jueves, 29 de abril de 2021

RECUERDOS DEL CINE: El encuentro con Batman


Batman nunca fue tan genial como en esos tiempos; no importa que no haya tenido la tecnología actual.

Mi hermana y yo lo admirábamos. Sus figuras salían en cromos, tatuajes que nos pegábamos en los brazos y muñequitos coleccionables que los niños buscaban en medio de las chucherías.

Tenía ocho años cuando lo conocí. Le habíamos rogado por mucho tiempo a papá para que nos llevara a verlo.

Vivíamos muy lejos del centro de la ciudad (de hecho, eso que nosotros llamábamos “centro” era apenas la parte norte de la zona urbana). Era un recorrido que mi padre hacía todos los días; pero que para nosotros representaba una experiencia llena de sorpresas: las ciudadelas, los rótulos comerciales, a lo lejos la larga pista del aeropuerto (que solo conocí cuando décadas más tarde se convirtió en un parque público), el juego de contar pichirilos y, finamente, el peso de la impaciencia.

Una y otra vez: ¿Ya llegamos? Hasta escuchar el anuncio esperado. Los fierros sacudiéndose. Bajar con mucho cuidado. Mi padre en el centro, llevando un niño colgado de cada mano. El parque de la Carolina, con sus vendedores y deportistas, el sol enceguecedor y varias familias refugiándose al pie de los árboles. Un lugar inmenso donde había escuchado que un niño se puede perder; pero esta vez nada nos preocupaba, íbamos con papá a ver a Batman. Orgullosos, saltando de un adoquín a otro.

Mi hermana con un vestido ancho de color celeste, zapatos de charol y una diadema que le decoraba el cabello. Yo, con un overol, buzo y botines. Mi padre, con un pantalón de mezclilla azul, una camiseta con cuello, zapatos negros y lentes. El bolso de mano donde mamá nos había guardado unos plátanos y un termo con colada. Papá, un gigante en el centro, sujetándonos al cruzar la calle hasta llegar al teatro Benalcázar.

El umbral, la boletería. Una señora vendía papel higiénico para el baño y golosinas: canguil, chifles, arroz crocante, chocolates, refrescos, caramelos que no nos atrevimos a pedir, porque ya nos había prevenido que teníamos justo para las entradas; y además estábamos asombrados por los afiches. Un Batman de cartón a tamaño real. El póster negro de donde emergía la señal; el anuncio del peligro que debía enfrentar. Dos villanos a falta de uno.

La sala era un sitio asombroso: techos altísimos, un pasillo central rodeado de asientos y un altar; muy parecido al de la iglesia de mi barrio.

Todos gritamos cuando se hizo la perfecta oscuridad. Seguramente nos aferramos al brazo de papá. Hasta que, de pronto, se encendió el telón y apareció el famoso símbolo de la Warner Bros, que se fundió a un palacio gótico, donde un hombre elegante fumaba. Era el padre de un recién nacido; tan deforme y salvaje que decidieron arrojarlo a la alcantarilla. El Pingüino.

Seguro que durante todo ese tiempo apenas pestañeé. Escenas de acción, edificios enormes, diálogos que hoy herirían las susceptibilidades.

Ese día no solo conocí a Batman; también descubrí el rito de la contemplación cinematográfica que, al contrario de tantas otras cosas de mi vida, nunca perdió la magia.

sábado, 17 de abril de 2021

RECUERDOS DE MANABÍ: La casa de Horacio


Llegué sin querer a Portoviejo; como quien dice, llevado por el viento. Vendía poemitas para pagar el hospedaje, las bielas y la comida. Llegué contando las monedas a un hotel de madera, que crujía enterito cuando la guardiana, una vieja montuvia, daba un paso.

Desde la ventana del cuarto se veía la calle principal; el cielo me enceguecía. Hacía más calor que afuera. Las muchachas y los viejos sudaban, mientras se ocupaban de sus propias preocupaciones. Se escuchaba el sonido de mercaderes, risas y llantos; y, mientras la tarde iba cayendo, un aroma a pan y caña inundaba el ambiente.

-¡Aquí no hay mucho para hacer, niño! -dijo la vieja montuvia. -Pero sí puede conocer la casa del Poeta.

¿Quién dice que nadie es profeta en su tierra? Horacio, un anciano más alto de lo que imaginé, había sido docente, editor, historiador y teórico literario de Manabí; en su Casa recibió a Demetrio Aguilera Malta, Nelson Estupiñán Bass y a Benjamín Carrión, entre otros.

Llegué en noche de fiesta. Al ritmo de un bandoneón, una pareja se desplazaba entre las mesas dibujando figuras. Miradas apasionadas y labios al borde del beso. Aplausos, bocanadas de vino. Era el lanzamiento de la traducción al francés de su último poemario.

Me injerté en medio de la alegría y también bebí. Era inevitable que la gente se incomodara con mi presencia; todos eran amigos, gente notable de Portoviejo, y yo un sujeto con una camisa vieja. 

Cuando fue propicio y la música había acabado; cuando los discursos fueron apagados por la ovaciones y estas últimas naufragaron entre la risa de los grillos, me acerqué.

-La recuerdo perfectamente; era una muchacha brillante -me dijo.

Le resumí veinticinco años en unas pocas palabras. No tardé mucho en obsequiarle uno de los folletitos que yo mismo había armado, donde constaban mis lamentables versos, pero que en ese entonces ya había desgastado en el oído de los transeúntes, de los bañistas, de los estibadores y en un eufórico rito religioso que había llenado una plaza en Manta.

Él, acaso por reciprocidad, fue a buscar uno de sus libros, un compendio de memorias, poemas y fotografías, que me autografió, antes de invitarme a que lo acompañara a una de las mesas.

-Es un joven poeta, quiteño-manabita. -Me presentó. Lo recuerdo cansado; se frotaba el rostro y masajeaba los ojos vidriosos, sonreía al grupo que hablaba sobre política. Alguien soltó un chascarrillo y me alcanzó una explosión de carcajadas.

No podía quedarme mucho tiempo; era hora pico en la noche de cualquier ciudad. Estaba envalentonado y de tanto repetirlo ya me sabía de memoria mis propios lamentos. Pero esa vez hice algo diferente; en el primer lugar donde me permitieron declamar, leí un poema de Horacio, el que salió al azar; uno donde los potros se lamían la ternura. Estaba decidido; mordí un par de lóbulos y vendí casi toda la mercancía. La noche parecía larga; la vida también.

Años más tarde, vi la tristeza en los ojos de mi madre cuando le mostré el diario que anunciaba la muerte de su viejo amigo.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...