Estoy en la clase de Martínez. Es una tarde ordinaria donde el sol nos saluda con fuerza desde el ventanal. El viejo hace lo de siempre, hablar y hablar, señala un mapa y vocifera <<la rrrrrrrrreepúblicaaa!!!!>> Antonio cabecea junto a mí y frente a mis ojos y al alcance de mi mano, están las nalgas de Lola. De pronto veo a Luz. Primero atraviesa por la nave central del salón, casi choca con los zapatos de Martínez. Se me sale el corazón, por un momento solamente escucho sus patas que rascan la madera, hasta que llega a mí y, como de costumbre, se acomoda a mis pies. Me mira, casi sin volver la cabeza. Las mismas preguntas se me atoran en la mente. <<¿Qué quieres de mí?>> Quemo los minutos barajando otra posible causa a su acoso mientras acaricio con mi taco su lomo. Ella es la única que parece disfrutar la ciencia de Martínez. Yo imagino que acaricio el culo de Lola, a veces solo con un dedo, otras veces abarcando con mis manos la magnitud de su carne. Imagino que la beso, así pasan las tres horas de Historia, con un estiramiento de cuello, con un guiño a Antonio. Inmediatamente Luz se pierde entre las pantorrillas del alumnado y desaparece hasta mañana.
A veces veo a Luz en casa. Cenamos y mamá mira la televisión, la historia de una doncella mancillada y el galán la rescata del desprestigio y la tristeza. Mi hermano arrastra su carrito por ahí mientras imita el sonido de un motor. Luz se queda siempre observando las manos de mi hermano, el camión, con un brillo de nostalgia en las pupilas o quizá como si soñara abordar el juguete, llevar la medicina del doctor Pemberton al otro lado de la cordillera, sortear los barrancos y desfiladeros, los cráteres y la nieve, el desierto y el páramo. Lo mira con esos ojos de canicas y ellos nos reflejan a todos. Más tarde, y según su conveniencia, se posa sobre mis pies y espera la caricia sobre el cabello de mi madre que no cierra la boca para masticar el pan que se ha introducido hace un momento. Queda estatua, sin tener tiempo de arreglarse el cabello. Yo la peino suavemente con mis dedos. Hasta que Luz se va hacia la cocina, donde está la puerta que da al patio, y desaparece entre las magnolias.
A veces Luz asiste a la iglesia, incluso bebe la sangre de Cristo y degusta su carne. Lo malo es que nadie se da cuenta. Porque cuando Luz está arreglada parece una señora de finales del siglo XIX. Se persigna y ofrece sus dientes afilados a Cristo, a su santo madero traído de Roma, a su estucado, a su encolado, a sus ojos de vidrio hermanos de los suyos. Participa de la doctrina y el rito, besa los pies de la efigie y se consume en un cirio. Mientras yo poso sobre su cuerpo mis anhelos, mis deseos de días mejores, mis lágrimas. Desaparece como el fuego y vuelve a nacer en otros carbones.
Siempre le pregunto <<¿Por qué me has elegido?>> Y barajo posibles respuestas, esperando alguna confirmación. He trazado meticulosamente todas las opciones de una vida como la mía. Desde mejores hábitos alimenticios, hasta un lejano remitente. Desde una misión cósmica, hasta las pobres hijas de la vecina. Solo me queda formular la última pregunta, la que he evitado a toda costa porque abarca todas las respuestas. Esa pregunta que formuló mi padre y de seguro saldrá un día de los labios de Martínez, de Antonio, del cura y de mi madre. Pero, mientras acaricio sus patas, no me atrevo.