miércoles, 8 de junio de 2016

LA VISITA DEL CONDE

La canción sonó a eso de las tres. Era la señal para bajar hasta el porche y franquear el paso al Conde. Llegó entre las cuatro y las seis. Sé que Ronaldo, uno de sus sirvientes, se quejó con la matrona por el calefón. Casi nadie conocía al Conde, pero todos hablaban de un hombre de edad media, entrecano y enjuto. Varias ocasiones se presentó algún individuo en la comisaría asegurando ser él, y pedía la liberación de tal preso. O en la bodega, ordenando jamón serrano, mostaza y azafrán. O en la casa de citas. O en la iglesia. O en el banco. Se convirtió en un gran enigma, un poderoso fantasma.


A mí, peluquero de la ciudad, me cuentan todo. Sé los nombres de los diez hijos de Wladimir Soria, el mecánico, sé que la esposa de Omar, el cartero, sale todas las tardes, diez minutos antes del toque de queda, de la casa del abogado Martínez. Solo a mí y otros pocos se nos ha dado el privilegio de conocer al Conde.

Tenía algo de leyenda. Su piel era como cáscara de huevo, su nariz como un alto cerro de la región de Flores, sus labios dos berenjenas maduras. Pero lo más digno de relevancia fueron sus ojos, diríase que se los había robado a la mítica fiera Corrupia. Primero le aplique agua tibia de jade, muy propicia para ablandar el vello y abrir los poros, después una capa de crema de jabón mezclada con clara de huevo. Para el afeite usé las navajas que me envió mi primo Rengo de la región de Subía y que solo había utilizado dos veces. En todo ese tiempo, sus ojos me miraron y era como tener frente a frente una cobra. La hoja surcaba sus pómulos llevándose consigo varios años, que solo sirvieron para acentuar su ferocidad. Después pasé a su cabello, donde se confundían las canas con unas filigranas que dibujaban perfectamente las olas del mar.

El tiempo se extendía por el suelo del salón. El tiempo caía de segundo en segundo y yo moldeaba una canción imposible con cada hebra suelta al viento, con cada vibración chocando contra el mármol, con mi respiración y la suya, con la respiración de Ronaldo que permanecía de pie arrimado a la puerta. Y cuando terminé, cuando estaba seguro de no poder hacer un trabajo mejor, dejé caer los brazos y por fin circuló mi sangre haciéndose voz.

- Listo, señor Conde. Ha quedado usted perfecto.

Apenas se miró en el espejo que se llevó para siempre la escena, se estiró la camisa y con la ayuda de Ronaldo, se colocó la americana. Dio varios pasos, una vuelta innecesaria. Se pasó las manos por las mejillas y se dispuso a dejar el salón. Una sensación se apoderó de mí, más de tristeza que de gozo, más de intranquilidad que de sosiego. Una amargura. 

Después de varias horas, quizá a eso de las diez, llegó Rosa y sus amigas a recoger los pelos dispersos en el piso. Guardaron todo en bolsas de almohada y una de las chicas se cortó el dedo con la navaja de Subía. Me atormentaron con preguntas por varias semanas. Llegó el párroco a confesarme, llegó Andrés Ortega, que trabaja como corresponsal en un diario de la capital.

Desde ese día, no pude conciliar el sueño con facilidad. Hubo algo en su porte, en su caminar, que me desengañó. Pensaba, que no podía ser Conde alguien con esas manos. Se apoderó de mí la posibilidad de haber sido la víctima de otro estafador. Cada vez que escucho su canción, pierdo la calma. Y a parte de sus ojos, me despierta en pesadillas, la imagen de sus grandes pechos.

martes, 31 de mayo de 2016

LA HUÉRFANA DE MI RELATO

Hace tiempo escribí un cuento donde una muchacha descubría que tras los problemas de su vida se escondía un misterio atroz. A sus dos o tres años, un discutido accidente causado por ella, ocasionó el fallecimiento de la madre. Entonces emprende un viaje a la tierra de los abuelos para descubrirlo.


Varios años más tarde, me vi involucrado en un suceso análogo. María Silvana Rodríguez, hermana de la famosa actriz Lora Rodríguez, pasó conmigo una noche salvaje. Me excuso por mi falta de caballerosidad, pero en este contexto es inevitable y necesario mencionarlo. Habíamos bebido vodka en el bar de la avenida Martín Segundo y luego la llevé en mi automóvil al motel Hawái (datos que, por lo demás, son de conocimiento público). Apenas pudimos subir las escaleras de la habitación. Ella lloraba y reía a tramos, habló de Josué Montaño, exbajista de la banda Caramelo, desbordó el sarcasmo al mencionar la casa playera incautada.



Nos amamos cinco veces, nos amamos con fruición y gritos, con piel desgarrada y cabellos arrancados, la bañera se tiñó de sangre y bebimos bajo sus aguas el canto del amor. La espalda se convirtió en tierra fértil, labrada y húmeda. Perdí el lóbulo derecho de mi oreja, ella casi no pudo distinguir sus cavernas de sus trincheras. Nos bombardeamos y solo quedó humo.

Cuando desperté, todavía me miró por última vez. Había recogido mis restos y me los ofrecía en un rito póstumo que reproduce lo sagrado hasta el infinito. Después se desplomó atragantándose con mis partes. Se retorció, emitió la última arcada, levantó el dedo pulgar y se desmoronó.

La prensa inventó muchas cosas, pero la versión oficial declaró que había muerto de amor. De sobredosis de amor. Así es, el amor, la más pura fruslería, también mata.

Muchas cosas más he escrito y, de una u otra manera, han sido fiel reflejo de mi vida. Escribiré acaso sobre un hombre declarando su sortilegio. Tal vez redacte pronto una analogía de mi ocaso, si es que ya no lo hice.

Sin embargo, cada noche, antes de conciliar el sueño, presiento una puñalada. Alguien tendrá que vengar a María Silvana Rodríguez, la huérfana de mi relato.

DE CUANDO TODOMEO SABOREÓ EL PODER

       Tomaría una novela explicar cómo llegó Todomeo a ocupar el trono de la nación. Por ahora, basta decir que lo acompañó la ...