martes, 13 de octubre de 2015

INDUCCIÓN


      Me habían hablado de ellas, que si un forastero se sienta un instante en la plaza central, aparecen o se develan entre la multitud. Por eso estoy aquí.



      Veo pasar a una mujer y su niño quien me clava una mirada curiosa. Frente a mí, en otro banco, un anciano lee un libro destartalado pero con un título sugestivo. A un par de metros, un vigilante grita obscenidades a una mujer increíblemente pequeña que responde a carcajadas.

      De pronto ocurre. Se sienta y me pregunta en inglés si estoy solo. Sonríe, clavando su mirada en mis zapatos.

     Me cuenta que jamás ha visto el sol. Y mientras sostengo sus facciones: morena, delgada, cabello lacio que llega hasta las caderas, una gran cruz atravesando el escote; mientras la sostengo, me pregunto, si valdría la pena haber recorrido tantos kilómetros.



      Me lleva, a través de edificios que me resultan familiares, hasta un viejo portón verde. Golpea la madera con sus pequeños nudillos. Una carreta arrastrada por caballos atraviesa la calzada.

      Ingresamos por un corredor hacia un patio de piedra como un altar ceremonial. Destranca una de las puertas que nos rodean y la abre con precaución.

      <<Hold on!>>

      Desde mi nueva posición, al otro extremo del patio, puedo contemplar que el segundo piso está adornado con frescos que representan animales. Arriba, el cielo, más despejado que en la plaza.

      <<El Santo los atenderá ahora mismo>>. 

      Ha vuelto a tomar mi mano, como si nunca la hubiera soltado. Se ve excitada; me mira como si estuviera a punto de arrojarse por un tobogán. La cruz brilla menos que sus ojos. 



      Apenas ingresamos, el Santo, postrado en el centro de esa habitación alfombrada hasta el techo, se pronuncia: ¿La amas? Tiene un rostro curtido y lleno de vellos irregulares. Nos acecha contemplativo: ¡Responde! Ella se aferra a mi brazo. El Santo esboza una sonrisa; está desnudo hasta las encías: No seas tímido, puedes abrirte conmigo. Ninguno de los dos dice una palabra. Los segundos son vuelos de cóndor sobre nuestras cabezas; un ave que pronto se va a estrellar: Muy bien, muy bien; dice la palabra que el silencio otorga. Definitivamente; eres culpable. Como un mago extrae de su ingle una botella, que nos ofrece con sus manos vaporosas.
   A medida que bebemos, su cuerpo se va solidificado, mientras todo a su alrededor se desvanece.



      Sufro un sueño atroz: estoy en mi habitación de Medellín, acostado en la cama. De pronto, siento un malestar en la espalda. Pruebo acomodarme de costado, pero la molestia se convierte en un dolor insufrible.
 
   Me incorporo y Julia está junto a mí. Me mira horrorizada.

      ―¿Qué pasa? 

      ―Te han crecido alas. 

      A unos pasos, está el espejo de la peinadora en un ángulo oportuno. Miro mi rostro, mi cuerpo despojado. 

      ―Mi amor, yo no veo nada. 

      ―¡Están ahí, son unas alas horribles, como de murciélago!

      Entonces, pese a mi voluntad, alzo vuelo. Atravieso el cielo raso, el departamento de Ricardo Pérez, la terraza y sus máquinas de lavar, el cielo infinito hasta un abismo de luz. Y todo mi ser; mi corazón y sus arterias, mi sangre y carne, mi grasa y huesos; y también el desasosiego y mis noches de la niñez; todo el miedo, en definitiva, que corría detrás de mí, se hizo uno con la nada.

lunes, 12 de octubre de 2015

LA VOZ

en Guayaquil habrá un viento caliente
que bajará desde el páramo a través los ríos
nació en las entrañas de mi mente:
ayer viajé, soñé y perdí el abrigo,

me desvestí, atravesé la frontera y lloré,
vi mi primera cana y me alumbró la muerte,
en unos dedos de mangle recuperé la fe,
y retorné a casa, al domingo y a la fuente.

y si mi voz te alcanza, quizá se detenga
baje por otras montañas y navegue sus aguas
se siente a descansar en tu rotonda de seda
camine por la línea de tu costa salada.

quizá mi voz pueda poseerte en el vapor
que el sol de mediodía roba de tu cuerpo
en tus manglares donde se cultiva el amor
y en tus algas marinas que tejen sentimientos.

quizá mi voz pueda sentirte una tarde
y en el puerto anclen los buques comerciales.
quizá mis lamentos hallen en tu carne
las grutas donde deban enconrarse.

quizá una noche mi voz bese tus labios
y se cole entre ellos hacia tus entrañas
funde una ciudad, un parque y un niño
que jugará en el centro de tu alma.

mientras tanto me despertará un gallo
e iniciaré la diaria cacería, me vestiré
y tocaré el portón mil veces transitado
y recordaré que mi voz me abandonó un día.

