viernes, 13 de julio de 2018

CINTAS

De imprevisto, el diluvio me agarró por el cuello y se dispersó hasta las uñas del pie. Había esperado a la Hippie por más de media hora. 


Caminé con la confianza empapada. Ningún portón podía resguardarme por mucho tiempo, así que ingresé al primer establecimiento que encontré. 

Era un local de techo alto, mármol en el piso y en las paredes, de mármol las repisas y acaso también el dependiente, un viejo que se descongeló al verme. 

―Bienvenido ―dijo con exageración; y solo le faltó la sentencia del guardián de la gruta dormido hace dos mil años. 

Dejé a mi paso un charco lodoso; avergonzado, me volví hacia la puerta. 

―¡No se preocupe! Deme su chaqueta. En un instante le daré una toalla. 

―¡Lo lamento! La verdad, no vine a comprar nada. 

Miré al rededor. Sobre los mostradores había tiras de cintas, carretes, serpientes zigzagueantes. 

El viejo no pareció escucharme y, sin dejar su sonrisa alienada, preguntó: 

―¿Quiere un café? 

Amontonó sobre el mostrador los curiosos objetos, colocó una tetera y dos tazas. Derramó sobre ellas un café muy negro y el ambiente se llenó del aroma que me obligó a beber mi primer trago. 

―Es arábigo, pero se cultiva en Tres Ríos. 

Una sensación de bienestar, una tranquilidad falsa pero necesaria se apoderó de mí. Sin embargo, por un instante pensé en el truco, la trampa, los ejes cilíndricos de la ratonera. 

―Hace muchos años esta tienda era muy concurrida, pero ya serán más de doce que no teníamos una visita. 

Esperaba que dijese que vendía sueños: <<ofrezco esperanzas a la medida. Y por tratarse de una fecha tan especial (nada más y nada menos que el diluvio que arrasará la civilización humana), se te concederá la gracia de un único deseo>>. Nada más alejado de la realidad. 

―Vendo cintas de máquinas de escribir. Las tengo de todas las marcas, las tengo originales y chinas, nuevas y reusadas. 

Levantó frente a mis ojos una cinta de dos colores; noté que estaba repleta de letras sobrepuestas. Mientras me secaba con una toallita que acababa de darme, pude descifrar algunas palabras como: regazo, melancolía, azul, perro, y otras tantas como se pueda imaginar. Combinándolas contaban el evangelio o era una carta a la prima Francisca en la ciudad de Alajuela. 

―Esta que ves aquí perteneció al escritor Manuel Cañijo Loor. ¿Has leído sus libros? Pues deberías hacerlo, no hay nada mejor para los tiempos libres, para la tristeza o para la lluvia. 

Me mostró muchas más, hasta que se acabó mi cuarta taza de café. La lluvia había cesado. 

Tomé mi abrigo y me disponía a marchar, no sin antes agradecer la extraña amabilidad; pero me encontré con los ojos vidriosos del viejo. 





―¡Esa! ―dije― La del poeta de la naturaleza. 

Me la envolvió contento y, desde el otro lado de su aparador de mármol, me dijo adiós con la mano. 

Había pagado con mi único billete; el presupuesto para comprar dos entradas de cine y una bolsa de palomitas de maíz para la Hippie. 

Caminé unas cuadras. En la esquina de avenida 10 y 31, un grave pitido me sacó del ensueño. Era ella desde la cabina de su auto. 

Bajé el rostro y seguí de largo.

ÉXTASIS

   Siempre presenta al bicho como huérfano. Luego, como pude comprobarlo, te sentará en el salón y ofrecerá esa viruta que parece ser lo único de lo que se alimentan. 


   Todomeo arrugará el morro.


   ―Es solo un amigo, bebé. Ya te he dicho que debes aprender a compartir. 

   De seguro sabes que es la viuda de un sargento de la policía, recordado por su cara de perro y su disciplina. Todas las madrugadas, antes de salir el sol, trotaba por el barrio y, al pasar, dejaba una estela de vapor. Por ello lo conocíamos como el Sargento Locomotora. 

