Entré al colegio Montalvo porque quería conocer mujeres. Entonces mentí a mis padres, dije que quería ahorrarles la pensión, que prefería un colegio más cerca, de educación mixta y que ofreciera la especialización de químico biólogo.
Estudiaba sin entusiasmo. Me gustaba contemplar a las chicas y recuerdo a una que me gustaba mucho, alta y delgadísima, morenita, pero su nombre se me ha ido para siempre. Recuerdo que nunca le dije nada de mis sentimientos, que temblaba solo con la idea de estar en su mismo salón.
Guardo pocas cosas de esa época. A dos o tres compañeros, las bromas, los apodos. Las clases atroces de física con un docente que descargaba contra todos nosotros su amargura (cuánto se notaba su frustración, su odio hacia la profesión). El grupo de teatro y la preciosa sonrisa de Nathaly. La banda de guerra con su paroxismo militar, su fatuidad, sus giras y el primer trago de alcohol. El muro sur que se debía escalar con cierta maña para dar en el terreno baldío de la libertad.
De todo el colegio podía huir, menos de las clases de literatura. Del hombrón de traje que atemorizaba e infundía respeto. Aquel hacedor de milagros: los idiotas se desidiotizaban, los envalentonados se chorreaban, los manitatemblorosa de alguna manera perfilaban una caligrafía culterana, aquellos que escupían en la avenida América puteando a la policía, se ponían firmes, fruncían el asterisco, esbozaban una sonrisa nerviosa y lejana.
En mí, adolescente pusilánime, también hizo efecto su magia. Eran aquellas las únicas clases que disfrutaba, donde activaba mis cinco sentidos. Aquel vozarrón arrancaba a su gusto risas, exclamaciones de sorpresa, el eco de unas vocecillas. Era el director de un coro maltrecho de donde podía sacar un himno gregoriano.
Fue en ese año, que le cogí gusto a la lectura. Leí íntegramente tres libros claves de mi vida: El chulla Romero y Flores, La peste y La metamorfosis.
Dos o tres muchachos charlaban en recreo sobre el argumento de la novelita de Kafka. El Manicho le explicaba al Botija porqué su propia familia arrojaba el cuerpo de Gregor Samsa a la basura. El Abuelo gritaba que nos apuremos, ya que pronto iniciaría la clase de “tu papá Ágreda”.
Una noche, llorando, les dije a mis padres que no volvería más al colegio, que terminaría mis estudios a distancia, que me había fugado varios días para recorrer a pie la ciudad. Me embarqué en la aventura del teatro y empecé a vender poemitas en las avenidas.
De mis antiguos condiscípulos no volví a saber nada. Tenía la certeza de que nadie se percató de mi ausencia. Fui de un lado a otro por la vida. Pero siempre me acosó la imagen de “tu papá Agreda” como un recuerdo grato.
Cuando cayó sobre mí la idea del porvenir, me encontraba extraviado en las peores calles de Quito, tenía veinticuatro años y hacía poemitas eróticos. Entonces decidí matricularme en la Universidad Central, estudiar una carrera afín a mis intereses. Volví a contemplar con respeto y un cariño casi de niño frente a su súper héroe, a mi viejo docente del Colegio Montalvo.
Qué alegría volver a anegarme en una de sus clases, donde se mezclaba la función sintáctica del verbo y la fonética, con la historia de la monarquía española. Todavía recuerdo su voz, educada para hablar a cincuenta alumnos, pronunciar el nombre de Emilio Alarcos Llorach. Algunos compañeros tragaban saliva para dar la lección. Yo recorría la cocina, el corazón de Mayra y las tabernas con mis apuntes de Lingüística. Cómo me hubiera encantado escuchar uno de sus cientos de poemas inéditos, que quizá un día rescaten sus alumnos más allegados, y conocer al gran docente poeta, al que inspiraba al Gavilanes, a quien todos saludaban con cariño. Fue el modelo de docente que muchos quisiéramos ser. Un docente atemporal.
Ahora pienso que me gustaría ver a los señoritos, a las princesas y princesos de la nueva era, con un maestro como él, lo pienso y sonrío, mientras explico el contacto de lenguas, el respeto por la variedad lingüística, el alófono de la /s/ quiteña que nunca identifiqué. Cómo nos divertíamos mientras escuchábamos el dialecto paisa y aprendíamos.
Papá Agreda y yo teníamos un secreto, fui uno de los privilegiados que recibió los sobres manila. Y no diré más para honrar esos recuerdos y su progresiva falta de visión que lo hacía inclinarse a milímetros sobre el papel, sobre el registro de sus queridos alumnos. Porque papá Ágreda transmitía una pasión desbordante en la cátedra. Decía “ésta es la gloriosa Central, no los motes de la ambateñita”, lo decía y hacía lo que hace un padre con sus hijos, exigir mucho, valorar la capacidad de sus vástagos amados, dar siempre lo mejor de sí.
Cuando salíamos de la universidad y tomábamos el metro, era común encontrarlo, ahí estaba con su humanidad sujetando los pasamanos, dejando el recuerdo eterno de su figura, guiándonos con su frente sudorosa. Alguna vez le ofrecí el asiento, que rehusó con una regia dignidad. Todavía lo veo, dando un resoplido, con su historia implícita del Carchi a Pichincha, de la Universidad Central a la Avenida América, del Montalvo al grito de su legado. ¡Cuántas páginas más se escribirán en su nombre!