De imprevisto, el diluvio me agarró por el cuello y se dispersó hasta las uñas del pie. Había esperado a la Hippie por más de media hora.
Caminé con la confianza empapada. Ningún portón podía resguardarme por mucho tiempo, así que ingresé al primer establecimiento que encontré.
Era un local de techo alto, mármol en el piso y en las paredes, de mármol las repisas y acaso también el dependiente, un viejo que se descongeló al verme.
―Bienvenido ―dijo con exageración; y solo le faltó la sentencia del guardián de la gruta dormido hace dos mil años.
Dejé a mi paso un charco lodoso; avergonzado, me volví hacia la puerta.
―¡No se preocupe! Deme su chaqueta. En un instante le daré una toalla.
―¡Lo lamento! La verdad, no vine a comprar nada.
Miré al rededor. Sobre los mostradores había tiras de cintas, carretes, serpientes zigzagueantes.
El viejo no pareció escucharme y, sin dejar su sonrisa alienada, preguntó:
―¿Quiere un café?
Amontonó sobre el mostrador los curiosos objetos, colocó una tetera y dos tazas. Derramó sobre ellas un café muy negro y el ambiente se llenó del aroma que me obligó a beber mi primer trago.
―Es arábigo, pero se cultiva en Tres Ríos.
Una sensación de bienestar, una tranquilidad falsa pero necesaria se apoderó de mí. Sin embargo, por un instante pensé en el truco, la trampa, los ejes cilíndricos de la ratonera.
―Hace muchos años esta tienda era muy concurrida, pero ya serán más de doce que no teníamos una visita.
Esperaba que dijese que vendía sueños: <<ofrezco esperanzas a la medida. Y por tratarse de una fecha tan especial (nada más y nada menos que el diluvio que arrasará la civilización humana), se te concederá la gracia de un único deseo>>. Nada más alejado de la realidad.
―Vendo cintas de máquinas de escribir. Las tengo de todas las marcas, las tengo originales y chinas, nuevas y reusadas.
Levantó frente a mis ojos una cinta de dos colores; noté que estaba repleta de letras sobrepuestas. Mientras me secaba con una toallita que acababa de darme, pude descifrar algunas palabras como: regazo, melancolía, azul, perro, y otras tantas como se pueda imaginar. Combinándolas contaban el evangelio o era una carta a la prima Francisca en la ciudad de Alajuela.
―Esta que ves aquí perteneció al escritor Manuel Cañijo Loor. ¿Has leído sus libros? Pues deberías hacerlo, no hay nada mejor para los tiempos libres, para la tristeza o para la lluvia.
Me mostró muchas más, hasta que se acabó mi cuarta taza de café. La lluvia había cesado.
Tomé mi abrigo y me disponía a marchar, no sin antes agradecer la extraña amabilidad; pero me encontré con los ojos vidriosos del viejo.
―¡Esa! ―dije― La del poeta de la naturaleza.
Me la envolvió contento y, desde el otro lado de su aparador de mármol, me dijo adiós con la mano.
Había pagado con mi único billete; el presupuesto para comprar dos entradas de cine y una bolsa de palomitas de maíz para la Hippie.
Caminé unas cuadras. En la esquina de avenida 10 y 31, un grave pitido me sacó del ensueño. Era ella desde la cabina de su auto.
Bajé el rostro y seguí de largo.