   Después de comer esa basura, mezcla de harina de pescado y sal, siempre se hace un silencio incómodo, que solo romperá un chillido de Todomeo.

   Es apenas el principio de un largo protocolo que, de ser cauto, desembocará en el momento deseado. 

   ―El bebé quiere jugar en los alcornoques ―te dirá refiriéndose al jardín. Lo cargará y llevará en dirección a la puerta trasera. 

   Y mientras él renguea de un lado a otro, escarba la tierra o trata de alcanzar los limones; ella te contará, en el mismo discurso invariable, su triste historia: 

   ―Fue una verdadera tragedia: el Terry regresó de hacer deporte… hacía poco que el bebé había llegado a nuestras vidas… era Navidad y armamos un árbol precioso… el bebé siempre ha sido muy travieso… uno de los cables… el fuego… 

   Suspirará. Mirará amorosamente a Todomeo y soltará dos o tres quejidos. 

   ―Dio su vida por él. 

   Entonces deberás ser cauto. Esperarás hasta que se seque las lágrimas y, solo en ese momento, tomarás con suavidad su mano izquierda. 

   ―Fue muy duro para todos. El bebé todavía está en tratamiento psicológico. A veces, por las noches, se despierta exaltado. Debo mecerlo muy despacio hasta que los dos nos tranquilicemos. 

   Para cuando Todomeo, cansado, se eche a la sombra del capulí, será necesario que beses su mano. Ojo, solo un pequeño roce. 

   ―¿Tienes sed, mi niño? 

   En ese momento te precipitarás a la cocina y llenarás dos cántaros. Pero deberás ofrecérselo lentamente, sosteniendo su mirada salvaje. Y si lo llegara a aceptar, puedes respirar tranquilo; incluso sonreír satisfecho y volver inmediatamente junto a ella. 

   ―Se ha encariñado contigo, no a cualquiera le acepta algo, es desconfiadísimo. 

   Después Todomeo volverá a lo suyo: a saltar, escarbar y chillar como un diablo. 

   Ella, durante toda esta etapa, hablará de las cualidades del Sargento Locomotora, elevando de vez en cuando la voz: 

   ―¡Por ahí no, bebé; detrás está la calle! 

   ―¡Cuidado te caes, bebé; anda despacio! 

   Esos minutos parecen eternos pero, finalmente, Todomeo siempre cae exhausto. 

  Jamás debes intentar cargarlo, o ahí termina todo. Por el contrario, si la sigues a paso lento, verás cómo entra en su habitación y, después de más o menos treinta minutos, saldrá con el rostro reluciente. 

   A continuación, te invitará a la sala de los sillones de piel de vaca y estanterías repletas con las insignias y trofeos del difunto. Ahí, frente a su retrato de perro que asecha. 

  Sin embargo, no debes fijarte mucho en ello; llegado a este punto, no es momento de flaquear. Conviene mantener la calma; ella siempre se encarga del resto. 

  La noche se perderá entre sus gemidos, hasta desvanecerlos en el sueño del amanecer. 

   ¿Existe una gloria mayor? Si el propio Sargento Locomotora, desde su nicho en la pared, contempla todo con una extraña misericordia. 

   Escúchame, ella nunca se levanta hasta antes de las ocho. Lo que te da tiempo a pasear por las habitaciones, ir a la cocina y preparar café. Si eres rápido, incluso podrías tomar un baño. 

   Debes confiar en que Todomeo no tendrá una de sus crisis. Es más, lo escucharás deambular por la casa hasta llegar a la puerta y sacudirse gustoso. Vendrá salamero. 

   Entonces, como dicta la tradición, sucede la venganza al Sargento. Un soberano y lúcido puntapié en las costillas de la alimaña. 

   Que no te espanten sus chillidos, que no te intimiden sus ladridos. En ese momento, todos estarán hundidos en algún tipo de éxtasis.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...