viernes, 10 de diciembre de 2021

vestido














y cada mañana me pongo el nombre
como cubriéndome con una camisa
o mejor todavía
                          como me acomodo a la costumbre de mis dos pies
al desandar la calle alguien me llama
esa voz ahora me transforma en un ser familiar
aquel tipo melancólico y huraño que compra pan

parece que no soy más que esas seis letras
o unos manchones en la lista del mercado
y mientras
miro al cielo
nombro el azul y las nubes celestiales
y recuerdo las veces que mi nombre también fue súplica
tedio 
         aversión 
                         y orgullo

viene a mi mente la imagen de esos labios
donde mi nombre se transmutó en deseo

miro por la ventanilla del autobús
las calles se pierden una vez más
sé que pronto Anibal deberá desembarcar
me angustia el enigma de mí mismo detrás de las palabras
         cómo usar estas manos
         cómo respirar
         cómo llorar fuera de su sombra

camisa prestada que tomé esta mañana
apenas desperté de lo innombrable
y que hoy 
                 acaso por última vez 
llevo conmigo
para depositarla en los ojos 

relucientes 

de mi hijo

viernes, 17 de septiembre de 2021

JUEVES



Es largo el camino hasta tu casa, mi niño

Ya no recuerdo la primera vez que lo deshice:

¿Dos semanas, tres meses?

Seguimos respirando después de todo

Lo sé por tu vocecita trinándome

Esas historias que cada día estarán más lejos de mí

Pero yo no te dejaré, a pesar de los siglos

Y si, por alguna razón, me vuelvo a perder

Si extravío el idioma y mis manos

Si mi carne se hace una con las montañas

Seré señal de humo

Polvareda que besará la bóveda celeste de tus cielos

miércoles, 8 de septiembre de 2021

MIÉRCOLES

Una palabra goteando 

Desde el dedo pardo de la maranta

En la cocina: 

El último susurro de café

Tres granos de dolor desgajándose en el suelo

El aleteo de una mosca sobre las cajas deshechas

Ni siquiera un verbo que me obligue a abandonar el sillón

Y detrás de la ventana, contemplar

El desfile fúnebre de otro vecino

Mi retrato desde la pared

Junto a unos días acaso jamás vividos

En el escritorio: 

                         Tarea acumulada

                         Deudas con la vida y con la muerte

                         Llamadas por responder

                         Besos que dar

La vida chorreando desde una mano vegetal

La última taza de algo levemente dulce

La mosca sobrevolándome:

                                           El presagio

viernes, 2 de julio de 2021

RECUERDOS DEL CINE: la sala Alfredo Pareja Diezcanseco

Llegué a la Cinemateca Nacional en el 2003 para solicitar una audiencia con el Director Ulises Estrella. Buscaba una entrevista televisiva que, por falta de talento persuasivo, nunca se concretó.

Antes de marcharme me obsequió un libro, Digo, mundo..., dos Cuadernos de la Cinemateca (que aún conservo como tesoros) y acaso el mejor de todos, una invitación.

¡Laura, dale al joven una tarjeta para el evento del miércoles!

Una mujer que tenía un característico mechón blanco y penetrantes ojos verdes, me la entregó.

No comprendía exactamente de qué se trataba; pero la información me llenó de expectativa:

LA CINEMATECA NACIONAL DE LA CASA DE LA CULTURA  Y LA EMBAJADA DE CUBA 
Invitan a la proyección de la película La bella del Alhambra, con la presencia del director Enrique Pineda Barnet.

Había leído, cuando pasaba por la Avenida Patria, la cartelera de la sala de cine sin animarme nunca a asistir. Era la primera vez que ingresaba por esa puerta del edificio de los espejos, hasta un lobby, rodeado de dos o tres fotografías de Alfredo Pareja, Benjamín Carrión y algún otro prócer de la cultura.

Había más gente esperando, sentados en mesas colocadas en la antesala, frente a una pequeña cafetería. Distinguí a Ulises Estrella, pero no me atreví a saludarlo porque conversaba animadamente con un hombre alto y canoso de acento caribeño. 

La película era melodramática y bella. El protagonista, un famoso galán de las telenovelas que veía mi madre y que por primera vez admiré. Me pareció increíble tener la oportunidad de escuchar a la persona que estaba detrás de ese acto de magia. Por eso, cuando se terminó la función, me quedé al conversatorio y, cuando concluyó este ultimo y había poca gente, me acerqué a saludar al cineasta. Uno se siente un poquito más importante al hablar con esas personas. Me dio su correo y cruzamos un par de correspondencias; las mías, empapadas de afectación y acaso de un sentimiento de inferioridad del que todavía no he podido librarme. Me compartió un libro muy bello Arca, nariz y alambre, pero nunca más respondió mis correos.

