Llegó con cuatro minutos de retraso. La cafetería había sido el sitio donde la vi por primera vez. Iba como siempre, descalza, envuelta en girones de prendas inverosímiles.
No podía saber más de ella que lo que sus extraños hábitos me confesaban. Respondía a mis preguntas con dos distintas oraciones, donde “Matilde se compró un perro san bernardo”, podía significar “sí”, y “Adolfo, el hijo mayor del capitán”, “no”.
Las respuestas abiertas eran una serie intrincada de proposiciones absurdas.
Se reía, sí, pero estoy seguro que su risa no era de gozo, ni de nervios, ni una risa de simpatía. Estoy casi seguro que se debía al hambre.
La estudié con detalle antes de abordarla.
Se ubicó en la silla de siempre y miró mis manos todo el tiempo. Yo jugaba con ellas mientras intentaba alguna conexión.
Trajeron una canasta con méndrugos. Ella devoró las piezas casi enteras. Y cuando parecía a punto de vomitar, vaciaba la copa de vino. Apenas tocó la pasta; aplastó con sus dedos uno de los extremos del espagueti y lo estiró. Mostró los dientes y lo apartó.
—¿Quieres ir a mi casa?
—Las arañas recorren el jardín y se esconden del topo. Las hormigas en la noche dejan de ser invisibles y tiemblan en sus templos. Las polillas las miran desde el cielo con una sacrosanta bendición. A lo lejos se divisa una barca que las arrancará de su telaraña. Pero la telaraña estará triste.
Le toque los dedos. Había colocado las manos sobre la mesa y ellos surgían de entre los retazos del guante. Se dejó acariciar, incluso me atreví a llevarlos a mi boca y los besé. Rocé mis labios con esas uñas atroces.
—A veces, Aristóteles despierta y da una lección a las moscas.
—En casa tengo ropa y agua caliente.
De pronto se paró, como impelida por un aguijón. Dio media vuelta y aquel nudo de hilachas despareció en el portal.
Me quedé pensando en todo lo que pudo ser. El vapor del café me llenó de melancolía. Y así continué, hasta que llegó el mesero, aquel del gabán manchado de estiércol, acompañado por otros tres dementes. Esta vez lograron arrojarme a la calle, donde el sol abrasaba las ruinas de la avenida San José.