Lo encontraba cada mañana a la salida del edificio, detrás de la fortaleza de cartones. Era comprensible, un sitio seguro, lleno de apartamentos y conjuntos residenciales. Además, en aquel portal estaba fuera de la vista del guardia y de las madrugadas de lluvia.
Lo raro es que me miraba con cierta familiaridad. Recordé una película de tono moralista y cierto día también lo miré, intentando reconocerme.
Era moreno, alto y delgado en extremo, tenía una barba sarpullida de mugre y arroz. Todo lo contrario a mi persona. No cabía duda al respecto. Lo que abría una larga lista de posibilidades sobre su identidad, que solo a un individuo holgazán como yo, podía entretener.
Tenía consabido que casi siempre omitimos las respuestas verídicas por considerarlas muy simples. Así que me consolé pensando en que tan solo era un vago, originario de un pueblo de la costa, de familia disfuncional, que había caído en algún vicio que solo podía sostener viviendo en el portón de un edificio. Razonamiento a todas luces ocioso. Lo importante era procurar no ir más allá.
La oficina no me exigía mucho, firmaba papeles, dictaba un oficio, paseaba por las bodegas y recibía el reporte de mis empleados. Me había procurado una vida tranquila a fuerza de delegar responsabilidades a las personas competentes. Salía de la fábrica a las seis, recorría a pie la avenida Atlántico hasta Villa Coronel, tomaba un café y un pastelillo de maíz en un local conocido y reanudaba el camino hasta el edificio, saludando en el paso a los vecinos y guardias.
Nunca lo encontraba, lo que me tranquilizaba (lo que bien pensado y en noches frías, me estremecía). Me quedaba un momento en la acera mirando a un lado y otro, prendía un cigarrillo y saludaba a los peatones. Pero él nunca estaba en la puerta que ahora servía como ingreso.
Después era como un sueño prolongado. Cuando cruzaba el portón al día siguiente, lo veía, detrás de su castillo de cartones o arrimado a la pared frontal, hurgándose la nariz. Su mirada me penetraba. Yo estaba a punto de decir un nombre, no sé cuál, no llegaba a pronunciarlo. Empezaba otra vez el rompecabezas.
De camino al trabajo, en la mismísima oficina, incluso durante el almuerzo, rememoraba los detalles de su rostro, recordaba a mis ex condiscípulos, a mis vecinos de la calle Cenepa, incluso a los antiguos socios de la fábrica. De vez en cuando, parecía identificar en alguno de esos seres conocidos, el rostro vago, pero más tarde algo me disuadía. No mencionaré las pensadillas que me agitaban a las tres de la mañana. Me asomaba al balcón y contemplaba la ciudad con la certeza de su extraña presencia ahí abajo, a pocos metros de mí.
Durante varios días me agazapé bajo el árbol de enfrente y esperé su llegada. Antes y después de él no había nada más que el frío del hormigón. La espera era infructuosa, temía ser visto por los vecinos como un solitario extravagante y regresaba al calor de mi departamento. Alguna vez llegué tarde a la fábrica con la finalidad de verlo marchar y seguirlo, sea cual fuere su destino. Desde la otra acera jugaba conmigo al juego de las miradas y quien pestañeaba, perdía, en un fracaso peor a todos los imaginables.
Hasta que un día ocurrió. Había extendido la revisión de unas facturas, pidiendo al contador que verificara cada una de las cifras. Había bebido un café muy amargo en un restaurante chino, obligado por la hora del retorno. Había tomado taxi, con una sensación de malestar en el bajo vientre, adjudicado al café y a un rollo de col. Le había pedido al taxista que se detuviera frente a la puerta. Me sentía molesto y dispuesto a una infusión de manzanilla y al calor de mis sábanas. De pronto lo vi llegar por la otra acera, lo vi arrastrar, cojo, un fardo de cartones. Lo vi aspirar el aire con dificultad. Sabía que atravesaría la calle y, cuando lo tuviera a mi lado, la verdad sería develada. Efectivamente, se paró junto a mí y esbozó una sonrisa tan atroz, una mirada tan acusadora, que no me quedó otra opción que bajar la vista.
-¿Si tú no eres yo, quién soy yo?
-Eres nadie.
No había terminado la frase cuando un segundo, como un cortejo de ángeles, se lo llevó para siempre. Tardé en reaccionar. Fui hasta el portón de siempre y acomodé mi aposento.