Nos conocimos durante aquella crisis económica que hizo migrar a más de dos millones de compatriotas. Yo vendía viejos mamotretos de la biblioteca paterna en una franela tendida en la plaza de Santo Domingo. Él se dedicaba a seguir pasos.
A veces, solía quedarse largo rato leyendo mi mercadería.
―Ese es un ejemplar de los Diálogos Socráticos impreso en España antes de la Guerra Civil y con tapa de cuero.
Jamás compró nada, pero aprendió algunos datos de filosofía que solía repetir como un autómata; rumió la obra de Séneca, de Homero y tantos otros nombres que admiraba mi viejo.
A veces venía a la hora de la comida y compartíamos un plato de papas con cuero que comía con cierto refinamiento extraño en un vago de su tipo.
No solo era extrañamente refinado, Bolívar Cantos siempre vestía impecable. Ahora me sorprende recordar que llevaba los zapatos relucientes; sin embargo, había en él cierta dosis de abandono indefinible.
Un día me dijo:
―He seguido a muchas gentes. Ayer mismo, seguí a una morena preciosa que cogió un bús hasta la estación de la Flota Imbabura y de allí se subió en un interprovincial rumbo a Guayaquil. Nunca más la he de volveré a ver ―había, en su forma de contar las cosas, algo similar a la tristeza.
Parecía ser un filósofo de acera; muy distinto a esos otros que pregonan el reino eterno o que hablan sobre el absurdo de la existencia.
Otro día me dijo:
―Hoy seguí un perro; me gustaba mucho. Era sucio y pura mota. Olfateaba todo a su paso. Un hombre lo pateó en la Marín y el perro corrió hacia el Panecillo; no dejó de correr y, después de varios minutos, ya no lo vi ―se secaba la frente y ventilaba su chaqueta.
Lo detestable en Bolívar Cantos eran sus evidentes contradicciones. Leía a Marx y hablaba con cierto deje idiota, coloquial y pronunciando mal las palabras; era francamente apuesto y las mujeres lo rechazaban; pero su mayor conflicto se me develaría el último día.
Era de esos mediodías intensos donde solo da ganas de llorar para refrescar el rostro de tanta plaza desierta. Llegó como siempre, de soslayo, mirando todo menos el camino. Pisó una esquina de la franela y tomó el último volumen de Las mil y una noches.
Finalmente habló:
―Seguí a un peladito; hermoso, de largas piernas y pelo desordenado. Entró en una tienda y cuando lo perdí de vista, se murió. Tú, en cambio, siempre estás vivo.
A los pocos días, avalanchas de gente se volcaron al centro de la ciudad. Cerraron la plaza y perdí casi toda mi mercadería.
Fui apresado y, cuando me soltaron, nunca más regresé.
Después de aquel suceso, he visto a Bolívar ocasionalmente; a veces lo entrevistan en la televisión, habla con vehemencia de criminalística, de huellas dactilares y desaparecidos; a veces también habla, aunque esta vez más bien con indiferencia, de política exterior y medidas económicas.