jueves, 8 de octubre de 2015

LOS MOZOS DE TU TAITA

Ya relato mis historias como un anciano. Algún tiempo atrás, lo hacíamos de otra manera, en la poesía y el cuento, podíamos falsear nuestras anécdotas. De pronto, las tardes monótonas de bibliotecas y las noches de vino eran odiseas. Hablo en plural porque recuerdo a los "Mozos de tu taita". Bajo ese nombre pintoresco se escondía un maestro de matemáticas, un psico-abogado, un chico alto y misterioso, un pintor que escribía poemas desgarradores, no me olvido de la muchacha de labios carnosos que luchaba por su vida, su padre, un hombre entusiasta que siempre nos hablaba de futuros proyectos y el jubilado que escribía cartas de la puta madre. Todos nos reuníamos al rededor de la mesa, como en un banquete, todos hambrientos deborábamos el cuerpo y el alma del escritor Huilo Ruales. 
En realidad lo escuchábamos y aprendíamos. El maestro nos leía a Gombrowicz, a Roberto Bolaño, a Raymond Carver. Jugábamos con palabras y contruíamos textos donde debía existir la distancia, la precisión. Nos aniquilábamos la moral de escritores con la crítica. Resentidos, tomabamos algunos consejos que pasaron de generación literaria a generación y pretendíamos iniciarnos en esa legión. 
Se formó la imagen del poeta místico, que camina solitario entre las cantinas con el Juntacadáveres bajo el brazo, solo, solísimo. Así era el oficio, el del paria innato, el de la otra orilla. Nos esfozábamos por mimetizarlo y cada quien imprimía el estilo a su modo de vestir, de sujetar la botella. Sin reconocer que hubo otros, auténticos maestros del desparpajo: ya Jorge Dávila Andrade se cortó la yugular y nos dejó su Boletín, ya recorrieron los verdaderos detectives salvajes la calles de México.
Detrás de todo lo que conocemos, siempre hay un ser humano. En el fondo, Nicanor Parra es solo un viejo que mea. Creo que esto lo escuché en alguna de esas tertulias. Por esa razón, después de creernos los extraordinarios, la mayoría era derrotado por la vida, ocupaba su puesto en el engranaje social. 
El chico alto, el pintor y yo, nos considerábamos la excepción, hallamos entre los discos de Salvatore Adamo y la recién descubierta Rayuela, nuevas formas de expresión, que materializábamos en recitales atroces y chuchaquis apocalípticos. Participábamos en concursos literarios que eran peleas de gnomos, donde empuñábamos las bandera de rualistas y nos enfrentábamos con otros discípulos de Huilo, porque en realidad todos los jóvenes escritores ecuatorianos, de alguna manera los son. Y ellos, eran mucho más diestros para los mordiscos y arañazos que nosotros. De manera que siempre perdíamos.
El arte era nuestra moda, nos unían los proyectos y la crítica, por eso continuamos viéndonos mucho después de concluido el taller. Pensábamos, como han pensado muchos, en revistas, en antologías y en performances donde las palabras chorrearían en la boca del peatón.
Nuestro fortín era el centro histórico. Siempre deambulábamos del pasaje Arzobispal al pasaje Amador, hasta desembocar finalmente, en las horas muertas de una sala de proyección de películas pornográficas. Allí nació "Chulla Delirium", una suerte de cadáver exquisito que, de hecho, tiene mucho de la alucinación de Un perro andaluz.
Nunca nos quedaron las palabras, siempre tenían otra talla. Por eso decidimos probar con el lenguaje audiovisual. Nos entusiasmamos, juntamos nuestras experiencias y pesadillas. Bosquejamos en alguna libreta la secuencia. Simbolistas tardíos, pusimos en la misma cuchara un viejo, un payaso, una puta, un cuarto, una iglesia y unas flores, unas fotos, la muerte y la ciudad.
Una madrugada, mientras muy cerca de ahí alguien moría y en los moteles se consumían las noches, nosotros nos convertimos en niños, arrastramos las pelucas, instalamos la cámara y las luces. Frente al Carmen Alto, en la cruz de piedra donde en otra época se postró una santa, colgamos a Luis Humberto. Yacía en paños menores y algún vagabundo que nos vio, se persignó y nos mandó a la mierda.
El pintor se decoloró el cabello y se ajustó la minifalda, el chico misterioso se colocó unas plumas, una colegiala que pasaba entró a escena, la gente se amontonaba a mirarnos en la Plaza Grande, así como jamás nuestros poemas serían atendidos. Diana pintaba rostros y canas, Galo sentía por única vez en sus pies las frías piedras, José asustaba a los pequeños.
El resultado se editó en un estudio familiar. Erick, el maestro de los equipos, logró mezclar las escenas con la voz de David Calle. En medio del humo y las alucinaciones, nació el hijo prodigo, al que acompañamos en un par de festivales. Al que utilizamos para conquistar mujeres, que finalmente articularon nuestro papel en el engranaje social.


DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...