Primero lo arrincona contra las máquinas, después aprieta su cuello hasta que el retorcido cuerpo pierde el color; finalmente, le saca las vísceras con un puñal.
Recuerdo que cuando era niño me traumé con ésta, la primera escena de la película Sarge Billy, donde el misterioso Stink comienza una serie de asesinatos absurdos.
Yo siempre esperaba a papá con ansias y lo recibía apretándome contra sus rodillas. Mamá tenía caliente la merienda y lo besaba en la puerta. Por eso, una de las cosas que más me atormentaba era pensar qué ocurrió cuando el infeliz no llegó a su hogar.
Yo siempre esperaba a papá con ansias y lo recibía apretándome contra sus rodillas. Mamá tenía caliente la merienda y lo besaba en la puerta. Por eso, una de las cosas que más me atormentaba era pensar qué ocurrió cuando el infeliz no llegó a su hogar.
Solo hoy, después de veinte y tantos años, he encontrado satisfacción.
Al pasar por la avenida Madrid, llena de gente que se perdía como olas en el mar, lo he reconocido. Cruzaba un estacionamiento y entraba a un almacén.
Era él. Viejo, pero con esa irrepetible nariz aguileña y ojos melancólicos.
Lo miré tomar unos cigarrillos y dirigirse a la caja. Más tarde, seguí su estela de nicotina durante seis cuadras, hasta un edificio de multifamiliares. Saludó con la portera y se perdió en el ascensor.
En el trabajo me volvieron a regañar; esta vez por llegar tarde. Pero eso ya no importaba; por fin comprendí que la realidad es el caño amable de la ficción.