Durante mi último semestre en la universidad, cursé la asignatura de Culturas Kichwas. El docente se tomaba muy a pecho eso de que no se aprende una cultura sino es a través de la lengua. Porque la cátedra estaba direccionada únicamente a su gramática y vocabulario.
Cada semana Adrianka, un hombre maduro y calvo como la luna, ingresaba militarmente al salón de clase, pedía la bolsa llena de papelitos, sacaba los nombres de los afortunados y los hacía pasar uno a uno a la pizarra para humillarlos con la lección que consistía en una serie de preguntas en kichwa que debían ser prolíficamente respondidas.
No estoy seguro de que ese método pedagógico haya formado nuevos hablantes de la lengua aborigen. Lo que sí recuerdo es que desde antes de iniciado el último semestre, debías acostumbrarte a la desventaja de las estadísticas, a la idea de que probablemente formarías parte de ese 99% de estudiantes que se quedaba a supletorio; o que de pano, podías sumar las filas del 60 o 70% que arrastraría la materia.
Yo también llevé mi cuota frente a la pizarra; sobre todo por mi voluntariosa incapacidad con otras lenguas y por la antipatía que me generaban esas aciagas horas. No quedaba más que la resignación.
Sin embargo, no todo sale como uno cree y el mío debe ser un caso a registrarse en los anales de los sucesos extraordinarios.
El último trabajo consistía en grabar una conversación en video. Puse en ello mi último aliento. Junto con mis compañeros preparamos todo para viajar a Otavalo, vestirnos con ponchos y alpargatas para grabar la representación de una oscura leyenda centroamericana adaptada al contexto de Quinchuquí Alto.
Fue una bella experiencia. Durante cualquier rodaje, por más sencillo que sea, inevitablemente me siento Marcello Mastroianni. Además, a pesar de las dificultades con los diálogos, del tiempo o voluntad limitada de los compañeros, pudimos, no solo obtener un material en bruto con el que se podía cumplir con las expectativas de un trabajo aceptable, sino que compartimos con una familia indígena que nos brindó su cariño, un plato de crema de haba y un cuenco de granos tostados; incluso una cama si es que decidíamos pasar la noche ahí.
Recuerdo el viento pegándome el poncho, el campo para sembrar maíz y la sensación de estar en un sitio donde sería bello vivir. Ahí todos los niños, mujeres, hombres y ancianos que transitaban eran seres alados.
El video salvó mi materia. Me imagino al profesor Adrianka pasando de la pereza al asombro y del asombro a la risa por nuestras lamentables actuaciones, por tantas reiteraciones absurdas, puesto que tuve que extender a diez minutos un material que con las justas podría salvarse en dos.
Nada de ello me impidió subir ese cortometraje a mi cuenta de youtube. Las tres o cuatro visitas por mes se empezaron a disparar a decenas de visitas diarias, ni los subtítulos y acotaciones de índole educativo que agregué disuadieron las condenas y dislikes. Cuando empecé a recibir comentarios burlescos, decidí ocultar el video para siempre.
¡Ciegos y advenedizos!, nunca podrían entender que acaso nada me refleja más desnudo y completo.