Me habían hablado de ellas, que si un forastero se sienta un instante en la plaza central, aparecen o se develan entre la multitud. Por eso estoy aquí.
Veo pasar a una mujer y su niño quien me clava una mirada curiosa. Frente a mí, en otro banco, un anciano lee un libro destartalado pero con un título sugestivo. A un par de metros, un vigilante grita obscenidades a una mujer increíblemente pequeña que responde a carcajadas.
De pronto ocurre. Se sienta y me pregunta en inglés si estoy solo. Sonríe, clavando su mirada en mis zapatos.
Me cuenta que jamás ha visto el sol. Y mientras sostengo sus facciones: morena, delgada, cabello lacio que llega hasta las caderas, una gran cruz atravesando el escote; mientras la sostengo, me pregunto, si valdría la pena haber recorrido tantos kilómetros.
Me lleva, a través de edificios que me resultan familiares, hasta un viejo portón verde. Golpea la madera con sus pequeños nudillos. Una carreta arrastrada por caballos atraviesa la calzada.
Ingresamos por un corredor hacia un patio de piedra como un altar ceremonial. Destranca una de las puertas que nos rodean y la abre con precaución.
<<Hold on!>>
Desde mi nueva posición, al otro extremo del patio, puedo contemplar que el segundo piso está adornado con frescos que representan animales. Arriba, el cielo, más despejado que en la plaza.
<<El Santo los atenderá ahora mismo>>.
Ha vuelto a tomar mi mano, como si nunca la hubiera soltado. Se ve excitada; me mira como si estuviera a punto de arrojarse por un tobogán. La cruz brilla menos que sus ojos.
Apenas ingresamos, el Santo, postrado en el centro de esa habitación alfombrada hasta el techo, se pronuncia: ¿La amas? Tiene un rostro curtido y lleno de vellos irregulares. Nos acecha contemplativo: ¡Responde! Ella se aferra a mi brazo. El Santo esboza una sonrisa; está desnudo hasta las encías: No seas tímido, puedes abrirte conmigo. Ninguno de los dos dice una palabra. Los segundos son vuelos de cóndor sobre nuestras cabezas; un ave que pronto se va a estrellar: Muy bien, muy bien; dice la palabra que el silencio otorga. Definitivamente; eres culpable. Como un mago extrae de su ingle una botella, que nos ofrece con sus manos vaporosas.
A medida que bebemos, su cuerpo se va solidificado, mientras todo a su alrededor se desvanece.
A medida que bebemos, su cuerpo se va solidificado, mientras todo a su alrededor se desvanece.
Sufro un sueño atroz: estoy en mi habitación de Medellín, acostado en la cama. De pronto, siento un malestar en la espalda. Pruebo acomodarme de costado, pero la molestia se convierte en un dolor insufrible.
Me incorporo y Julia está junto a mí. Me mira horrorizada.
Me incorporo y Julia está junto a mí. Me mira horrorizada.
―¿Qué pasa?
―Te han crecido alas.
A unos pasos, está el espejo de la peinadora en un ángulo oportuno. Miro mi rostro, mi cuerpo despojado.
―Mi amor, yo no veo nada.
―¡Están ahí, son unas alas horribles, como de murciélago!
Entonces, pese a mi voluntad, alzo vuelo. Atravieso el cielo raso, el departamento de Ricardo Pérez, la terraza y sus máquinas de lavar, el cielo infinito hasta un abismo de luz. Y todo mi ser; mi corazón y sus arterias, mi sangre y carne, mi grasa y huesos; y también el desasosiego y mis noches de la niñez; todo el miedo, en definitiva, que corría detrás de mí, se hizo uno con la nada.