Yo continúe yendo a la Casa de la Cultura, casi todos los días. Mi madre pensaba que salía a buscar empleo; pero me paseaba por la exposición de pintura de turno, luego iba a la biblioteca y trataba de armar conversación a las universitarias que estaban solas y, más tarde, conversaba con la anciana que vendía cigarrillos en un quiosco a la puerta de la sala de cine. Me sentaba a fumar hasta que era hora de la película.

Mis tardes favoritas eran cuando había la invitación de alguna embajada y brindaban bocaditos y vino. Se establecía una alegre camaradería con otros asiduos y salía embriagado trastabillando hasta mi casa.

La sala Alfredo Pareja se convirtió durante un tiempo de mi vida en mi segundo hogar. Después la reemplacé por la universidad, por un cuerpo húmedo y ahora por los salones de clases, donde a veces trato de emular el recuerdo de esa magia; pero la mayoría de veces solo consigo que mis espectadores se duerman.

jueves, 29 de abril de 2021

RECUERDOS DEL CINE: El encuentro con Batman


Batman nunca fue tan genial como en esos tiempos; no importa que no haya tenido la tecnología actual.

Mi hermana y yo lo admirábamos. Sus figuras salían en cromos, tatuajes que nos pegábamos en los brazos y muñequitos coleccionables que los niños buscaban en medio de las chucherías.

Tenía ocho años cuando lo conocí. Le habíamos rogado por mucho tiempo a papá para que nos llevara a verlo.

Vivíamos muy lejos del centro de la ciudad (de hecho, eso que nosotros llamábamos “centro” era apenas la parte norte de la zona urbana). Era un recorrido que mi padre hacía todos los días; pero que para nosotros representaba una experiencia llena de sorpresas: las ciudadelas, los rótulos comerciales, a lo lejos la larga pista del aeropuerto (que solo conocí cuando décadas más tarde se convirtió en un parque público), el juego de contar pichirilos y, finamente, el peso de la impaciencia.

Una y otra vez: ¿Ya llegamos? Hasta escuchar el anuncio esperado. Los fierros sacudiéndose. Bajar con mucho cuidado. Mi padre en el centro, llevando un niño colgado de cada mano. El parque de la Carolina, con sus vendedores y deportistas, el sol enceguecedor y varias familias refugiándose al pie de los árboles. Un lugar inmenso donde había escuchado que un niño se puede perder; pero esta vez nada nos preocupaba, íbamos con papá a ver a Batman. Orgullosos, saltando de un adoquín a otro.

Mi hermana con un vestido ancho de color celeste, zapatos de charol y una diadema que le decoraba el cabello. Yo, con un overol, buzo y botines. Mi padre, con un pantalón de mezclilla azul, una camiseta con cuello, zapatos negros y lentes. El bolso de mano donde mamá nos había guardado unos plátanos y un termo con colada. Papá, un gigante en el centro, sujetándonos al cruzar la calle hasta llegar al teatro Benalcázar.

El umbral, la boletería. Una señora vendía papel higiénico para el baño y golosinas: canguil, chifles, arroz crocante, chocolates, refrescos, caramelos que no nos atrevimos a pedir, porque ya nos había prevenido que teníamos justo para las entradas; y además estábamos asombrados por los afiches. Un Batman de cartón a tamaño real. El póster negro de donde emergía la señal; el anuncio del peligro que debía enfrentar. Dos villanos a falta de uno.

La sala era un sitio asombroso: techos altísimos, un pasillo central rodeado de asientos y un altar; muy parecido al de la iglesia de mi barrio.

Todos gritamos cuando se hizo la perfecta oscuridad. Seguramente nos aferramos al brazo de papá. Hasta que, de pronto, se encendió el telón y apareció el famoso símbolo de la Warner Bros, que se fundió a un palacio gótico, donde un hombre elegante fumaba. Era el padre de un recién nacido; tan deforme y salvaje que decidieron arrojarlo a la alcantarilla. El Pingüino.

Seguro que durante todo ese tiempo apenas pestañeé. Escenas de acción, edificios enormes, diálogos que hoy herirían las susceptibilidades.

