribles, como de murciélago!

      Entonces, pese a mi voluntad, alzo vuelo. Atravieso el cielo raso, el departamento de Ricardo Pérez, la terraza y sus máquinas de lavar, el cielo infinito hasta un abismo de luz. Y todo mi ser; mi corazón y sus arterias, mi sangre y carne, mi grasa y huesos; y también el desasosiego y mis noches de la niñez; todo el miedo, en definitiva, que corría detrás de mí, se hizo uno con la nada.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...