Ese día no solo conocí a Batman; también descubrí el rito de la contemplación cinematográfica que, al contrario de tantas otras cosas de mi vida, nunca perdió la magia.

sábado, 17 de abril de 2021

RECUERDOS DE MANABÍ: La casa de Horacio


Llegué sin querer a Portoviejo; como quien dice, llevado por el viento. Vendía poemitas para pagar el hospedaje, las bielas y la comida. Llegué contando las monedas a un hotel de madera, que crujía enterito cuando la guardiana, una vieja montuvia, daba un paso.

Desde la ventana del cuarto se veía la calle principal; el cielo me enceguecía. Hacía más calor que afuera. Las muchachas y los viejos sudaban, mientras se ocupaban de sus propias preocupaciones. Se escuchaba el sonido de mercaderes, risas y llantos; y, mientras la tarde iba cayendo, un aroma a pan y caña inundaba el ambiente.

-¡Aquí no hay mucho para hacer, niño! -dijo la vieja montuvia. -Pero sí puede conocer la casa del Poeta.

¿Quién dice que nadie es profeta en su tierra? Horacio, un anciano más alto de lo que imaginé, había sido docente, editor, historiador y teórico literario de Manabí; en su Casa recibió a Demetrio Aguilera Malta, Nelson Estupiñán Bass y a Benjamín Carrión, entre otros.

Llegué en noche de fiesta. Al ritmo de un bandoneón, una pareja se desplazaba entre las mesas dibujando figuras. Miradas apasionadas y labios al borde del beso. Aplausos, bocanadas de vino. Era el lanzamiento de la traducción al francés de su último poemario.

Me injerté en medio de la alegría y también bebí. Era inevitable que la gente se incomodara con mi presencia; todos eran amigos, gente notable de Portoviejo, y yo un sujeto con una camisa vieja. 

Cuando fue propicio y la música había acabado; cuando los discursos fueron apagados por la ovaciones y estas últimas naufragaron entre la risa de los grillos, me acerqué.

-La recuerdo perfectamente; era una muchacha brillante -me dijo.

Le resumí veinticinco años en unas pocas palabras. No tardé mucho en obsequiarle uno de los folletitos que yo mismo había armado, donde constaban mis lamentables versos, pero que en ese entonces ya había desgastado en el oído de los transeúntes, de los bañistas, de los estibadores y en un eufórico rito religioso que había llenado una plaza en Manta.

Él, acaso por reciprocidad, fue a buscar uno de sus libros, un compendio de memorias, poemas y fotografías, que me autografió, antes de invitarme a que lo acompañara a una de las mesas.

-Es un joven poeta, quiteño-manabita. -Me presentó. Lo recuerdo cansado; se frotaba el rostro y masajeaba los ojos vidriosos, sonreía al grupo que hablaba sobre política. Alguien soltó un chascarrillo y me alcanzó una explosión de carcajadas.

No podía quedarme mucho tiempo; era hora pico en la noche de cualquier ciudad. Estaba envalentonado y de tanto repetirlo ya me sabía de memoria mis propios lamentos. Pero esa vez hice algo diferente; en el primer lugar donde me permitieron declamar, leí un poema de Horacio, el que salió al azar; uno donde los potros se lamían la ternura. Estaba decidido; mordí un par de lóbulos y vendí casi toda la mercancía. La noche parecía larga; la vida también.

Años más tarde, vi la tristeza en los ojos de mi madre cuando le mostré el diario que anunciaba la muerte de su viejo amigo.

sábado, 2 de enero de 2021

EL CONVERSADOR

Podría decir algo esta página

si me propongo hablar sobre él:

siempre lo imaginaba en el interior de aquel café;

por eso me desviaba hacia la avenida Juan León Mera

ya que cuando me distinguía a través de los cristales

giraba la mariposa del recuerdo 

para que su existencia se derramara sobre mí

inundándome cuadras enteras.

Eso era peligroso porque no sé nadar 

y me cansaba de las brazadas que debía dar entre sus historias

acerca de una ciudad que jamás conocí.

Sonreía y su voz se perdía a lo largo de la canaleta.

Por eso, al imaginarlo por ahí, fingía apuro;

ya que siempre aparecía como el anuncio de un diluvio.


Hoy, después de tanto olvido,

lo encontré por primera vez en otro sitio.

La misma sonrisa

pero un inaudito silencio.

Leí tres veces su nombre y cerré el diario

consolándome al pensar que si algún día termina la peste 

detrás de la cual se marchó hablando necedades,

no tendría sentido recorrer la ciudad más que lo imprescindible.

Todo, hasta lo más horrible, esconde algún designio 

―me repetía, intentando comprenderlo.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...